1.ª edición: marzo, 2016
© 2016 by Elizabeth Urian
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-397-1
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Para María, por tus ideas y sugerencias,
por ser un hada madrina, pero sobre todo,
gracias por tu sentido del humor.
Alba, eres toda alegría y luz.
Te queremos con todo nuestro corazón.
Contenido
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Epílogo
Notas de las autoras
1
Inglaterra, 1875.
Estaba cansada y hacía frío, pero no el suficiente como para impedirle un paseo que venía postergando. Habían sido dos días de limpieza exhaustiva y acondicionamiento de la vivienda, sin contar los preparativos previos desde su Londres natal.
No era ni media mañana cuando, sin pensarlo demasiado, había cogido guantes, sombrero y una pieza de abrigo para deslizarse de forma furtiva por la casa con intención de escapar.
Se giró cuando ya se había alejado unos metros y miró lo que a partir de ese momento sería su nuevo hogar. Por supuesto, solo se veían las ventanas de la fachada posterior, todas abiertas para impedir la acumulación del polvo que provocaba el carpintero. Incluso desde allí se podían oír con claridad los rítmicos golpes del martillo con el fin de reparar las viejas contraventanas.
Se sentía un poco culpable por dejar a los demás trabajando, pero necesitaba un respiro y tenía curiosidad por saber a dónde la conduciría el pequeño camino —apenas visible— que se adentraba en el bosque que tenía delante. No es que estuviera viviendo en medio de la nada. Se había trasladado al condado de Buckingham, justo a las afueras de Greenville, una pequeña población muy alejada de la ajetreada y bulliciosa ciudad. Creía haber hecho lo mejor cuando había tomado la decisión de vivir en un lugar rodeado de bosques, campos de cultivo y tranquilidad.
Se alejó camino adentro tomando la precaución de no salirse de él. No conocía esos parajes y no deseaba perderse, si bien sería gratificante encontrar un agradable lugar para poder sentarse y leer. En esta ocasión no traía un libro consigo, pero ya imaginaba un soleado lugar en el que poder dejar correr el tiempo y disfrutar así de un agradable momento de lectura.
El bosque en sí no era frondoso, pero dotaba de intimidad suficiente y no le llegaban otros sonidos que no fueran los pájaros. Esperaba que si tenía dueño no fuera a encontrárselo. No creía estar haciendo nada malo, aunque nunca se sabía. Su pequeñísima propiedad —que solo constaba de una casa de dos plantas, un jardín minúsculo y unos parterres justo detrás— estaba al principio de dicho bosque, justo al lado del camino principal que conducía al pueblo. La propiedad vecina, según le habían informado, pertenecía al duque de Redwolf, pero el terreno era tan grande que la mansión era imposible de divisar, incluso desde las inmensas puertas de hierro que daban al camino y que había divisado el mismo día de su llegada.
«Quizás este bosque también le pertenezca a él», pensó con desánimo. Si le prohibían acceder por allí, no tendría más remedio que limitar sus paseos, lo cual no era lo que ella deseaba.
Se abrochó más el dolman cuando una ráfaga inesperada de aire helado la sacudió. Aunque lucía una agradable y despejada mañana, las copas de los árboles impedían que el sol calentara como lo haría si estuviera al descubierto. Por un momento se observó los guantes —de un gris oscuro—, del mismo color que la prenda que la abrigaba. Sabía que no representaba el epítome de la elegancia, pero cuando los compró no pensó en ello. Llevaba demasiado tiempo sin pensar en sus propias necesidades y se recordó que seguía siendo joven y que el periodo de luto ya había pasado, por lo que se había prometido renovar su vestuario en cuanto estuviera instalada.
Pensar en ello le produjo tristeza, como no podía ser de otro modo. Habían transcurrido dos años desde la muerte de su padre y todavía le sobrevenían lágrimas cada vez que pensaba en él. No obstante, como en cada ocasión que experimentaba eso, una primigenia sensación de libertad la recorría haciéndola sentir culpable.
Durante cinco años había cuidado de él y solo ahora era posible poder encaminar su vida hacia un futuro más o menos agradable. A sus veinticuatro años ya podía calificársela como una solterona, pero mantenía la esperanza de encontrar algún viudo con hijos lo suficientemente agradable como para plantearse una vida a su lado. Atrás habían quedado sus sueños y esperanzas. Solo el presente determinaba qué clase de futuro iba a tener.
