Capadocia

Ava Cleyton

Fragmento

Creditos

1.ª edición: agosto, 2016

© 2016 by Ava Kleyton

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-530-2

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para María y Jaime, mis hijos: el motivo de todo.

Para Julia y Pedro, mis padres: el amor llevado hasta las últimas consecuencias.

Para Papi, mi locura y mi razón.

Cita

 

 

 

 

 

«He olvidado tu amor, y sin embargo te adivino detrás de todas las ventanas»

Pablo Neruda

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

Capítulo 1. El regreso

Capítulo 2. Entretenimientos de la alta sociedad

Capítulo 3. Coche nuevo ¿vida nueva?

Capítulo 4. ¡Sorpresa!

Capítulo 5. A la misma hora

Capítulo 6. Desengaño

Capítulo 7. Los amores prohibidos

Capítulo 8. Noelia

Capítulo 9. El intrépido motorista

Capítulo 10. De camino a Málaga

Capítulo 11. Amigas para siempre

Capítulo 12. Álvaro

Capítulo 13. El espía retenido

Capítulo 14. Una nueva vida

Capítulo 15. Los ángeles de Puerto Banús

Capítulo 16. La curiosa declaración

Capítulo 17. La pelea

Capítulo 18. Misión secreta

Capítulo 19. Expertos en Cupido

Capítulo 20. La fiesta

Capítulo 21. Una noche de amor

Capítulo 22. Madrid

Capítulo 23. Resaca

Capítulo 24. Preparativos nupciales

Capítulo 25. Un encargo especial

Capítulo 26. Capadocia

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Capítulo 1. El regreso

Cuando por fin regresas a tu tierra,

descubres que no era tu vieja casa lo que

extrañabas, sino tu niñez.

Salustio

Siempre he pensado que la felicidad es altamente adictiva, tanto como la cocaína, el sexo, la buena música o la belleza. De la misma forma es capaz de transportarte a nuevos horizontes, de convertirte en otra persona diferente, la mejor versión de ti mismo, tu Alta Definición; no se ha inventado aún medicamento más eficaz en el tratamiento de ciertas enfermedades y probada está la capacidad curativa y el gran poder que ejerce sobre el paciente, al que convierte en un ser esperanzado, sin miedo al dolor de enfrentarse a su monstruo interno con la entereza y el espíritu renovados. Su inmensidad me recuerda a la sonrisa espontánea de un bebé y supongo que tal vez sea ese el motivo por el cual se dosifica en cantidades pequeñas, momentos precisos, instantes sublimes, que se materializan en forma de carcajadas húmedas como lluvia fresca y renovadora que cae al atardecer de un caluroso día de verano, besos robados por un adolescente inexperto a la chica de sus sueños o en forma de memorables orgasmos que rozan la gloria en mitad de la noche.

Tengo veintiséis años y todavía no puedo creerlo: ¡He terminado mis estudios! Al final, llegamos a un acuerdo mi madre y yo y de forma más o menos amistosa me matriculé en Periodismo, para ser más exactos, por la rama internacional. Así me he librado de escuchar durante el resto de mi vida la misma serenata de ¡¿Ves?, María, te lo dije… pero nada, no me hiciste caso… cabezota, es que eres clavada a tu padre! Además he cursado un Máster de Comunicación en el extranjero, aunque confieso que lo he hecho no tanto por convicción propia como por la obligación de satisfacer a mamá. Y además sé que a ella le resulta muy gratificante el hecho de presumir de hija estudiante/estudiosa en las aburridas aunque concurridas y selectas reuniones de la Casa Hípica de La Berzosa, cerca de Torrelodones, en Madrid, de la que ella y mi padre son miembros de honor desde mucho antes de que tan siquiera Nacho, mi hermano mayor, estuviera en sus todavía cándidos pensamientos.

