El año en que te conocí

Cecelia Ahern

Fragmento

anyo-2

Contenido

INVIERNO

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

PRIMAVERA

14

15

16

17

18

19

VERANO

20

21

22

23

24

25

26

OTOÑO

27

28

Agradecimientos

anyo-3

Para mi amiga Lucy Stack.
Justo cuando la oruga creyó que el mundo terminaba,
se convirtió en mariposa...

anyo-4

Nuestra mayor gloria no reside en no caer nunca, sino en levantarnos cada vez que caemos.

CONFUCIO

anyo-5

INVIERNO

La estación intermedia entre el otoño y la primavera, que en el hemisferio norte comprende los meses más fríos del año: diciembre, enero y febrero.

Temporada de inactividad o decadencia.

anyo-6

1

Tenía cinco años cuando me enteré de que iba a morir.

No se me había ocurrido pensar que no viviría para siempre. ¿Por qué iba a pensarlo? El tema de mi muerte nunca se había mencionado, ni siquiera de paso.

Mi conocimiento de la muerte no era escaso; los peces de colores morían, lo había aprendido de primera mano. Si no los alimentabas, morían, y también morían si les dabas demasiada comida. Los perros morían cuando se echaban a correr delante de los coches; los ratones morían cuando los tentaba el chocolate HobNobs que poníamos en la ratonera de nuestro guardarropa, debajo de la escalera; los conejos morían cuando escapaban de sus conejeras y eran presa de zorros malvados. Descubrir sus muertes no suponía un motivo de alarma para mí; aun teniendo cinco años sabía que eran animales peludos que hacían tonterías, cosa que yo no tenía intención de hacer.

Por eso me perturbó tanto enterarme de que la muerte también me encontraría a mí.

Según mi fuente, si la suerte me sonreía, la razón de mi muerte sería exactamente igual que la de mi abuelo. De vieja. Oliendo a tabaco de pipa y a pedos, con bolitas de pañuelo de papel pegadas al bigote incipiente de tanto sonarse la nariz; rayas negras de mugre debajo de las uñas por trabajar en el jardín; los ojos amarillentos que me recordaban la canica de la colección de mi tío que mi hermana solía chupar hasta que se la tragaba, haciendo que papá fuese corriendo a rodearle la barriga con los brazos y estrujarla hasta que la escupía. De viejo. Con pantalones marrones subidos por encima de la cintura hasta su abultado pecho, que parecía el de una mujer, dejando a la vista una panza fofa y los estrujados testículos a un lado de la costura de los pantalones. De viejo. No, no quería morir como había muerto el abuelo, pero, según me reveló mi fuente, morir de vieja era lo mejor que podía pasarme.

Supe de mi muerte inminente por boca de mi primo mayor, Kevin, el día del funeral del abuelo mientras estábamos sentados en la hierba al fondo de su alargado jardín, con sendos vasos de limonada en la mano, tan lejos como podíamos estar de nuestros afligidos parientes, que parecían escarabajos peloteros en lo que al parecer era el día más caluroso del año.

La hierba estaba cubierta de dientes de león y margaritas y era mucho más alta de lo habitual, pues la enfermedad había impedido que durante sus últimas semanas de vida el abuelo mimara el jardín. Recuerdo que sentí pena por él, poniéndome a la defensiva, porque, con tantos días como había para mostrar su hermoso jardín trasero a los vecinos y amigos, aquel día no presentaba el grado de perfección al que el abuelo aspiraba. Poco le habría importado no estar presente. No le gustaba mucho hablar, pero al menos se habría encargado de ofrecer una espléndida presentación y después se habría esfumado para escuchar los elogios desde algún rincón, lejos de todos, tal vez en el piso de arriba con la ventana abierta. Habría fingido que le tenían sin cuidado los halagos, pero no sería verdad, y en el rostro luciría una sonrisa de satisfacción a juego con las rodillas manchadas de hierba y las uñas negras. Alguien, una señora anciana que apretaba con fuerza las cuentas de un rosario, dijo que sentía su presencia en el jardín, pero yo no la percibía. Estaba segura de que el abuelo no se encontraba allí. Le habría molestado tanto el aspecto de su jardín que no lo habría soportado.

La abuela rompía los silencios con frases como «Sus girasoles florecen de maravilla, Dios lo tenga en su gloria» o «No llegó a ver sus petunias en flor». A lo que el sabelotodo de mi primo Kevin respondía mascullando: «Sí, ahora su cuerpo sirve para abonarlas.»

Todos reían por lo bajo; todo el mundo se reía siempre de las cosas que decía Kevin, porque Kevin era guay, porque Kevin era el mayor, me llevaba cinco años y con sus estupendos diez decía cosas malvadas y crueles que ninguno de los demás nos atrevíamos a decir. Aunque no lo encontráramos divertido nos constaba que más valía reír, porque de lo contrario no tardaría en convertirnos en blanco de su crueldad, que fue lo que hizo conmigo aquel día. En aquella ocasión excepcional no me pareció divertido que el cuerpo del abuelo estuviera bajo tierra, ayudando a crecer a sus petunias, y tampoco me pareció una señal de crueldad. Vi una especie de belleza en esa imagen, una plenitud y justicia encantadoras. Aquello era exactamente lo que más le habría gustado al abuelo, ahora que sus dedos, largos y gruesos como salchichas, ya no podían contribuir a la floración del hermoso jardín que constituía el centro de su universo.

Fue el amor del abuelo por la jardinería la razón de que me pusieran de nombre Jasmine. Fue lo que le llevó a mi madre cuando la visitó en el hospital el día que nací: un ramo de flores arrancadas del emparrado que él mismo había hecho y pintado de rojo y que cubría la sombría fachada posterior, envueltas con papel de periódico y cordel marrón, con la tinta del críptico crucigrama a medio terminar del Irish Times corrida por el agua de lluvia que cubría los tallos. No se trataba del jazmín de verano que todos hemos olido en carísimas vela

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