En su recién estrenada juventud había estado ansiosa porque llegara su presentación; el acontecimiento más esperado por ella y sus amigas. Y un mes antes, cuando ya tenía en casa su precioso vestido de seda, tuvo lugar el terrible suceso: Arthur Blake sufrió un accidente de carruaje mientras volvía a casa de uno de sus viajes de negocios. Al parecer se encontraron con otro vehículo que avanzaba en sentido contrario, a toda velocidad y sin disminuir un ápice. Las autoridades le dijeron que, al pasar uno junto al otro se produjo un choque, con el inmediato vuelco de ambos. El cochero murió en el acto y su padre quedó atrapado dentro durante varias horas, las que tardaron en sacarle. Las semanas siguientes fueron desesperantes. A pesar de no mostrar lesiones visibles como brazos o piernas quebradas, estaba claro que Arthur Blake estaba roto por dentro. Los médicos hicieron cuanto pudieron —que no era mucho— salvo paliar el dolor. Su presencia se demostró como algo irrelevante cuando comprobaron que el accidentado no podía moverse de cuello para abajo. A partir de ahí empezó su calvario; para ambos. Era huérfana de madre y no tenían ningún pariente cercano al que pedirle ayuda. Solo estaban ellos dos. De golpe tuvo que madurar, olvidando todo lo relacionado con bailes, hombres, salidas y demás frivolidades. También dejar en manos del administrador los asuntos financieros. Mientras tanto, ella se dedicó a su padre y olvidó todo lo demás.
Sacudió la cabeza en un intento de desprenderse de tales pensamientos. El pasado comenzaba a quedar en el olvido y trataba de encarar el futuro sin demasiadas expectativas. Por fin era dueña de su propio destino.
Se paró de golpe en cuando se dio cuenta del claro al que había llegado. No debía haber andado mucho, pero de pronto se hallaba ante una casita, si podía calificarse como tal, vieja y nada bonita. Se quedó quieta unos instantes tratando de decidir qué hacer. Por su aspecto parecía abandonada. Solo tenía una planta y estaba hecha de madera. Observaba dos ventanas por las que, desde allí, no se distinguía luz alguna.
Si vivía alguien debía de ser muy pobre, pensó.
Con una curiosidad casi infantil se acercó con precaución para echarle una ojeada.
Rodeó un árbol para tratar de discernir si en verdad el lugar estaba vacío, pero desde allí no se veía nada extraño. Seguían oyéndose los mismos trinos que antes y su respiración un tanto acelerada. Se mantuvo alejada de la puerta y rodeó la casa por detrás del establo, confirmando que no había otra salida ni ventana que las que había visto en la fachada. Cuando estuvo otra vez delante observó que la puerta seguía estando cerrada.
«¿Qué creías?», se amonestó. En su imaginación había conjurado la aparición sorpresa de alguien inesperado.
Con cuidado se acercó a la ventana que estaba más cerca. Parecía algo sucia, pero no creía que le impidiese divisar el interior. Sin apoyar las manos en la pared las utilizó para ponerlas a cada lado de los ojos y así eliminar el resplandor que le impediría ver lo que la oscuridad de dentro escondía. Cuando su nariz estaba a escasos milímetros del cristal, un rostro inesperado surgió del otro lado.
—¡Ah! —gritó por la sorpresa y se echó para atrás con rapidez.
Con bastante torpeza contempló horrorizada la casita mientras su cerebro se movía a toda velocidad. ¡Había alguien! Mortificada y asustada a la vez, se precipitó a la carrera por donde había venido. A su espalda oyó con claridad cómo la puerta se abría y dotó de más potencia a sus piernas entorpecidas.
—¡Espere!
Oyó una voz masculina.
Sabía que la llamaban a ella, pero podían más la vergüenza y el escarnio por haber sido sorprendida fisgando que el sentido común. Aceleró más, si cabe, el trote.
Por un momento pensó que conseguiría alejarse con la suficiente rapidez para que el desconocido no la atrapara, pero sus piernas se enredaron con el vestido en el momento exacto en que una piedra, en apariencia inofensiva, hacía el resto.
Cayó de bruces cuan larga era y por un instante perdió el conocimiento.
