Jardines de cristal (Mujeres de Lantern Street 1)

Amanda Quick

Fragmento

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Título original: Crystal Gardens

Traducción: Laura Paredes

1.ª edición: mayo 2014

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

DL B 11586-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-823-0

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido
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Para mi esposo, Frank,

con todo mi amor

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El ruido sordo que hizo la cerradura al romperse resonó como un trueno en medio del profundo silencio en que estaba sumido Fern Gate Cottage. Evangeline Ames reconoció el sonido de inmediato. Ya no estaba sola en casa.

Su primera reacción fue quedarse completamente quieta bajo las sábanas. A lo mejor estaba confundida. La casa era vieja. Las tablas del suelo y el techo crujían y gemían a menudo por la noche. Pero aunque repasara mentalmente las posibilidades racionales, sabía la verdad: eran las dos de la ma­drugada, alguien había entrado a la fuerza en casa y no era nada probable que estuviera allí por la plata. No había la suficiente para tentar a ningún ladrón.

Había estado hecha un manojo de nervios toda la tarde, en la que su intuición le había estado enviando señales sin mo­tivo aparente. Unas horas antes, cuando había ido andando al pueblo, no había podido dejar de volverse para mirar atrás una y otra vez. Se había estremecido al oír el susurro más insig­nificante en el espeso bosque que bordeaba el angosto camino. Mientras estaba comprando en la concurrida calle prin­cipal de Little Dixby, se le había erizado el vello de la nuca. Había tenido la sensación de que la estaban observando.

Se había recordado a sí misma que todavía se estaba recuperando del ataque aterrador que había sufrido dos semanas antes. Habían estado a punto de asesinarla. No era extraño que tuviera los nervios tan a flor de piel. Además, la escritura no le iba bien y se estaba acercando el día de la entrega. No se atrevía a saltárselo. Tenía motivos de sobra para estar tensa.

Pero ahora sabía la verdad. Su intuición psíquica estaba in­tentado avisarla desde hacía horas. Esa era la razón de que no hubiera podido conciliar el sueño esa noche.

Una corriente de aire frío recorrió el pasillo, procedente de la cocina. Sonaron unos pasos fuertes. El intruso ni siquiera se tomaba la molestia de acercarse con sigilo. Estaba convencidísimo de que la presa ya era suya. Tenía que levantarse de la cama.

Apartó las sábanas, sacó las piernas de la cama y se puso de pie. El suelo estaba helado. Se calzó las resistentes zapatillas de suela de cuero y descolgó la bata.

El ataque que había sufrido dos semanas antes la había vuelto precavida. Al alquilar la casa había analizado todas las posibles vías de escape. Allí, en su habitación, su mayor esperanza era la ventana situada a la altura de la cintura. Daba al reducido jardín delantero con la puerta de su valla de madera. Al otro lado de esta discurría el angosto camino lleno de baches que serpenteaba a través del oscuro bosque hasta la vieja casa de campo conocida como Crystal Gardens.

Una tabla del suelo del pasillo crujió bajo el peso de una bota. El intruso se dirigía directamente hacia la habitación. Eso zanjó el asunto. No estaba allí por la plata. Estaba allí por ella.

No tenía sentido moverse procurando no hacer ruido. Abrió una de las estrechas hojas de la ventana sin hacer caso del chirrido de las bisagras y se coló por el hueco. Con suerte, el intruso no pasaría por él.

—¿Adónde crees que vas, mujer estúpida? —La voz áspera de hombre rugió desde la puerta. Tenía el fuerte acento de los barrios bajos londinenses—. Nadie escapa al filo de Sharpy Hobson.

No había tiempo para preguntarse cómo un delincuente callejero de Londres había llegado a Little Dixby ni por qué iba a por ella. Evangeline decidió que ya se ocuparía de esas cuestiones después, si sobrevivía.

Saltó al suelo y se abrió paso como pudo por la diminuta selva de helechos gigantes del jardincito. Muchas de las plantas eran más altas que ella.

Y pensar, se dijo, que había ido al campo a descans

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