El lago de los sueños (Friday Harbor 3)

Lisa Kleypas

Fragmento

Creditos

Título original: Dream Lake

Traducción: Paula Vicens

1.ª edición: noviembre 2012

© 2012 by Lisa Kleypas

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B.22787-2012

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-282-5

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Contenido

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Epílogo

Notas

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El fantasma había intentado en numerosas ocasiones abandonar la casa, pero le resultaba imposible. Cada vez que se acercaba a la puerta principal o se asomaba a una ventana, desaparecía; todo cuanto era se desvanecía como la neblina en el aire. Lo inquietaba no ser algún día capaz de adquirir forma nuevamente. Se preguntaba si estar allí atrapado era el castigo por un pasado que no recordaba... y, en tal caso, ¿cuánto iba a durar?

La casa, de estilo victoriano, se encontraba al final de Rainshadow Road, asomada a la bahía de False, como una mujer tímida esperando sola en un baile. La pintura de los listones había sufrido el efecto de las inclemencias del aire marino y su interior estaba en un estado lamentable tras una sucesión de inquilinos descuidados. Habían forrado los suelos originales de parqué con una moqueta de mala calidad y dividido las habitaciones con tabiques de aglomerado recubiertos por una docena de capas de pintura barata.

El fantasma había observado aves marinas por las ventanas: correlimos, pitiamarillos, chorlitos cenicientos y zarapitos trinadores que se lanzaban en picado sobre la abundante comida de las marismas en los amaneceres pajizos. Por la noche miraba fijamente las estrellas y los cometas y la luna entre las nubes, y algunas veces veía la aurora boreal danzando en el horizonte.

No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba en la casa. Sin latidos del corazón para contar los segundos, el tiempo era intemporal. Se había encontrado allí un día, sin nombre, sin cuerpo, y sin saber quién era. No sabía cómo había muerto, ni dónde, ni por qué. Sin embargo, unos cuantos recuerdos pugnaban por materializarse al borde de su conciencia. Estaba seguro de que había vivido en el archipiélago de San Juan durante un tiempo. Suponía que había sido barquero o pescador. Cuando contemplaba la bahía recordaba cosas sobre el agua que había más allá de la orilla: los canales entre las islas de San Juan, los angostos estrechos de Vancouver. Conocía la silueta sinuosa del estrecho de Puget, el modo en que por sus ensenadas en forma de diente de dragón se llegaba a Olympia.

También sabía muchas canciones y rimas y poemas. Cuando el silencio le resultaba demasiado insoportable, cantaba para sí mientras recorría las habitaciones vacías: «Every time it rains, it rains pennies from heaven...» o «I like bananas, because they have no bones...» y «We’ll meet again, don’t know where, don’t know when, but I know we’ll meet again, some sunny day...»

Ansiaba comunicarse con cualquier criatura. Pasaba desapercibido incluso a los insectos que se escabullían por el suelo. Estaba sediento por conocer lo que fuera de quien fuese, desesperado por recordar a alguien a quien hubiera conocido. Pero no tendría acceso a aquellos recuerdos hasta el misterioso día en que le fuera revelado su destino por fin.

Una mañana, llegó gente a ver la casa.

Electrizado, el fantasma vio acercarse un coche. Las ruedas aplastaban los hierbajos del camino sin asfaltar. El vehículo se detuvo y se apearon de él dos personas, un joven moreno y una mujer de más edad, con vaqueros, zapatos planos y una chaqueta rosa.

—Todavía no me creo que me lo haya dejado a mí —decía—. Mi primo la compró en los años setenta. Su intención era arreglarla y venderla, pero nunca llegó a hacerlo. El valor de esto se limita al terreno. Tendrás que derribar la casa, de eso no cabe duda.

—¿Has calculado lo que cuesta?

—¿Lo que vale el terreno?

—No. Lo que costaría restaurar la casa.

—¡Dios mío, no! La estructura está dañada. Habría que reconstruirla por entero.

El joven miraba el edificio fascinado.

—Me gustaría echar un vistazo al interior.

La mujer frunció el ceño y la frente se le arrugó mucho.

—¡Por favor, Sam! No es seguro entrar, créeme.

—Tendré cuidado.

—No quiero asumir la responsabilidad si te lastimas. ¿Y si se hunde el suelo o se te cae una viga encima? Eso por no hablar de los bichos que...

—No me ocurrirá nada —le dijo zalamero—. Cinco minutos. Solo quiero echar un vistazo.

—Está claro que no debería permitírtelo.

Sam le dedicó una sonrisa encantadora.

—Pero lo harás. Porque eres incapaz de negarme nada.

La mujer intentaba parecer severa, pero se le escapó una sonrisa.

«Así era yo», pensó el fantasma, sorprendido. Lo asaltaron fugaces recuerdos de antiguos flirteos y veladas en porches delanteros. Sabía cómo engatusar a las mujeres, ya fueran jóvenes o mayores, cómo hacerlas reír. Había besado muchachas de aliento dulce, con maquillaje perfumado en el cuello y

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