Por lo que a mi vocación se refiere, con toda seguridad me hubiera hecho militar. Pero no de los que se tiran horas y horas frente a un ordenador localizando objetivos, o de los que se pasan semanas redactando informes ¡qué va! Mi deseo iba mucho más allá, traspasaba fronteras: ¡Yo, como el Mambrú ese de mi abuela, pero sin dolor y sin pena, quería ir a la guerra! Lo supe cuando todavía era una colegiala impúber y de la forma más vulgar, casi por casualidad, frente al televisor. Una noche, mientras cenaba, seguí con asombro un reportaje sobre el ejército en el que un narrador contaba con energía las acciones humanitarias que se desempeñan en países muy alejados de la céntrica calle de Núñez de Balboa de la capital española. Zonas que coexisten en conflicto permanente como las de los Balcanes, Kosovo, Afganistán, Palestina o Israel se me antojaron desde entonces como los países más apasionantes del mundo, por todas las maravillosas posibilidades que me ofrecían de hacer lo que realmente deseaba hacer con toda el alma, que no era otra cosa que salvar a la humanidad de todos aquellos monstruos, personas sin corazón que utilizan a niños pequeños como escudos humanos o colocan minas asesinas bajo los descampados donde los chavales matan el tiempo dando patadas a un balón raído. Entonces, con la ilusión y el candor de la infancia, me encantaba imaginar cómo sería mi vida de adulta, vestida de caqui y con pantalones de camuflaje, con un cetme en un brazo y un botiquín en la otra, mientras socorría sin descanso a todos aquellos seres indefensos y tan necesitados de mi ayuda, indispensable ¡por supuesto! entre tanto animal suelto. Claro que por aquella época confiaba por completo en la absoluta capacidad de solidaridad que atañe al ser humano para el desarrollo de esa clase de labores de socorro y para muchas otras de las cuales me informaba por medios bien diversos: películas de guerra, manuales de tácticas bélicas, libros sobre las hazañas de los más grandes generales de la historia… Mi convicción era plena, consciente y absoluta. Y mi voluntad, repleta de inocencia, no tenía límites. Salvo uno, eso sí, más pesado y rotundo que un muro de hormigón e infranqueable como las trincheras enemigas: ¡mi madre! Doña Belinda Castaño Suñer, de los Castaño Suñer de toda la vida, opinaba que su hija, idealista como todas las adolescentes que conocía, estaba en la típica fase transitoria en la que la retina lo tiñe todo de color de rosa y donde el mundo no es más que un paraíso plagado de nenúfares en el que los hombres lobo y los vampiros son tipos muy sexys y divertidos que rescatan a las hadas de sus aburridos ensueños. Recuerdo que decía: Pero tontaina ¿acaso piensas que en esos horrendos lugares no se mata a la gente de verdad ni se viola a las mujeres de verdad, ni se cometen todo tipo de atrocidades de verdad? Porque de lo contrario me cuesta creer que ¡estés hablando en serio! Sin embargo, yo estaba bien informada tanto de las atrocidades de los fanáticos palestinos, israelíes o chiítas como de los movimientos de las tropas españolas en aquellas zonas, pues el novio de la hermana mayor de Noelia, mi mejor amiga, un buenorro de cuidado que llevaba tatuados hasta los lóbulos de las orejas, era sargento del ejército de tierra y como tal disfrutaba más que un enano cuando poníamos cara de ¡qué pasada, tío, eres la leche! mientras nos contaba con pelos y señales sus hazañas, exagerando como un andaluz, eso sí, los éxitos conseguidos en las misiones secretas allá por esas tierras olvidadas de la mano de Dios.