—¿Se encuentra bien? —Acto seguido la misma voz estaba encima de ella.
Ella solo veía estrellas. Desorientada, se dejó incorporar a medias.
—¿Señora? —Una pausa—. ¿Está bien? Respóndame.
Unas manos la sostuvieron y la mantuvieron sentada en el suelo al tiempo que le daban ligeras palmadas en la mejilla. Con los ojos cerrados por el aturdimiento tuvo la asombrosa sensación de estar flotando como una nube, hasta que esos dedos frescos tocaron su frente y entreabrió las pestañas para observar al ser más angelical que había visto nunca.
Su corazón se detuvo. Unos ojos verdes, que la miraban llenos de preocupación, le traspasaron el alma en un lugar que ni sabía que existía. Su cabello claro, similar al color del trigo, enmarcaba una frente ancha y llena de arruguitas que ella desearía poder alisar con besos.
—Mi ángel guardián —susurró, creyéndose en medio de un ensueño.
—Creo que se ha dado un golpe, señora…—. Esta vez, el hombre titubeó al dirigirse a ella cuando observó la ausencia de alianza en su dedo anular—. ¿Cuántos dedos cuenta? — Puso tres de ellos delante de sus ojos para tratar de discernir si sufría una fuerte conmoción.
Mientras, Ayleen solo sonreía medio atontada. No alcanzaba a comprender lo que ese ángel maravilloso trataba de decirle. Envuelto en un halo sobrenatural pensó que era lo más hermoso que había visto jamás, por lo que alzó una mano y la posó en su fresca mejilla. No vio el gesto de sorpresa ni el desconcierto que esa caricia impropia produjo en el desconocido, así que, todavía presa de una extraña confusión, movió la mano hacia esa boca y deslizó uno de sus dedos por el contorno.
El hombre, turbado como nunca y sin pararse a reflexionar, besó ese dedo.
Ella, presa de lo que podía calificarse como un estado de aturdimiento febril, hizo algo absurdo y loco: se estiró para inclinar un poco la cabeza y le besó en los labios.
Él, por su parte, sucumbió a esa inesperada enajenación pasajera y le correspondió, pero lejos de detenerse en un simple roce de labios, entreabrió los suyos y lo convirtió en un apasionado frenesí.
Abrieron sus bocas y se devoraron bajo el manto de la calma de los árboles y arrullados por los rayos de luz que caían sobre sus cabezas, confiriendo al momento una magia visceral imposible de repetir.
Solo cuando una perturbadora lengua pugnaba por invadir los húmedos secretos de su boca, el estupor en la que se hallaba desapareció de golpe. Abrió los ojos cuando se vio aprisionada entre dos fuertes brazos masculinos y soltó un grito que habría podido oírse a varias millas a la redonda si no fuera porque le salió amortiguado. Todavía sentada en el suelo luchó por liberarse e intentó levantarse, pero solo consiguió hacerlo a trompicones. Como pudo se puso de pie y buscó desesperada con qué defenderse. Solo encontró una ridícula ramita que no hubiera asustado ni al más temeroso de los niños.
—¡Largo, bellaco! —amenazó con la rama a modo de espada—. Avisaré a las autoridades si no se aleja.
El extraño se levantó también, se sacudió la tierra de los pantalones y le tendió la mano.
—Deje que le explique…
—¡No! ¡Aléjese, aprovechado! —La voz le salió estrangulada y con claros signos de nerviosismo.
—¿Aprovechado? —Por unos instantes, el hombre pareció olvidar la preocupación que ella le había inspirado momentos antes y se irguió de pura indignación—. Ha sido usted la que me ha besado primero.
Ajena a ese recuerdo abrió los ojos como platos y se sulfuró.
—¿Yo? —Blandió la ramita en gesto amenazante—. Usted es un vil malhechor que ha aprovechado para intentar deshonrarme.
El hombre no pudo creer lo que oía. ¡Pero si había sido ella!
—¡Yo solo pretendía ayudarla! —exclamó.
—¡Pues vaya forma de hacerlo! —Todavía podía notar el sabor salado de sus labios y el cálido aroma de su respiración. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para borrarlo de su mente y centrarse.
—Si no hubiera estado acechando por fuera de la casita… —apuntó él.
