Un paseo por el paraíso

Andrea Pereira

Fragmento

Contenido

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Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Epílogo

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Capítulo 1

Febrero 2012, Mendoza

Esperaba emocionarse al atravesar el paso interprovincial que daba la bienvenida a Mendoza; no obstante, nunca pensó que lo haría de la manera intensa que lo estaba haciendo. Escalofríos. Ella sabía de escalofríos, pero éstos eran muy diferentes; no le engarzaban el cuerpo con un ansia irrefrenable de huir. El coche seguía su camino y un nuevo cartel ahondó más esos estremecimientos que, desde hacía mucho tiempo, no sentía; éste anunciaba la entrada a San Carlos, ciudad cabecera del departamento al que pertenecía su pueblo.

Al detenerse en algunos semáforos que ordenaban la pequeña ciudad, que precedía unos quince kilómetros su pueblo, algunas personas la habían reconocido. Maylen saludó a todos con la mano extendida y una sonrisa en los labios. No eran vecinos ni conocidos, pero su nuevo trabajo tenía esos efectos colaterales.

El aire estaba lleno de aromas, y cada uno encerraba un recuerdo. El camino del cóndor, la ruta nacional cuarenta la devolvía a su tierra como una mano suave que suelta un cachorro. Nunca podría haber adivinado que se sentiría así; estaba emocionada hasta la médula y un poco más.

La radio que sonaba en el equipo de audio de su modesto auto azul anunció que superaban los treinta grados a las diez de la mañana, sin importarle la elevada temperatura, Maylen apagó el aire acondicionado del vehículo y bajó la ventanilla para llenarse del perfume de su tierra; el aire fresco que bajaba de la montaña arrastraba el aroma de la piedra mezclada con el de las nieves eternas; el perfume dulzón de las flores de los jarillales se combinaba armoniosamente con la áspera fragancia de las verdes hojas de vid y sus aterciopelados y maduros frutos, y no podía estar ausente el inconfundible aroma de los pinos que había por centenares, y las más diversas variedades dibujaban el contorno de la ruta; algunos de ellos alfombraban la banquina con sus finas agujas, otros regalaban sus gigantes frutos en forma de piñas; los más distinguidos exhibían orgullosos sus frutos: pequeños y cerrados. En ese erial todo se conjugaba para conquistar el lugar y darle una personalidad única en aroma y paisaje.

El calor y el polvo que entraban por la ventanilla

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