Compromiso de conveniencia

Amanda Quick

Fragmento

Creditos

Título original: Otherwise Engaged 

Traducción: Ana Isabel Domínguez Palomo y María del Mar Rogríguez Barrena

1.ª edición: abril 2016 

© Ediciones B, S. A., 2015 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-415-2

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. 

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Contenido
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compromiso

Para Frank, mi héroe romántico

de todos los tiempos

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1

—Señora, ¿por casualidad viaja usted en el Estrella del Norte?

Era una voz masculina, con acento británico, educada y cargada de algo que parecía dolor descarnado y consternación. Procedía de la entrada de un callejón cercano. Amity Doncaster se detuvo en seco.

Iba de camino al barco, con sus notas y sus bocetos de la isla guardados en el maletín.

—Sí, viajo en el Estrella del Norte —contestó ella.

No hizo el menor intento por aproximarse al callejón. Aunque no veía al hombre oculto entre las sombras, estaba bastante segura de que no era un pasajero del barco. Habría recordado esa voz tan seria y fascinante.

—Necesito que me haga un grandísimo favor —dijo el desconocido.

En ese mismo instante intuyó, sin error a equivocarse, que el hombre sufría un dolor tremendo. Tenía la sensación de que necesitaba de todas sus fuerzas solo para poder hablar.

Aunque claro, a lo largo de sus viajes se había topado con algunos actores fantásticos y no todos ellos se dedicaban a ese oficio de forma profesional. Algunos eran embaucadores y criminales con mucho talento.

Sin embargo, si el hombre estaba herido, no podía darle la espalda.

Bajó la sombrilla y sacó de la cadena de plata que llevaba en torno a la cintura el elegante abanico japonés fabricado expresamente para ella. El tessen estaba diseñado para parecer un abanico normal y corriente, pero con sus afiladas varillas de acero y su país metálico era, en realidad, un arma.

Tras aferrar el tessen cerrado, se acercó con recelo a la entrada del callejón. Había visto suficiente mundo como para recelar de un extraño que se dirigiera a ella desde las sombras. El hecho de que, en ese caso, el hombre hablara con un aristocrático acento inglés no garantizaba que no fuese un criminal. El Caribe estuvo en otro tiempo abarrotado de piratas y corsarios. La Marina Real y, más recientemente, la Armada de Estados Unidos habían eliminado dicha amenaza casi en su totalidad, pero no había solución permanente para el problema de los ladrones corrientes y los asaltantes. Había descubierto que eran tan omnipresentes en el mundo como las ratas.

Al llegar a la entrada del callejón, vio que no tenía nada que temer del hombre sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Parecía encontrarse en un apuro. Tendría unos treinta años y su pelo, negro como el azabache, estaba empapado de sudor. El nacimiento de dicho pelo conformaba un pico en la frente y, aunque normalmente lo llevaría peinado hacia atrás, en ese momento colgaba lacio a ambos lados de su cara, enmarcando los ángulos de un rostro de rasgos fuertes e inteligentes que en ese instante lucía una expresión firme y seria. Sus ojos, de color castaño claro, estaban empañados por el dolor. Había algo más en esos ojos, una voluntad feroz y acerada. Ese hombre estaba aferrándose a la vida, literalmente, con uñas y dientes.

Tenía la pechera de la camisa empapada de sangre fresca. Se había quitado la chaqueta, que había doblado y presionaba contra un costado. La presión que ejercía no era suficiente para detener el constante flujo de sangre que manaba de la herida.

La carta que le tendía también estaba manchada de sangre. La mano le temblaba por el esfuerzo de realizar ese pequeño gesto.

Volvió a colocarse el tessen en la cadena y corrió hacia él.

—¡Señor, por el amor de Dios! ¿Qué le ha pasado? ¿Lo han atacado?

—Un disparo. La carta. Cójala. —Jadeó por el dolor—. Por favor.

Amity soltó el maletín y la sombrilla, tras lo cual se arrodilló a su lado, haciendo caso omiso de la carta.

—Vamos a echar un vistazo —dijo.

Imprimió a su tono de voz la serena autoridad que su padre siempre había usado cuando hablaba con sus pacientes. George Doncaster afirmaba que dar la impresión de que el médico sabí

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