—¡Acechando! —se indignó. Que fuera un fiel reflejo de la realidad no lo hacía más soportable. Era mejor escudarse en el enfado—. Yo no tengo la culpa de que esté… —alzó la mano señalándola y sin saber qué decir—, ahí en medio.
—Solo me faltaba eso, echarle la culpa a la casa. —No comprendía la actitud de ella—. Por lo menos admita que se acercó a fisgonear.
Las mejillas le ardieron de pura vergüenza, aunque ni por todo el oro del mundo iba a admitir semejante cosa delante de ese… de ese depravado violador de mujeres.
—Yo no voy a admitir nada, sucio patán.
Lo miró de nuevo. De sucio no tenía nada. No sabía qué atolondramiento se había apoderado de ella para llegar a compararlo con un ángel, pues en esos momentos parecía del todo terrenal con sus pantalones de montar ajustados, sus botas negras y su camisa blanca. No llevaba chaqueta, por lo que debía de tenerla en alguna parte de esa lóbrega morada. Su turbia mirada difería mucho de la que correspondería a un enviado alado, pero el cosquilleo que sentía en el estómago solo con mirarle le advertía que no le era tan indiferente como quería aparentar.
—Y encima me insulta —replicó este adelantándose dos pasos.
—¡Alto! —Su miedo se acentuó y la hizo olvidar sus ensoñaciones, por lo que miró a su espalda, hacia el camino por el que había venido tan tranquila. Con la decisión tomada tiró la ramita al suelo, se recogió las faldas lo máximo que la decencia le permitía y echó a correr.
—¡Espere!
Ella no hizo ni caso y casi voló de lo rápido que iba. El camino le resultaba demasiado arduo y largo. Hubo un momento en que tuvo que detenerse para recuperar el aire. Miró alrededor en busca de su perseguidor, pero solo se oía su agitada respiración y el dulce piar de los pájaros.
¿Estaría al acecho para saltar sobre ella al menor movimiento? Al instante se dijo que eso no tenía sentido, por lo que se permitió relajarse un tanto. De todas formas, tenía que volver. El sol no tardaría en llegar a su cénit, lo que le indicaba que había pasado más de una hora fuera de casa. No se había dado cuenta de lo mucho que se había entretenido, así que se enderezó el sombrero, que colgaba a su espalda sujeto todavía por la cinta color crema, y se lo colocó después de retocarse el cabello. Ignoró por completo la repentina visión que le sobrevino.
Su primer beso… Se tocó sin querer los labios y sacudió la cabeza en cuanto la parte trasera de su casa se vislumbró. Soltó un suspiro de alivio y entró por detrás sin encontrar a nadie a su paso. Pretendía que ese episodio que acababa de vivir quedara en el olvido. Ella se encargaría de eso.
***
—¡Maldición! –—exclamó. Llevaba toda la tarde con esos malditos números que se negaban a cuadrar.
Se pasó la mano por el cabello con gesto de fastidio. Tim, su secretario, había estado toda la semana enfermo y él no era capaz de encontrar los papeles que faltaban. Desde media tarde la frustración se había apoderado de él y no le había abandonado. A pesar de ser un trabajo que le gustaba y que se le daba bien, había veces en las que las cuentas lo superaban. Y precisamente era una de esas veces.
Si no terminaba pronto se volvería loco.
Jason nació como el segundo hijo del duque de Redwolf. Por ello, desde muy temprana edad tuvo muy claro que debía encauzar su vida aprovechando cada una de sus habilidades. Como su facilidad con los números no era su única aptitud, decidió explotar su otro talento, o al menos lo hizo su padre por él. Demostró que era hábil a la hora de intervenir en la resolución de conflictos de toda clase relacionados con las propiedades, los trabajadores... Incluso tenía una cualidad única para prevenir situaciones potencialmente conflictivas, por lo que su padre lo instó a estudiar leyes.
Al final no llegó a ejercer de ello ya que, como buen amante de la vida sencilla, prefería encargarse de la administración de las fincas ducales. Persuadió a su padre, que aceptó no del todo convencido, y lo puso a trabajar junto a su administrador de entonces. Eso supuso un reto, pero demostró con creces su valía. Al morir su progenitor, su hermano Ashton siguió confiando en él para el puesto y ya hacía un año que llevaba todo el peso de su cargo. Desde entonces lo ayudaba a engrosar las arcas de los Morton.
