Sed de Venganza

Katherine J. Bennett

Fragmento

Creditos

1.ª edición: julio, 2016

© 2016 by Katherine J. Bennett

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-506-7

Maquetación ebook: Caurina.com

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Nunca en su vida había cabalgado durante tantas horas seguidas.

Todos los músculos de su cuerpo estaban entumecidos y doloridos, pero tenía que seguir adelante para buscar un lugar en el que poder pasar la noche. Aquella era una zona árida y seca, sin apenas vegetación en la que poder resguardarse por la noche, cuando indios, alimañas, cuatreros, forajidos y fantasmas acechaban para aprovecharse de la debilidad ajena y apoderarse de lo que no era suyo.

Llevaba tres noches vagando. Lo había perdido todo. No, se lo habían arrebatado todo. Sus únicas posesiones eran su caballo, la ropa que llevaba puesta y el sombrero, y ni siquiera eran suyos, pero esos mal nacidos iban a pagar por ello, por todo lo que le habían hecho.

Había dormido a la intemperie, despertando cada vez que oía un chasquido, un aullido o cualquier otra cosa que pudiese significar problemas. Tuvo suerte de no encontrarse nada en su camino, pero sabía que su buena estrella no duraría para siempre.

Su cuerpo comenzaba a sentir la debilidad propia del agotamiento. Nada le gustaría más que poder darse un buen baño de agua caliente, comer un buen y abundante guiso casero y después dormir en una mullida cama de sábanas limpias, pero era consciente de que eso era algo que no iba a suceder durante mucho, mucho tiempo. Tenía algo que hacer, algo de suma importancia, y no pararía hasta lograrlo.

La reputación de los famosísimos hermanos O’Brien, más conocidos como Los cuatro Jinetes del Apocalipsis, traspasaba fronteras. Las historias de sus correrías iban de boca a boca, de pueblo en pueblo, e incluso ahora, después de llevar dos años retirados de aquella vida, se les seguía temiendo.

Convertidos, por obra y gracia del juez Jeremiah Jackson, de asesinos y asaltadores de bancos en pacíficos ciudadanos. Según las malas lenguas, su señoría los obligó a elegir entre la horca o hacerle un incómodo trabajito que los ayudaría a comenzar una nueva vida lejos de Texas. Los cuatro aceptaron el trato y se convirtieron en propietarios de un rancho a las afueras de Carson City.

Y allí era justo a donde se dirigía.

A lo lejos, podía comenzar a distinguir las siluetas de los edificios rompiendo el despoblado paisaje. Desde que estalló la fiebre del oro, ciudades como Carson City habían triplicado el número de habitantes, incluso muchas de ellas fueron construidas exclusivamente para acoger a los hombres y mujeres que llegaban desde todas las partes del mundo para hacerse ricos. Lo sabía bien; su propia ciudad, Silver City, había sido una de ellas. Construida en mitad de la nada con el propósito de albergar a toda esa gente que se dejaba la vida en las minas de oro y de plata con la esperanza de tener una vida mejor, un futuro mejor.

La tierra de las oportunidades la llamaban.

Estaba cerca, pero apenas quedaba luz del día, así que decidió buscar un lugar en donde pasar la noche. A unos pocos metros, encontró un viejo y escuálido árbol, desmontó y se preparó para acomodarse.

Por la mañana, se había comido el último y reseco trozo de cecina que había dentro de las alforjas que colgaban de la montura del caballo, y dentro de poco se quedaría también sin agua, y ni siquiera tenía una mísera manta con la que cubrirse del frío que hacía por las noches, pero su suerte pronto cambiaría.

Desde el suelo, se quedó contemplando las estrellas, tan brillantes, tan hermosas, e hizo un juramento. Iba a conseguir que todos y cada uno de los hombres que habían matado a su familia pagasen por lo que habían hecho, y los hermanos O’Brien iban a colabo

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