El corazón de la doncella (Medieval 2)

Mónica Peñalver

Fragmento

Creditos

1.ª edición: agosto, 2015

© 2015 by Mónica Peñalver

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-170-0

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Este libro está dedicado a Mercedes, Begoña y José, mis hermanos.

También a Omar y Astrid, pero sobre todo a mi padre.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

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Epílogo

Nota de la autora

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1

Diciembre de 1505, Canal de la Mancha.

La quilla del barco se abrió paso entre las aguas grises y agitadas del océano Atlántico. En la cubierta, Hugh De Claire observó el mar amparado bajo el palo de mesana. Sus ojos se alzaron hasta el velamen cuadrado que el viento agitaba con rudeza invernal. Los tres mástiles mostraban sus velas hinchadas, preñadas por el aire del oeste. «Una noche más de temporal», pronosticó visiblemente descompuesto. Odiaba navegar casi tanto como las tormentas. Mascó una maldición aferrándose con fuerza a las jarcias cuando el intenso oleaje vapuleó el mercante, una carraca de sólida factura y pesada apariencia por la gran bodega que abombaba su casco, ideal para el transporte de mercancías. El barco formaba parte de la incipiente flota que Hugh había creado en previsión de los beneficios que el comercio con el continente dejaría en sus arcas a medio plazo. Pese a ello, navegar seguía careciendo para él de atractivos. ¡Pardiez!, ¡su medio era la tierra firme, no el agua!

Una nueva ola elevó la proa sobre las embravecidas aguas, después, con la misma celeridad que se había elevado, volvió a hundirse permitiendo que una cresta de espuma salada barriera la cubierta. Un sudor frío le corrió por las sienes. Disimuladamente, espió a su alrededor al sentir una arcada. Varios marineros trabajaban en diversas zonas del barco concentrados en ajustar cabos, fijar cabotajes y plegar velas. Logró contenerse justo a tiempo y sin importarle ya si alguien era testigo de su malestar, se inclinó por la baranda de estribor e ignorando el peligro de acabar cayendo por la borda, devolvió su cena sobre agitado mar. El vómito alivió fugazmente su mareo. Discretamente, se enjuagó la comisura de los labios con el extremo de su capuz, tratando de recuperar el aplomo necesario para tambalearse camino del castillo de proa. El camarote vacío no menguó sus molestias, era estrecho, oscuro y concentraba el olor de las bodegas. Se dejó caer en el incómodo catre cubriéndose el rostro con un brazo. ¡Odiaba los barcos, el mar y las tormentas!, se repitió a sí mismo, esforzándose por alcanzar el sueño. Si las inclemencias se lo permitían, llegarían al puerto de Ámsterdam en dos días. Se preguntó por sus ilustres invitados, los embajadores que Enrique VII había nombrado para aquella particular empresa. Una punzada de culpabilidad lo asaltó al recordar lo precipitado de su partida durante la opípara cena que los emisarios reales disfrutaban en el camarote del capitán. Esa misma noche debían de acordar la estrategia a seguir para conseguir la comercialización del gra

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