Tenía la cabeza enterrada entre los libros y papeles cuando oyó que llamaban a la puerta.
—¡Adelante!
Una doncella asomó la cabeza.
—Lord Jason, Su Excelencia me manda para decirle que lo esperan para cenar.
—¿Ya es la hora? —murmuró extrañado. Le sorprendía la facilidad con la que se abstraía. La tarde le había pasado volando—. Enseguida voy.
Se levantó de la silla y estiró los músculos de su cuerpo. Hubiera debido refrescarse antes, pero su esposa y Ashton le esperaban, así que tomó la chaqueta del respaldo, se la puso y se dirigió al comedor.
Cuando llegó, los dos estaban tan enfrascados en una conversación que no notaron su presencia. Se los quedó observando durante unos segundos antes de interrumpirles.
—¿Alguien me reclamaba?
Ambos se dieron la vuelta sorprendidos.
—Jason, querido, no te oímos llegar. —Su esposa le sonrió.
Se dirigió hacia los grandes ventanales donde estaban ellos. A su derecha, el fuego ardía en la chimenea. Sabía cuánto odiaba su esposa el frío. El verano era su estación favorita, ya que el calor la hacía florecer.
Se acercó a ella y le dio un suave apretón en el brazo junto con un casto beso en la mejilla.
Johana Morton, su esposa, era una beldad calificada por todos como clásica. Su etérea apariencia y su digna belleza era lo que más llamaba la atención de ella, pero no lo único. Poseía unos profundos ojos azules que destacaban en su piel de porcelana, cuyas imperfecciones eran invisibles al ojo humano. Su cabello dorado, siempre brillante y perfecto, no hacía más que añadirle encanto y finura a su apariencia, complementada, cómo no, por una figura estilizada aderezada por un vestuario muy a la moda, pero decoroso.
Era el sueño de cualquier hombre.
—¿Ha sido productiva la tarde? —indagó Ashton, obligándole a dejar de admirar a Johana.
Jason lo miró y esbozó una sonrisa irónica.
—¿Productiva? Si quieres verlo de ese modo… Lo más que puedo decirte es que doy gracias porque Tim vuelve mañana.
—Eso te pasa por insistir en hacerlo tú solo —le indicó Johana en tono crítico. Acto seguido volvió a dulcificar su expresión.
—Estoy de acuerdo —concedió Ashton—. Eres un cabezota; siempre pretendes cargar con todo el peso del trabajo.
—¡Bueno, bueno, bueno! —Alzó las manos en señal de rendición—. Ni que fuerais un pelotón de fusilamiento.
—Eres un payaso —replicó su hermano mayor—. Pasemos al comedor; estoy hambriento.
—Amén.
Durante la cena los hermanos se pusieron al día mientras Johana comía en silencio, escuchándolos. No le gustaba interrumpirlos cuando hablaban de negocios, lo cual ocurría muy a menudo. Sabía tan poco de inversiones y de dividendos que se sentiría como una estúpida si debiera dar su opinión.
Estaban sirviendo una apetitosa tarta de manzana cuando Jason se dirigió a su esposa.
—¿Has ido al pueblo a encargar el libro del que me hablaste anoche? —le preguntó, centrando toda su atención en ella.
—Sí. También he aprovechado para hablar con el párroco sobre la recolecta de ropa usada para los pobres. —Tomó una cucharada del delicioso postre y continuó hablando—. La señora Haggens también estaba allí…
—La temible señora Haggens —la interrumpió Jason con un deje de burla.
—No seas tan grosero —lo amonestó ella al instante—. Es una gran dama que...
—«Gran» es la palabra —volvió a interrumpirla, ganándose una mirada de reprobación por parte de ambos comensales.
—Como decía… —continuó esta—. Henrietta es una buena persona y un pilar de la comunidad. —Miró en dirección a su esposo esperando una réplica, pero Jason, prudente, prefirió no hacer comentarios—. Puede que a veces avasalle un poco —dudó al pronunciar esas palabras, ya que no le gustaba hablar mal de nadie—, pero lo hace con la mejor de las intenciones.
—No cabe duda —sentenció Ashton, que hasta entonces no había dicho nada—. Lo que ocurre es que a veces se excede.
Johana recordó de pronto su vuelta a casa y no pudo evitar poner al corriente a los dos hermanos Morton.
—Hoy me detuve en el antiguo hogar de la familia Briston. —Se limpió los labios con delicadeza—. Se estaba instalando la nueva propietaria, así que no pude resistirme y decidí presentar mis respetos —confesó con cierta culpabilidad, puesto que había sido demasiado impetuosa.
—¿Ya han ocupado la casa? —Jason mostró interés. Sin embargo, Ashton pareció confundido. Apoyó la cucharilla sobre el borde del plato y lanzó una solemne mirada.
—¿De qué estáis hablando?
Jason lo observó, perplejo. Era extraño que no se hubiera enterado.
—¿No sabías que habían comprado la propiedad de los Briston?
—No, no tenía ni idea. —Arrugó el entrecejo, pensando.
—¿Cómo puede ser? —quiso saber su cuñada. Era extraño; pocas cosas se le escapaban al duque de Redwolf.
Este adoptó una actitud algo pomposa. Solía hacerlo cuando se sentía incómodo.
—Tengo asuntos más importantes a los que dedicar mi atención.
Después de unos segundos de silencio, Johana siguió hablando.
—Pues bien, para vuestra información, he de deciros que la casita la compró una joven venida de Londres: la señorita Blake. Según tengo entendido, su padre murió hace poco y, como ya era huérfana de madre, se quedó sola en el mundo.
—¿Y ha venido aquí para vivir con sus tutores? —preguntó Ashton.
—¿Tutores? —se extrañó—. No, no. Por lo que he podido comprobar es una señorita de edad avanzada, yo le calculo… hummm, no sé, un poco mayor que yo, aunque no demasiado.
—Deduzco por lo de «señorita» que la joven no está casada. Una solterona, vaya.
—Es cierto. Al parecer se ha pasado muchos años cuidando de su padre. —Se encogió de hombros—. Al menos es lo que se comentó el sábado en la reunión del té.
—¿Cómo es? —preguntó Jason con curiosidad—. De aspecto, me refiero.
Johana procedió a hablarles de su mediana estatura, su cobrizo cabello y su bonita sonrisa. Esa descripción podía corresponder a cualquiera, pero uno de los dos hermanos se tensó ante ella.
—Entonces, ¿vivirá sola? —insistió el Duque con seriedad.
—Eso parece. Su condición de solterona no la obliga a tener acompañante.
—Ni la exime de ello —acotó Ashton.
—No seas anticuado —le reprendió Jason.
—No era mi intención criticarla, pero dadas las convenciones sociales imperantes, no habría estado de más traer una dama de compañía consigo.
—Eso no es tan importante como saber la clase de persona que es —aclaró Johana—. Por eso el club de las damas del té hemos decidido invitarla a una de nuestras reuniones. Así la conoceremos mejor y todos dejaremos de especular.
—Pues me da pena la señorita —terció su esposo al escucharla.
—¡Jason! No deberías mostrarte tan desagradable. ¿Desde cuándo desapruebas a esas damas?
—Desde que las conozco —replicó con socarronería—. No obstante, para tu tranquilidad, te diré que solo me desagradan unas pocas.
A pesar suyo, Ashton esbozó una sonrisa. A veces le gustaba el humor directo e irreverente de su hermano menor.
—Me imagino a lady Strimble mirando a la señorita Blake con desprecio porque carece de título o alguna otra bobada parecida —continuó el menor de los Morton—, pues está claro que la sentirá inferior. Luego, Henrietta, acribillándola a preguntas y organizando su vida. La señora Smith la considerará una rival en la búsqueda de marido para sus hijas, mientras estas últimas la atosigarán con consejos inútiles sobre el bordado. En cuanto a la esposa del médico…
—Vaya, no sabía que opinabas así de nosotras —le interrumpió ella, algo molesta.
—Tu marido no quiere menospreciarte —intervino Ashton—, pero debes admitir que en vuestras reuniones, esas mujeres pueden llegar a ser tan mortíferas como una avalancha. Eso puede confundir a la muchacha.
—No puedo creer lo que oigo. ¿Acaso estáis allí con nosotras? De ese club y de esas mujeres salen muchas ideas para ayudar a las familias más pobres.
Los hermanos se miraron y asintieron, dándole la razón. Convinieron, sin tan siquiera hablarlo, que era mejor zanjar el tema. A partir de ahí se dedicaron a conversar de banalidades.