Echando la vista atrás, parece que fue ayer cuando asistí, nerviosa como un flan casero, a mi primera clase de Comunicación no Verbal en el aula de 1ºB de la Universidad de San Pablo CEU. Fue después de que acabase mis estudios preuniversitarios con matrícula de honor. Mis padres, henchidos de vanidad, hicieron coincidir el gran día de la graduación con mi puesta de largo, forma cursi de comunicar a la sociedad madrileña, alta burguesía del barrio de Salamanca y familias del más rancio abolengo habido y por haber, que la pequeña ya era mayor de edad. Eso significaba que ya formaba parte de la selecta lista de solteras de buena familia, candidata a ser emparejada con alguno de los de mi misma especie, a ser posible, un compañero de curso, rico heredero, primogénito de un nuevo empresario forrado surgido de la burbuja inmobiliaria o el hijo de algún relevante socio accionista del Club de Golf de La Moraleja, donde papá, Don Jaime Roncesvalles, juega con cierta asiduidad. Y eso que por aquellos años no me consideraba una mujer especialmente atractiva, la verdad. Ha tenido que pasar el tiempo y sufrir un montón de dietas absurdas, como la de la alcachofa, la de la manzana o la del pomelo, para asumir no con poca resignación y sí con algún que otro gin-tonic de más, que jamás de los jamases usaré una talla treinta y seis, se me marcarán los huesos de la clavícula o podré salir de casa sin un buen sujetador porque, sin lugar a dudas, mis medidas son, por usar un eufemismo adecuado, bastante contundentes. Ahora veo que tengo un cuerpo hermoso, deseable, tal vez demasiado explosivo para las de mi clase, niñas con pecho casi invisible y piernas huesudas, tan finas como las patas de una gallina, y sin embargo al fin he podido sentirme orgullosa de mis genes, herencia directa de la familia vasca por parte de padre, donde mis tías, mujeres de rompe y rasga, lucían a mi edad unas medidas de escándalo. Ahora, cuando me planto los pitillo y salgo a la calle, capaz soy de parar el tráfico y provocar un atasco monumental. Lo sé, suena pretencioso. Y porque mi educación exquisita impide que me dé la vuelta para contestar al típico piropo de obra con un rotundo que te den por el saco; de lo contrario podría llegar a ser más ordinaria que Belén Esteban, que ya es difícil.

El mes de junio me vuelve loca: acabo de regresar de Estados Unidos, me siento feliz y a la vez poderosa. Al fin y al cabo, he logrado terminar algo que empecé sin demasiado convencimiento pero que me ha reportado experiencias irrepetibles. He disfrutado al máximo de vivir sola, a mi aire. He conocido a gente muy distinta, de costumbres diferentes y de ideas nuevas. Siento que tanto mi persona como mi espíritu se han enriquecido enormemente. La prestigiosa universidad de Harvard ha rubricado el título. Ha sido un privilegio cursar la carrera en el mismo lugar que lo hizo el escritor T.S. Eliot, o de haber comido en innumerables ocasiones en el Annenberg Hall, tal y como lo hiciera en sus primeros años de asistencia la actriz Natalie Portman, a la que admiro profundamente. Sé hablar inglés a la perfección, y llevo dos años practicando yoga. En septiembre comenzaré a trabajar. Mamá me ha conseguido una entrevista–presentación en una prestigiosa revista de moda. La directora va a clase de pilates con ella, por lo que no hará falta que pase por los aburridos y tediosos procesos de selección de los que hablan algunos. Tengo reservado un puesto de ayudante en la redacción, pero mamá me ha prometido que en unos meses me asignarán una sección propia. Aunque pensándolo bien, no tengo ni idea sobre qué demonios escribiré: ¿cosméticos con olor a frambuesa, las últimas tendencias de los diseñadores gays para los que el glamur es su razón de ser, condones con el logotipo de Chanel...? ¡Quién sabe!

