El jardín de las mentiras

Amanda Quick

Fragmento

Creditos

Título original: Garden of lies 

Traducción: José Heisenberg 

1.ª edición: noviembre 2016 

© Ediciones B, S. A., 2015 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-579-1 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. 

Contents
Contenido
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
jardin

Prólogo

Slater Roxton estaba examinando los murales que había en la pared de la recargada cámara funeraria, iluminados con una extraña luz, cuando se activó la trampa.

Un funesto rugido y los chirridos de la maquinaria antigua oculta tras los muros de piedra fueron las señales que anunciaron la inminente destrucción. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que el volcán que se alzaba sobre la isla de la Fiebre había entrado en erupción. Pero las enormes secciones del techo del pasadizo que conducía a la entrada del templo se abrieron una a una. Comenzaron a llover pedruscos.

La voz de Brice Torrence resonó desde el extremo más alejado del pasadizo, cerca de la entrada.

—Slater, sal de ahí. ¡Corre! Está pasando algo horrible.

Slater ya se estaba moviendo. No perdió tiempo tratando de recoger las lámparas, los bocetos o la cámara fotográfica. Corrió hacia la puerta de la cámara, pero cuando miró hacia el largo y serpenteante pasadizo de piedra que conducía a la entrada se dio cuenta de que era demasiado tarde para escapar.

Más secciones del techo se abrieron mientras miraba. Incontables toneladas de la espantosa lluvia de rocas cayeron sobre el pasadizo. Las piedras se apilaron deprisa, llenando el túnel. Sabía que si intentaba correr para ponerse a salvo acabaría aplastado. No le quedaba más alternativa que retroceder e internarse en el oscuro laberinto inexplorado de las grutas funerarias.

Cruzó la cámara a toda prisa, cogió las lámparas y se dirigió al pasadizo más cercano. El túnel se adentraba en una oscuridad densa e inexplorada, pero allí no caían piedras del techo.

Se adentró en el túnel unos metros y se detuvo, consciente de que, si se adentraba más, se perdería en un abrir y cerrar de ojos. Brice y él ni siquiera habían empezado a trazar un plano de las grutas funerarias excavadas bajo el volcán.

Se sentó pegado a una pared y se preparó para lo peor. La luz de la lámpara iluminaba un inquietante mural, una escena que representaba una erupción volcánica muy antigua y de efectos catastróficos. La destrucción se cernía sobre una elegante ciudad construida con mármol blanco. Se parecía demasiado, pensó Slater, a lo que sucedía en ese momento.

Le llegaron nubes de polvo procedentes del túnel. Se cubrió la boca y la nariz con la camisa.

No le quedaba más remedio que esperar a que terminase la avalancha de piedras. El miedo le corría como un ácido por las venas. En cualquier momento, el techo de la gruta en la que se encontraba refugiado se abriría y lo enterraría bajo las rocas. Al menos, todo terminaría en cuestión de segundos, pensó. No le apetecía mucho contemplar su futuro inmediato en el caso de sobrevivir. Durante el tiempo que le quedase de vida, estaría encerrado en un laberinto construido con gran ingenio.

La tormenta de rocas y piedras duró lo que se le antojó una eternidad. Pero, a la postre, las grutas del templo se quedaron en silencio. Pasó otra eternidad hasta que el polvo se asentó.

Se puso en pie con cuidado. Se quedó quieto un segundo y aguzó el oído en mitad de un silencio atronador, a la espera de que se le tranquilizase el corazón. Al cabo de un momento, se acercó a echar un vistazo a la cámara abovedada en la que se encontraba cuando se activó la trampa, liberando su carga mortal. Había piedrecitas diseminadas por la cámara, fragmentos del enorme montón que sellaba el pasadizo que conducía a la entrada.

Había sobrevivido, lo que quería decir que en ese momento estaba enterrado en vida.

Empezó a calcular la probabilidad de salir de allí con vida con una actitud sorprendentemente académica. Concluyó que todavía estaba demasiado sorprendido como para asimilar la enormidad del problema en el que se encontraba.

No había motivos para que Brice y el resto de la expedición creyeran que había sobrevivido; no había nada que pudieran hacer para salvarlo, aunque mantuvieran la esperanza. La isla de la Fiebre era un pedazo de piedra volcánica cubierta po

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos