Daringham Hall. La decisión (Trilogía Daringham Hall 2)

Kathryn Taylor

Fragmento

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Prólogo

—Dios mío. —Desconcertada, Kate se quedó mirando los papeles que tenía delante, sobre el delicado escritorio. Solo había leído por encima el contenido, pero no cabía duda de su significado. Ya era imposible negar lo que durante tanto tiempo había considerado inadmisible.

Se le anegaron los ojos en lágrimas mientras recorría con la punta del dedo la fotografía de aquel niño, adjunta a uno de los documentos. ¿Cómo podía haberse mantenido el secreto durante tantos años?

Se oyó un portazo en algún lugar de la casa, y el ruido le recordó a Kate que se encontraba sin permiso en las estancias privadas de los Camden. Se apresuró a recoger los documentos y los volvió a guardar en el sobre marrón amarillento. Lo había encontrado en uno de los cajones del escritorio, el de más abajo, pero tampoco estaba escondido. Cualquiera podría haber dado con él por azar y descubrir la monstruosidad que ocultaba. Tal vez... Kate sintió un nudo en la garganta. ¿Y si todos lo sabían y aun así habían guardado silencio?

Cogió el sobre, pero, cuando estaba a punto de irse, dudó un momento al recordar las consecuencias que se derivarían de su conducta. Si bien aquellos documentos demostraban la injusticia cometida, llevárselos sin más era un abuso de confianza que tal vez los Camden no le perdonarían jamás. Podría destruir de una vez por todas su relación con ellos. ¿Y Ben? ¿Qué haría cuando conociera el contenido de la documentación?

A Kate le empezaron a temblar los dedos, el miedo atenazó su corazón como si fuera un puño de hierro, pero no tenía elección. La verdad debía salir finalmente a la luz...

—¿Señorita Huckley?

Sobresaltada, Kate giró sobre sus talones y vio que una de las sirvientas se encontraba en la puerta entreabierta, la observaba sorprendida, con razón, y se preguntaba qué hacía allí. Kate apretó el sobre contra el pecho y esbozó una sonrisa forzada.

—Ah, hola, Alice. Ya me voy. Solo... tenía que recoger una cosa un momento —mintió mientras se encaminaba hacia la puerta, y pasó presurosa junto a la chica para eludir su mirada de escepticismo. Luego recorrió el pasillo hasta la estrecha escalera de servicio por la que había subido.

Había usado ese camino en numerosas ocasiones, lo conocía muy bien, como todos los rincones de Daringham Hall, donde siempre se había sentido como en casa. Sin embargo, en ese momento, al bajar los escalones, se sintió como una ladrona que robaba algo de un mundo que ya no era el suyo.

En el rellano se detuvo un instante, luego giró a la derecha y se dirigió directamente a la biblioteca.

En aquella gran sala inundada de luz que a Kate siempre le había gustado especialmente solo se encontraban sir Rupert, sentado en una butaca de piel, y el corpulento mayordomo, Kirkby, que siempre daba la sensación de estar a punto de reventar el uniforme blanco y negro con sus musculosos brazos. Estaba recogiendo las tazas de té en una bandeja. Los dos levantaron la mirada sorprendidos, pues Kate entró sin llamar, contra lo que era su costumbre.

—¿Dónde está Ben? —preguntó, demasiado alterada para mantener las formas—. ¿Ha estado aquí?

Sir Rupert asintió.

—Acaba de irse. Si te das prisa aún podrías alcanzarlo. Creo que quería ir a los jardines.

La sonrisa que había aparecido en el rostro del viejo baronet se desvaneció al instante, y volvió a mirar al vacío. Aquel hombre, por lo general tan erguido y vigoroso, parecía abatido ahí sentado.

A Kate le rompía el corazón verlo así, pero ¿acaso no estaban todos igual? Ella también se sentía aún muy desconcertada, no podía creer lo que había ocurrido. Nadie sabía qué iba a pasar con Daringham Hall. Solo una cosa estaba clara: en gran medida dependía de Ben y su decisión...

—¿Va todo bien, Kate? —preguntó sir Rupert, y cuando ella alzó la vista la miró con preocupación—. ¿Qué llevas ahí?

Instintivamente, Kate apretó un poco más el sobre contra el pecho.

—Bueno... tengo que hablar urgentemente con Ben —contestó con tono evasivo, a continuación hizo un gesto breve con la cabeza a sir Rupert y fue tras Kirkby, que se llevaba la bandeja del té.

Utilizó la salida lateral, pues supuso que Ben también habría salido por allí, y accedió a los magníficos jardines, semejantes a un parque. Sin embargo, Kate no tenía ojos para la maravillosa disposición de los arriates y las artísticas formas que les habían dado a los setos de boj, solo veía al hombre alto y rubio que ya casi había llegado al final del jardín. No andaba deprisa, sino que más bien deambulaba pensativo por el camino que conducía a los establos.

Kate sintió que le daba un vuelco el corazón, como siempre que lo veía. Luego se obligó a recordar por qué necesitaba hablar con él y aceleró el paso.

—¡Ben!

Él la oyó y se volvió, y cuando sus miradas se encontraron Kate sintió una punzada en el corazón y que por un momento le faltaba el aire. Temblando por dentro, se acercó y se detuvo frente a él, tan cerca que con solo estirar la mano habría podido tocarlo. Le asustaron las ganas que sintió de hacerlo.

—¿Adónde vas? —preguntó, sin aliento.

Ben se encogió de hombros.

—Necesito caminar un poco, despejar la mente —contestó, escurridizo, y a Kate le dolió ver las ojeras que lucía. Todo aquello le afectaba mucho más de lo que les quería hacer creer—. ¿Qué haces tú aquí?

Kate respiró hondo.

—Yo... creo que deberías leer esto —dijo, y le tendió el sobre, que Ben cogió con expresión de desconcierto.

—¿Qué es?

Kate no contestó, sino que se limitó a contemplar en silencio cómo sacaba la documentación. La expresión de su rostro fue mudando a medida que avanzaba en la lectura, se volvió más sombría, más iracunda. Cuando finalmente volvió a alzar la cabeza y vio sus ojos grises, Kate experimentó de nuevo una gran desazón.

No estaba segura de sentir otra vez por un hombre lo que sentía por Ben. Era muy probable que acabara de perderlo, además de Daringham Hall.

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1

Tres semanas antes

Ben abrió la puerta con un leve chirrido, y quiso mirar por la oscura rendija. De pronto lo golpeó una nube de polvo tan densa que empezó a toser. ¡Malditas cajas viejas! ¿Había algo allí que no estuviera lleno de pol...?

De pronto algo cayó sobre él y le rozó un hombro sin que pudiese esquivarlo. Acto seguido se oyó un fuerte tintineo que resonó en el largo pasillo y vio cristales esparcidos alrededor de sus pies.

Tardó un momento en comprender lo que había ocurrido: tras la entrada que había descubierto en la pared del pasillo, una de esas puertas secretas tapizadas que apenas se veían a simple vista, había un pequeño cuarto. Estaba vacío, salvo por una vieja escoba de paja que estaba apoyada del revés y se había caído. De no haber entrado en contacto con el hombro de Ben, tal vez no hubiese pasado nada, pero la desvió y golpeó un gran jarrón del aparador que había junto a la puerta. El jarrón,

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