Conecto el teléfono, el mensaje es de hace cinco minutos: estoy en la puerta nº 3, junto a la parada de taxis. TQ ¡Uy! Borja ha venido a recogerme al aeropuerto y ha sido bastante puntual ¡Menos mal, estoy agotada, el viaje ha sido demasiado largo! Ahora que me acuerdo, llevo casi dos meses sin verle, desde abril, y me acabo de dar cuenta de que apenas le he echado de menos. Claro, será porque los exámenes finales me han mantenido ocupada, como abducida, todo el tiempo. He bajado del avión y estoy esperando en la cinta a que salgan las maletas. Observo a los acompañantes de mi vuelo transoceánico y súper mega aburrido. La mayoría forman parte de familias españolas que regresan a casa a disfrutar del verano, pero también hay parejas que han hecho el viaje de novios de regreso y que imagino estarán deseosos de llegar a casa a estrenar ñ lecho de amor, porque los de detrás mío no han parado de dar rodillazos en mi espalda durante todo el pasaje. ¡Estaban tan acaramelados que casi he sentido ganas de vomitar! También ha viajado conmigo un grupo de niñas adolescentes que no han parado de tocarse el pelo y de hacerse fotos en posturas que a mí, sinceramente, me han parecido francamente obscenas. Será porque ya he madurado. Aunque , bien mirado, no ha pasado tanto tiempo desde que era yo la pava de la ortodoncia, la que se volvía rebelde nada más atravesar el portal de casa, la que sacaba el dedo a todo aquel que le mirase el culo. ¡Venga ya! Estoy tan absorta en mis pensamientos que ni me he enterado. Un imbécil me acaba de sacar una foto con el móvil. Me acerco hasta él. ¡Me encanta el sonido hueco y limpio que hacen mis Manolos al impactar sobre el suelo impoluto de la flamante terminal aérea!

—¡Qué haces, lelo! ¿Para qué medio trabajas, perteneces a EFE? —le digo acercándome mucho, más bien intimidándole. El pobre me mira con cara de pánico. Observo que comienza a temblar, suda por las sienes y los ojos se le han enrojecido. ¡Mierda, está a punto de echarse a llorar, mientras sus amigos, una panda de salidos insoportables, se parten de risa! Reculo, no soy tan cruel—. Anda, chato, enséñamela.

Me veo, de arriba abajo. ¡El capullo me ha sacado fenomenal, me encantan mis gafas de Gucci, me quedan perfectas, y el sombrero borsalino blanco es una monada, me sienta muy bien . En fin… estoy estupenda, pienso satisfecha. Alzo la mirada y me encuentro con la cara del chico a menos de veinte centímetros de mi cuello.

—¡Pero ¿qué estás mirando?! —le regaño—. Anda, coge el teléfono, te regalo la foto, díselo a tu jefe.

—Gracias, pero no soy paparazzi, la foto es para mi hermana —me responde con un hilo de voz—. Eres su famosa favorita, y ahora también la mía. Además, te pareces mucho a Brigitte Bardot, una actriz francesa de la época de mis padres.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo narices lo sabes entonces? Eres demasiado joven.

—Porque su póster cuelga del despacho de mi padre desde antes de que yo naciera. Aunque tú estás más buena.

—¡Ay, qué mono! —respondo, mientras le pellizco en la mejilla izquierda, como hacen las abuelas.

De vuelta a la cinta transportadora, una sola fecha existe en el horizonte: viernes, tres de julio. Apenas veinte días y me convertiré en la esposa de Borja Persen, el joven heredero de la casa de los Persen, familia multimillonaria austriaca, dedicada al lucrativo negocio de la compra-venta de antigüedades, entre otros muchos que a estas alturas desconozco. Dentro de poco me tratarán de señora. ¡Qué fuerte! Se acabó lo de mascar chicle de sandía de manera grosera y vestir con camisetas XXS. Bueno, supongo que la vida es esto: vas superando etapas sin más remedio y te supones que es lo normal, lo que todo el mundo hace y lo que la mayoría espera que hagas. Camino hacia la salida e imagino a Borja esperándome. Su flamante deportivo italiano llamará demasiado la atención, como siempre. Una multitud de turistas recién llegados encontrará el motivo perfecto para la primera instantánea. Borja tiene mucha suerte, en fin, para qué engañarnos: es mono, sus padres poseen una gran fortuna y lo mejor del cuento: ha encontrado a una princesa, a la cual su madre adora. Nos llevamos fenomenal, desde que nos conocimos, mucho antes de que los dos comenzáramos la facultad. Empezamos a salir una tarde de febrero, en la semana del carnaval. Noelia daba una fiesta en su casa. Yo me disfracé de Catwoman, él de Batman. Y aunque ya nos habíamos visto por ahí, aquella noche algo inusitado surgió entre nosotros. Él me llevó de la mano a la habitación de los padres de Noe. La cama era una de esas antiguas, de madera de caoba, robusta, un armatoste, que diría mi madre, y cada vez que nos movíamos un poco sonaban los muelles, lo que hacía que nos riéramos a carcajadas, porque además acabamos con dos botellas de Moet-Chandon. Borja comenzó a maullar y yo, como una boba, maullaba también, al tiempo que nos quitábamos las mallas negras de plástico el uno al otro. Entonces hicimos el amor, o al menos eso me contó él cuando nos despertamos. Suerte que los padres de Noelia estaban de viaje, porque no me enteré de nada. Al levantarme todo me dada vueltas a pesar de lo cual vislumbré asqueada una mancha de sangre viscosa en la sábana y pensé: Pues vaya timo es esto de la virginidad, de romántico no tiene nada. Luego me quise morir. Cuando volví a casa hablé con mi madre, que para mi sorpresa me dijo:

