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Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 1
Denver, Colorado. 1987
Las piernas iban a desconectársele de las caderas. ¡Llegaba tarde!
Había salido antes de la escuela para arribar a tiempo, siempre lo hacía; sin embargo nunca lo lograba.
El sudor bajaba por sus sienes, le perlaba la frente y le adhería el cabello negro a las mejillas; y su corazón palpitaba tan frenético que bien podría estar compitiendo en el Giro de Italia.
Serpenteaba entre los autos y transeúntes con gran destreza. Ya podía ver las rejas a la distancia, a tan solo una cuadra. Aumentó el pedaleo, sintiendo el palpitar en la garganta y la boca seca del aire que inhalaba a trompicones.
¡Las escaleras! Con fuerza presionó los frenos y plantó los talones en la grava. Frenó de golpe, saltó de la bicicleta y subió los escalones de dos en dos, hasta quedar delante de la niña de cabellos rubios, que abrazaba a un osito de peluche bastante roñoso al que le faltaba un ojo.
—Sarah —la llamó, y ella alzó el rostro con una sonrisa que reservaba solo para él y dejaba a la vista todos los dientes de leche un tanto desparejos.
—¡Aless!
—¡Niño! —Exclamó la directora del jardín de infantes desde la entrada del establecimiento—. Ya te he dicho que tienen que venir a buscarla más temprano. Los otros alumnos se han retirado hace casi media hora. Y se les pide que traigan algo para comer en la tarde y Sarah nunca tiene una vianda. Dile a tu padre que tiene que armarle una vianda para que no pase hambre —le regañó desde lo alto.
Tenía una postura rígida, como un sargento de infantería, y el uniforme azul oscuro que vestía acrecentaba su imagen autoritaria.
El niño, con la cabeza gacha, se limitaba a asentir a todo lo que la mujer iba reclamando, con las mejillas del color de los tomates, y no debido a la carrera que había hecho, sino por la vergüenza que lo envolvía.
Se limpió el sudor con el revés de la mano y mantuvo los ojos en sus propios pies. Sabía de sobra todas las falencias del hombre que era su progenitor, y lo que le hacía falta a su hermana; sin embargo no era algo que un niño de siete años pudiera solucionar por más que lo intentara.
—Sí, se-se-señora. Lo s-s-s-s-siento —logró decir, una ve