Unas horas más tarde, acostado en la cama, el hombre no dejaba de dar vueltas a la descripción de la nueva vecina. No se la había podido sacar de la cabeza en todo el día y se sentía desasosegado.
No sabía cómo la situación se le había escapado de las manos. Él no la había provocado para que lo besase, pero tampoco habría debido responder. Estaba mal y era un comportamiento condenable. No obstante, eso no era lo más preocupante. Por mucho que se esforzara, no conseguía olvidar el estremecimiento que la unión de sus lenguas había producido en el centro de su estómago. Tampoco la excitación que, todavía ahora, lo recorría al recordarlo. Incluso sin intentarlo siquiera, el camino que su dedo había trazado sobre sus labios se había marcado a fuego en su piel. Y nada que decir de su sabor, el cual todavía paladeaba. Inaudito y a la vez tan asombroso. ¿Acaso se había trastocado?
Por primera vez en mucho tiempo rezó para que la señorita Blake no fuera la mujer que había besado en el claro.
En ese caso iba a tener muchos problemas.
2
—¿A quién nos trae esta tarde, querida? —exclamó la anfitriona acercándose con familiaridad a lady Johana Morton, la cuñada del duque de Redwolf.
Aquella reunión entre las damas más prominentes de la zona era un evento importante para Ayleen: era una oportunidad para comenzar de cero, para relacionarse y para hacer nuevas amistades. Sin embargo, no podía evitar sentir nervios en el estómago; no en vano había estado durante años prácticamente aislada de la sociedad. Temía haber perdido el arte de la conversación.
Por suerte, lady Johana Morton se había ofrecido a llevarla y acompañarla hasta la casa de la señora Haggens, el lugar en donde se celebraría la merienda. Ayleen estaba encantada porque una dama tan hermosa y educada hubiera decidido hacerle las cosas más fáciles.
—Señora Haggens, déjeme presentarle a la señorita Blake, mi nueva vecina. —El tono de la aludida se había vuelto ceremonioso de repente.
—¡Oh! —exclamó la mujer con una inusitada ilusión—. Es un placer tenerla aquí con nosotras. —Apretó su mano en un gesto de entusiasmo—. Mi nombre es Henrietta, querida, y espero que a partir de ahora me llame así.
Ayleen se fijó bien en ella. Ni una hebra blanca poblaba esa espesa cabellera negra que, por alguna razón, se mantenía incólume al paso del tiempo. Aun así, le calculó unos sesenta años. La señora destacaba entre cualquiera por su corta estatura y las grandes dimensiones de su cuerpo. También ayudaba el vestido rojo anaranjado que lucía, de evidente buena calidad, y que complementaba con varios collares negros. La enorme sonrisa, carente de toda artificiosidad, junto con una irradiante vitalidad, logró menguar el nerviosismo que no la había abandonado desde el día anterior.
—Gracias —logró decir Ayleen, no sin cierta timidez, antes de que tirara de ella con fuerza y la acercara a las demás invitadas que poblaban el salón.
—Siempre es maravilloso conocer a alguien nuevo. Deje que le presente a todas y cada una de las damas.
Sin poder abrir la boca ni musitar un mínimo saludo, no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por ella y seguirla, pues desbordaba tanto entusiasmo que era imposible hacer otra cosa.
Cuando la sentó a su lado, en el lugar vacío que quedaba en un sofá, lo primero que hizo fue entregarle una taza de té. Sin darle tiempo a musitar unas palabras de agradecimiento, acto seguido pasó a presentar a aquellas desconocidas.
Lady Strimble fue la primera. Una señora de edad indefinida que respondió a su presentación con un seco saludo. Eso no hizo más que reafirmar su agria cara llena de arrugas y exceso de polvos blancos. Además, parecía como si acabara de comer un limón.
De buenas a primeras, no parecía ser una persona demasiado amistosa.
—Lady Strimble es un miembro muy respetable de esta comunidad —explicó la anfitriona—. Es la esposa del vizconde Strimble, un hombre al que vemos poco por lo ocupado que está.
¿Notaba en sus palabras un deje sarcástico? Ayleen no podía estar segura, ya que las demás no reaccionaron. Se limitó a asentir mientras la atención de la señora Haggens se centraba en una joven alta y delgada, con una barriga que indicaba sin género de dudas su avanzado estado de gestación.