—Vamos a ver, hija, eso es normal, la primera vez lo único que sientes es dolor. Aunque me imagino que el champagne te hubo de anestesiar lo suficiente como para dejarte sedada. Pero no te apures. Una cosa ¿se vació dentro de ti?

—¡¿Cómo?! —le contesté totalmente aturdida—. ¡Mamá, por Dios, qué asco!

—Sí, María, lo que te digo, porque eso me preocupa más que lo otro. Total, tampoco es tan importante. Un calambrito, poca cosa… Sin embargo, si vais a empezar a tener relaciones lo mejor será que pongamos medios para que no nos llevemos una sorpresa, tú ya me entiendes —me dijo abriendo los ojos como platos.

—Pues… verás, yo… es que mamá, no sé… —contesté sin mirarla, muerta de vergüenza, gritando por dentro: ¡Maldita sea, quién me manda, solo a mí se me ocurre contarle el primer polvo de mi vida a mi madre! Al verme tan abochornada respondió:

—Bueno que tratándose de Borja tampoco pasaría nada, y en última instancia el Doctor Escadero, una eminencia en asuntos de obstetricia y ginecología, el mismo que me trajo a mí al mundo, también a ti y a todos tus hermanos sabría cómo solucionarlo. Uhmm, pensé, ha sonado a esposa influyente del mayor capo de la mafia…

—Pues supongo que sí…

Al cabo de dos horas me encontraba despatarrada encima de una camilla de cuero, paralizada por el frío, con los pies por encima de mi cabeza apoyados en un par de estribos de aluminio congelados , desnuda de cintura para abajo, tan solo cubierta por una fina sábana de color azul cielo, y con la cara de una enfermera muy alta y delgada, de rostro inexpresivo, pálida como la leche con el pelo negro que llevaba una cofia blanca sujetada con horquillas y me agarraba de la mano derecha, mientras me decía: Tranquila, María, la primera visita suele ser incómoda, luego te acostumbras.

—Bien, Belinda —le dijo entonces la eminencia de pelo ondulado y canoso y gafas ortopédicas que observaba mis entrañas fríamente sin un sesgo de emoción y mucho menos de excitación, mientras mi madre, de pie, junto a él, no podía apartar la vista del único centro de atención de aquella incómoda consulta, que no era otro que mi recién desflorada vagina—. Efectivamente, el himen ha sido rasgado, pero no te apures, no hay restos de semen, la niña, esta vez, ha tenido suerte.

Luego se fueron a su despacho y yo me quedé con la enfermera, la cual me ayudó a vestirme. Desde entonces comencé a tomar la píldora. Al cabo de los años he comprobado que aquella pulcra señora me mintió como una bellaca, porque cada vez que tengo que subir de nuevo al potro de tortura tiemblo y sudo como un actor principiante la primera vez que actúa en un teatro abarrotado de público.

