El marqués y la gitana (Saga de los Malory 6)

Johanna Lindsey

Fragmento

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para los muchos fans que quieren

a los Malory tanto como yo.

Este regalo es para vosotros.

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Árboles genealógicos

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1

Inglaterra, 1825

Los Malory siempre pasaban las fiestas navideñas en Haverston, la casa de campo ancestral donde habían nacido y se habían criado los más viejos del clan. Jason Malory, tercer marqués de Haverston y el mayor de cuatro hermanos, era el único miembro de la familia que seguía residiendo de manera permanente en ella. Cabeza de familia desde la temprana edad de dieciséis años, Jason había criado a sus hermanos —las actividades de los cuales no habían podido ser más escandalosas— y a una hermana pequeña.

En la actualidad, los integrantes del clan y su descendencia eran tan numerosos como difíciles de localizar, a veces incluso para el propio Jason. La consecuencia de ello era que esos días Haverston acogía a una auténtica multitud dispuesta a celebrar las fiestas navideñas.

El único hijo y heredero de Jason, Derek, fue el primero en llegar cuando aún faltaba más de una semana para Navidad. Le acompañaban su esposa, Kelsey, y los dos primeros nietos de Jason, un niño y una niña, ambos rubios y de ojos azules.

Anthony, el más joven de sus hermanos, fue el siguiente en llegar pocos días después. Tony, como lo llamaban casi todos, le confesó que había salido huyendo de Londres en cuanto se enteró de que su hermano James tenía asuntos pendientes que aclarar con él. Enfurecer a James era una cosa, y algo que Anthony solía tratar de conseguir, pero cuando decidía salir de caza... Bueno, entonces Tony optaba por la prudencia y prefería mantenerse lo más alejado posible de él.

Anthony y James eran sus hermanos pequeños, pero entre ellos sólo se llevaban un año. Ambos eran excelentes pugilistas y Anthony podía enfrentarse a los mejores adversarios, pero James era más corpulento, y sus puños solían ser comparados con un par de ladrillos.

Con Anthony llegó su esposa, Rosslynn, y sus dos hijas. A los seis años de edad Judith, la primogénita, había salido a sus padres y poseía tanto la magnífica cabellera dorado rojiza de su madre como los ojos azul cobalto de su padre, una combinación realmente impresionante que Anthony temía haría de ella la gran belleza de su época, una perspectiva que —en su doble condición de padre y antiguo libertino reformado— encontraba francamente inquietante.

Pero su hija pequeña, Jamie, también rompería unos cuantos corazones.

Sin embargo, incluso entre todos los invitados presentes, Jason fue el primero en fijarse en el regalo que había aparecido en la sala mientras su familia estaba desayunando. En realidad, resultaba bastante difícil pasarlo por alto, ya que estaba colocado bien a la vista encima de un velador junto a la chimenea. Envuelto en una tela dorada rodeada por una cinta de terciopelo rojo rematada con un gran lazo, tenía una forma bastante curiosa y sus dimensiones hacían pensar en un grueso libro, aunque una protuberancia redonda en la parte superior sugería que no se trataba de nada tan sencillo.

Empujarla con un dedo reveló que la protuberancia podía ser desplazada, si bien no mucho, como descubrió Jason cuando inclinó el regalo hacia un lado y ésta no cambió de posición. Eso ya era bastante curioso, pero todavía más curioso resultaba el hecho de que no hubiera ninguna indicación de para quién era el regalo, ni de quién lo había dejado allí.

—Es un poco pronto para empezar a repartir los regalos navideños, ¿no? —observó Anthony cuando entró en la sala para encontrarse con Jason sosteniendo el regalo—. Ni siquiera han traído el árbol.

—Eso mismo estaba pensando, dado que no he sido yo quien lo ha puesto ahí —replicó Jason.

—¿No? Entonces ¿quién ha sido?

—No tengo ni idea.

—Bueno, ¿y para quién es? —preguntó Anthony.

—A mí también me gustaría saberlo —admitió Jason.

Anthony enarcó una ceja.

—¿No había ninguna tarjeta?

Jason sacudió la cabeza.

—No. Acabo de encontrármelo encima de este velador —dijo, y volvió a dejarlo en él.

Anthony también cogió el regalo para examinarlo.

—Hummm. Alguien lo ha envuelto con mucho cuidado, de eso no cabe duda. Apostaría a que fascinará a los niños... al menos hasta que averigüemos qué es.

En realidad, también fascinó a los adultos. Durante los días siguientes, y dado que nadie de la familia admitió haberlo puesto allí, el regalo causó sensación. Prácticamente, todos los adultos lo sopesaron, sacudieron o sometieron a alguna clase de examen, pero ninguno consiguió averiguar qué podía ser, o para quién era.

Los que ya habían llegado se reunían en la sala la noche en que Amy entró en ella con uno de sus gemelos en brazos.

—No me preguntéis por qué llegamos tarde, porque no os lo creeríais —dijo, y siguió hablando a toda prisa—: Primero, al carruaje se le soltó una rueda. Luego, uno de los caballos perdió no una, sino dos herraduras a menos de un kilómetro de aquí. Después de que por fin hubiéramos logrado solventar el problema y cuando ya casi habíamos llegado, el maldito eje se partió. Para entonces yo ya estaba convencida de que Warren iba a hacer añicos el carruaje. Le dio un montón de patadas, eso os lo puedo asegurar. Si no se me hubiera ocurrido apostar con él que llegaríamos a Haverston hoy, creo que ahora no estaríamos aquí. Pero ya sabéis que nunca pierdo una apuesta, así que... Por cierto, tío Jason, ¿qué hace aquella tumba anónima en el claro que hay al este de aquí? Ya sabes, el que e

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