—La señora Laurens es la esposa del médico —procedió a explicar.
La dama en cuestión sonrió con timidez. Se la consideraría guapa si no fuera por esa nariz tan alargada y puntiaguda. Mientras la veía tomar el té, no pudo evitar tener la sensación de que el apéndice le dificultaba la tarea, interponiéndose.
—Y aquí tenemos a la señora Smith y sus adorables hijas: Violet y Jazmin. —Las tres se levantaron para obsequiarla con una gran reverencia.
Se veían muy solemnes con su regio y rígido saludo. Ayleen creía que en el campo todo sería menos formal, pero al parecer se equivocaba. Les correspondió como pudo, pero le salió algo torpe y desmañado por la falta de práctica.
La señora Smith era una mujer algo baja y poseía un rostro redondeado. Todavía conservaba en su pelo vestigios del dorado de antaño y sus ojos claros eran tan expresivos como sus grandes manos, todas llenas de anillos que lanzaban destellos cuando se topaban con un halo de luz. En cuanto a las hijas, se podría decir que Jazmin era la versión joven de su progenitora. De corta estatura y expresivos ojos verdes contrastaba con la esbeltez y altura de Violet, una guapa pelirroja de ojos profundos y oscuros. Suponía, aun sin conocer al padre, que esta última se parecía más a él. Era una pena, no obstante, que siendo guapas, las más jóvenes lucieran vestidos en tonos tan claros que lo único que conseguían era acentuar su palidez. Además, los tirabuzones de su pelo habían sido recogidos con lazos del mismo color que su atuendo, lo que les daba un aire demasiado infantil para que nadie, preferiblemente un hombre, las tomara en serio.
Acto seguido se reprochó esa actitud criticona. ¿Qué sabía ella de las preferencias de los hombres, si no tenía tratos con ellos? Por lo menos no con solteros en edad casadera.
Y tras aquel pensamiento no pudo evitar revivir el beso de aquel infame desconocido que había conseguido desbocar su corazón. El muy bribón se colaba en sus sueños y capturaba sus pensamientos con demasiada frecuencia. Debería sentirse furiosa y ultrajada… Y lo estaba. ¿Entonces por qué una parte de ella lo recordaba como parte de una fantasía?
Era una tonta por haberlo confundido con un ángel.
—Queridas amigas —Henrietta se dirigió a la señora Smith y sus hijas, logrando que Ayleen dejara de fantasear—, vuestra reverencia haría palidecer a la de la mismísima reina Victoria.
La señora Smith hinchó el pecho con orgullo.
—Siempre he creído que seguir el protocolo es la mejor forma de educar a las jovencitas —expuso con toda la pompa posible.
—Espero que ese mismo protocolo la ayude a casar a sus hijas —soltó en tono mordaz lady Strimble.
Ayleen se sorprendió por el inadecuado comentario. Ya había supuesto que la dama no tenía en el cuerpo un ápice de sensibilidad, pero si eso les decía a sus supuestas amigas, no quería ni pensar qué podría llegar a decirle a ella.
—No les haga caso, querida, y tomemos el té. —La señora Haggens le dio unos golpecitos en el dorso de la mano. Como pareció una orden, todas se lo tomaron como tal, así que las imitó.
Durante los minutos siguientes no se oyó ni una mosca en la sala, pero poco a poco cada una de ellas pasó a relatar alguna historia o anécdota que a Ayleen le era ajena. Instantes después todas debatían, juzgaban y chismorreaban.
De nuevo se sintió libre para volver a sus pensamientos más íntimos. Mientras charlaban con verdadera animación parecían haberla olvidado. Pudo comprobar que, a pesar de la diferencia de estatus social, con salvedad de las dos más jóvenes, todas se llamaban por el nombre de pila. En general, le complacía ver la familiaridad con la que se trataban, ya que eso hacía posible que, en un futuro no muy lejano, ella pudiera hacer lo mismo. Serían sus amigas.
—¿Se siente más cómoda ya? —le preguntó lady Johana, que parecía intuir su nerviosismo. Había hablado en voz baja para no interrumpir la diatriba de lady Strimble.
De hecho, ahora que lo pensaba bien, sí, se sentía mejor. Empezaba a familiarizarse con las mujeres presentes y con el entorno. Asintió. Parecía ser como si todas hubieran estado esperando ese