Acabo de divisar el Ferrari desde la puerta de cristal del aeropuerto y no me he equivocado. Una docena de personas rodean el auto. Me cuesta verle, a ver si terminan de una vez de hacer fotos, tan solo es un coche, pienso en voz alta, mientras una voz me susurra por detrás de la oreja: —¡No, nena, no es tan solo eso, es una máquina, un portento, una maravilla, como tú…! Antes de que me dé la vuelta me rodea con los brazos bronceados y perfectamente depilados. Apenas había olido su presencia. Me giro asustada.

—¡¿ Hola, cariño, por dónde has entrado?! —le pregunto. Me quedo mirándole. Lo cierto es que cada vez que lo veo tiene los dientes más blancos.

—Te esperaba ahí detrás, sentado. —Señala un banco cerca del mostrador de una de las compañías de viaje.

Estoy de nuevo en Madrid. Añoro la cerveza española, el tinto de verano, los pinchos de tortilla con mucha sal y cebolla del bar de Emilio, debajo de casa, a mi tata Joaquina:

—Mi amor, estás preciosa, más delgada —me susurra mi novio al oído mientras nos dirigimos al coche—. Te echaba de menos.

En ese momento una melodía de Lady Gaga suena con estridencia en un móvil. Borja me suelta y se mete la mano en el bolsillo. Entonces pienso: ¿Qué narices ha pasado? Antes de irme llevabas el último éxito de Beyoncé, que te encantaba, bueno¡ era a mí a la que le gustaba en realidad!

—¿Quién era? —le pregunto mientras descarga las maletas del carrito—. Por cierto ¿dónde?

—¿Cómo? —contesta Borja.

—Las maletas, no caben, se te ha vuelto a olvidar sacar la bolsa de palos de golf. Borja vuelve a abrazarme, esta vez me coge de la cintura y besa con suavidad mi oreja izquierda. Un escalofrío recorre mi columna vertebral como si de una descarga eléctrica se tratara.

—Lo sé, mi vida, no me ha dado tiempo a pasar por casa. Pero tranquila, ya viene Sebastián. Por cierto, era él quien llamaba.

—Voy a avisar a mamá. Vamos a casa ¿no? Le diré que estaremos en media hora.

—Dale más tiempo, cielo. Estamos en Madrid, y es jueves, 15 de junio. Hay gente que ya se va de vacaciones ¿sabes? —Suelto una enorme carcajada. Ese sabes me suena superficial. Algo fingido, fuera de lugar. Tal vez porque me he acostumbrado al lenguaje estadounidense ¿o es que realmente queda menos pijo lo de Do you know?

—¡Marchémonos por ahí, por favor! —exclamo entusiasmada—. ¡Tengo hambre! ¡Tengo sed! ¡Tengo ganas de vivir!

Al sentarme en el Ferrari color rojo intenso noto una sensación extraña. No es la primera vez que me subo al lujo rodado por excelencia. Y sin embargo me incomoda que la gente de alrededor no nos quite el ojo de encima. Borja ha comenzado a improvisar posturitas. Cada vez que me dice algo me sonríe, aunque no tenga gracia. Fuera, dos grupos de adolescentes ingleses no dejan de fotografiarnos con cara de asombro: ¡Oh, My God ! Entiendo algo más que los elogios al coche, y sus risas no solo son provocadas por el impresionante rugido del bólido al ser arrancado. Gracias a mi dominio del idioma pillo algo así como Demasiada tía para ese imbécil, claro que todas estas pijas son iguales, si el tío apareciera montado en un burro ella lo ignoraría por completo… Abro la ventana, y con una sonrisa espectacular, les grito: «Fuck you , babys!».

—¿Qué dicen esos niñatos, cariño? Disculpa pero con el ruido del motor no he oído nada — me pregunta Borja ensimismado en las prestaciones del coche favorito de su padre.

—Tranquilo, lo de siempre, comentaban que el Modena les alucina —le contesto mientras me arreglo el pelo frente al espejo retrovisor. Borja, crecido, como el feo que, misteriosamente, ha sido elegido por la reina del baile, sale derrapando del aparcamiento de la T4. Detrás nuestro llega Sebastián con otra persona del servicio de la casa de los Persen. Soy consciente de que me odiarán, mi equip

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