Casarse con él (Los Ravenel 2)

Lisa Kleypas

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
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Epílogo
Nota de la autora
Creditos

Título original: Marrying Winterborne 

Traducción:Laura Paredes 

1.ª edición: octubre 2016 

© Ediciones B, S. A., 2016 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-477-0 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. 

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Para Greg, mi marido y mi héroe.

Siempre te amaré

L. K.

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1

—Señor Winterborne, una mujer quiere verlo.

Rhys, con el ceño fruncido, alzó la vista del fajo de cartas que tenía en el escritorio.

Su secretaria personal, la señora Fernsby, lo miraba con ojos penetrantes desde la puerta de su despacho. Era una mujer pulcra y ordenada, de mediana edad, con gafas redondas y algo rellenita.

—Ya sabe que no recibo visitas a estas horas.

Por las mañanas solía dedicar la primera media hora del día a leer el correo en silencio, sin interrupciones.

—Sí, señor, pero la visita es una dama y...

—Como si es la maldita reina —le espetó—. Despáchela.

La señora Fernsby apretó los labios en un gesto de reproche. Se marchó tan deprisa que el repiqueteo de sus tacones semejaba una ráfaga de disparos.

Rhys volvió a centrarse en la carta que tenía delante. Perder los estribos era un lujo que rara vez se permitía, pero aquella última semana lo había invadido una sombría melancolía que impregnaba sus pensamientos y cada latido de su corazón, lo que le llevaba a desquitarse con quien tuviera delante.

Y todo por una mujer a la que sabía que no debía pretender.

Lady Helen Ravenel... una dama cultivada, inocente, tímida, aristocrática. Todo lo que él no era.

Apenas había tardado dos semanas en dar al traste con su compromiso. La última vez que había visto a Helen se había mostrado impaciente y agresivo, hasta besarla por fin del modo que deseaba desde hacía tanto tiempo. Ella lo había rechazado, quedándose rígida entre sus brazos. Su desdén no había podido ser más evidente. La escena había terminado con ella hecha un mar de lágrimas y él enfadado.

Al día siguiente, lady Kathleen Trenear, viuda del difunto hermano de Helen, había ido a informarle de que su cuñada se sentía tan alterada que estaba postrada en cama con migraña.

—No desea verlo nunca más —le había comunicado Kath­leen sin rodeos.

Rhys no podía culpar a Helen por romper el compromiso. Era evidente que no estaban hechos el uno para el otro. Iba contra los designios de Dios que él tomara por esposa a un miembro de una familia de la nobleza inglesa. A pesar de su inmensa fortuna, Rhys carecía del porte y la educación de un caballero. Ni lo parecía, con su tez morena, su cabello negro y sus músculos de obrero.

A los treinta años, había convertido Winterborne, la tiendecita de su padre en High Street, en los almacenes más grandes del mundo. Poseía fábricas, depósitos, tierras de labranza, cuadras, lavanderías y edificios de viviendas. Formaba parte del consejo de administración de compañías navieras y ferroviarias. Pero por muchos que fueran sus logros, jamás superaría las limitaciones que suponía ser el hijo de un tendero galés.

Otra llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Con incredulidad, vio que la señora Fernsby volvía a entrar en el despacho.

—¿Y ahora qué quiere? —le preguntó con aspereza.

—A menos que desee echarla a la fuerza, la dama insiste en esperar hasta que usted la reciba —respondió con firmeza la secretaria mientras se ajustaba las gafas.

La perplejidad disipó el enojo de Rhys. Ninguna de sus conocidas, decentes o no, lo abordaría con semejante atrevimiento.

—¿Nombre?

—No ha querido decirlo.

Sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Cómo habría logrado esa mujer sortear las barreras hasta su oficina? Pagaba a un pequeño ejército de personas para que le evitara esta clase de interrupciones. Se le ocurrió algo absurdo, y aunque lo descartó de inmediato, se le aceleró el pulso.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó con tono vacilante.

—Va de luto, con un velo que le cubre la cara. Es bastante esbelta, de voz suave —indicó la secretaria y, tras una pausa, añadió con sequedad—: Su acento es de lo más refinado.

Rhys sintió que el ansia le oprimía el pecho.

—Yr Dduw —masculló. No concebía que Helen hubiera ido a verlo, pero lo había hecho; estaba seguro. Sin decir otra palabra, se levantó y pasó rápidamente ante la se

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