Te espero en Arborea

Antonio Sanz Oliva

Fragmento

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CAPÍTULO 1

No era, ni mucho menos, la primera vez que volaba, pero seguía teniendo un miedo atroz a las alturas, que mitigué como pude con una cerveza, aunque fuera de lata y estuviera caliente. Así me entretuve, observando a vista de pájaro las zonas que sobrevolábamos, descubriendo relieves que tantas veces, por mi trabajo, había tenido que estudiar con fotografías aéreas y cartografías planas.

Una ilusión me hizo montar en aquel avión a pesar de no saber qué me encontraría a mi llegada. Esta vez no iba en busca de emociones; mi anhelo estaba puesto en la persona más importante de mi vida, a la que tenía que recuperar por todos los medios posibles, aunque la esperanza de hacerlo fuera tan poco consistente como en esta ocasión.

Cuando estábamos a punto de aterrizar, pude comprobar la belleza de la isla y su capital, ubicada entre lagunas costeras, dando la impresión de que íbamos a amerizar entre aguas someras. En aquel momento no pude comprender, víctima de mi entusiasmo, cuánto podría dar de sí mi pequeña aventura sarda.

Después de recoger las maletas, salí por fin al vestíbulo de la terminal, un espacio moderno y luminoso de blancas estructuras metálicas. Respiré aliviado, pero todavía quedaba mucho hasta llegar a mi destino. Me sentía feliz por haberme atrevido a llegar hasta allí sin más garantía que un deseo, pero ahora debía dirigirme al mostrador de alquiler de automóviles, donde recogería las llaves de un coche que ya tenía contratado antes de salir de España.

Una jovencísima azafata me solicitó la documentación para rellenar los datos de la ficha y al ver que era español, intentó agradarme con una pequeña conversación en mi idioma.

—¿Es la primera vez que visita Cerdeña?

—Sí, es mi primera vez —contesté con desgana; no me apetecía entretenerme más de lo necesario, víctima de mis nervios.

—Esta es una época muy buena para hacer turismo. Espero que disfrute de nuestras magníficas playas... —me dijo con su gran sonrisa de anuncio de dentífrico.

—No he venido para hacer turismo —respondí escueto.

—Por negocios, ¿verdad? Ahora hay muchas oportunidades en Cerdeña. Le deseo un gran éxito en su empresa.

—Muchas gracias... Si me permite, mientras rellena la ficha, voy a buscar un baño.

—Cómo no, los baños se encuentran justo enfrente.

No necesitaba aliviar mi vejiga, pero no podía soportar la cháchara de aquella jovencita tan locuaz; bastante angustia sentía ya como para parecer más amable de lo normal. Aproveché para refrescarme la cara y cuando preví que ya podría recoger mi coche, volví al mostrador de la compañía. La simpática azafata me entregó un sobre con la documentación del vehículo y las llaves.

—Es un Fiat color azul oscuro, situado en los aparcamientos que están justo a la derecha de esta salida —me susurró con su voz canora mientras me giñaba un ojo—. Verá el logotipo de nuestra compañía. Muchas gracias y feliz estancia en Cerdeña.

—Muy amable… Que pase un buen día —le contesté educadamente, aunque por dentro pensaba: «Si tú supieras…»

Una vez me aseguré el transporte, hice la llamada más importante de mi vida. El teléfono de Paolo no daba señal. Sabía que no iba a ser fácil pero, en mi inocencia, tenía la esperanza de que contestara a la primera; decididamente era un ingenuo.

Las instrucciones eran claras a la par de escuetas: «Te espero en Arborea» y aquello era más que suficiente para que hubiera iniciado esta aventura con final incierto. Otro, en mi lugar, no hubiera recogido el guante de aquel desafío, pero yo estaba desesperado por recuperar los trozos de nuestra relación hecha añicos y no me lo pensé dos veces. A pesar de ello, el pánico atenazó mi garganta cuando me monté en el coche. Cuando llegara al pueblo, temía encontrarme con el típico sitio pequeño de gente desconfiada. Iba a ser la comidilla de sus habitantes, pero era el precio que debía pagar si quería recuperar a Paolo.

No era la primera vez que me dejaba una de aquellas notas tan escuetas que yo debía interpretar correctamente antes de lanzarme a tumba abierta. Hasta ahora no tuve que temer nada, porque sabía que siempre respondería pero, desde nuestra última discusión, no había vuelto a saber nada de él, por eso, cuando la recibí, no lo pensé dos veces y me vine corriendo a Cerdeña. Era muy enigmático y, conociéndolo, no había que desaprovechar una oportunidad como aquella.

Tomé la Autovía SS‒131. Tenía aproximadamente una hora hasta completar los noventa kilómetros que me separaban de Arborea y empezaba a atardecer. El paisaje no era precisamente lo que más me interesaba, pues mi cabeza estaba en otras cosas, así que encendí la radio. El viaje se hizo monótono hasta llegar al desvío de Terralba, donde tuve que dejar la autopista. Allí empezaba en realidad mi aventura y en ese momento noté un hueco en el estómago, similar al que se siente en las norias de feria. El paisaje se hacía más rural y sentí miedo. El atardecer se iba adueñando del cielo y no había vuelta atrás, tendría que hacer noche en Arborea.

Al penetrar en su caserío no sabía por dónde empezar, aunque el primer paso era llegar a la Locanda del Gallo Bianco, la fonda que había elegido para pasar unos días, situada justo en el centro del pueblo. «¡Qué nombrecito!». Mi vida parecía estar ligada a las plumas sin solución de continuidad.

Serían aproximadamente las ocho y media de la tarde cuando llegué a Piazza Maria Ausiliatrice. Al primer golpe de vista, localicé los edificios más notables de Arborea: su iglesia, el ayuntamiento, una escuela y la posada. Todos se asemejaban y parecía que no hubiera mucho más allá de lo que abarcaba la vista pero, en todo caso, ya lo descubriría al día siguiente. Ahora solo me interesaba procurarme alojamiento.

En un lateral de la plaza se hallaba el viejo edificio del Gallo Bianco que, invariablemente, desde principios del siglo pasado, había realizado la misma función. Era una construcción armoniosa, pintada de un color ocre y con un tejado del cual sobresalían unas graciosas chimeneas. Tenía un cuerpo central más elevado que los laterales y la mayoría de las habitaciones se asomaban a la plaza mediante ventanas o pequeños balcones con balaustrada.

Entré decidido, aunque por dentro temblaba como un flan. Me recibieron los dueños, Gigi y Franco Petruzzi, dos hermanos mellizos que regentaban el hotel en compañía de sus respectivas mujeres. Me esperaban como un premio de lotería. La competencia no era mucha pero, a pocos kilómetros, un resort playero hacía las delicias de los escasos turistas que se acercaban por allí. A pesar de ello, el céntrico hotelito de los Petruzzi convenía más a mis fines.

Después de registrarme y antes de acceder a mí habitación, insistieron en que pasara al comedor para cenar. Me llevaron prácticamente en volandas hasta una mesa situada junto a la chimenea, que había estado presidiendo aquella sala desde los años treinta y que todavía conservaba en buen estado unas pequeñas mayólicas con dibujos de gallos que hacían honor al nombre del establecimiento.

Goretti, la mujer de Franco, se encargaba de elaborar los suculentos platos que se servían allí, gracias a los cuales gozaba de un reconocido

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