Ella, él... y el danés

Ana Álvarez

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
1. Cris
2. Eric
3. La cita
4. El encuentro
5. Magdalenas
6. La visita turística
7. El accidente
8. Inválida
9. La visita de Eric
10. Croquetas
11. El regalo
12. Malhumor
13. Amanda
14. Fisioterapeuta a domicilio
15. Moisés
16. Celos
17. El perfume
18. El coche misterioso
19. El rubio
20. Colaborando con la ley
21. Liberada
22. Vuelta a la normalidad
23. Rosquitos
24. Las cosas claras
25. La detención
26. Un amigo
27. Una visita esperada
28. Cena
29. Gerardo
30. Un fin de semana diferente
31. Los padres de Eric
32. La visita de Amanda
33. Muesli
34. La visita de Olga
35. El libro
36. El descubrimiento
37. El danés
Epílogo
Nota de la autora
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Para Pepa, con todo el cariño que siento por ella. Porque es especial: alegre, divertida, cariñosa y además una de las mejores personas que conozco. También un poquito hiperactiva, pero nadie es perfecto.

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ALTA ELLA EL Y EL DANES 

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Cris

—Necesito otro trabajo —dijo Cristina mientras introducía el tenedor en el enorme plato de pasta carbonara que tenía delante y se llevaba una generosa porción a la boca.

Amanda, su amiga íntima, que estaba sentada enfrente con una simple ensalada delante, movió la cabeza dubitativa.

—¿Otro? ¿Y cuándo piensas realizarlo?

—Tengo algunos ratos libres y me vendría bien un poco más de dinero. Si queremos ir a Escocia en un par de años, necesito ahorrar.

—Y yo también, pero tú no tienes tiempo, no paras de la mañana a la noche.

Era cierto. Cristina Durán se levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana para salir a correr, actividad que jamás, salvo enfermedad muy grave, dejaba de realizar, fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas reinantes o las circunstancias de la jornada.

Después de una ducha rápida y tras un suculento desayuno se marchaba al trabajo, andando, por supuesto, y recorría los más de dos kilómetros que distaban desde su casa hasta la inmobiliaria donde trabajaba. Desde allí comenzaba un largo periplo enseñando casas por toda la ciudad. A mediodía, o media tarde, según se diera el trabajo, sacaba del enorme bolso que siempre la acompañaba un tupper con comida o un bocadillo que tomaba sentada en cualquier parque antes de continuar su recorrido. Mientras, había ido sobreviviendo a base de fruta, caramelos, chocolate o cualquier cosa comestible entre visita y visita. Solía llegar a casa alrededor de las nueve de la noche y se dedicaba a las tareas domésticas y a cocinar para el día siguiente.

Los fines de semana oficiaba bodas y recorría los supermercados de la ciudad buscando ofertas, cargada con la propaganda que había ido recogiendo de los buzones de las casas que enseñaba a lo largo de la semana, amén del suyo propio.

Amanda comió un poco de ensalada sin dejar de observar a su amiga, que continuaba dando cuenta de su cena con un apetito rayano en la obsesión.

—Si yo comiera todo eso antes de dormir, moriría de indigestión —comentó.

—Yo no tengo ningún problema.

—Ya lo sé. Tampoco de sobrepeso. Algún día me gustaría que, aunque fuera solo por un mes, te engordara todo lo que tragas, para que supieras lo que sentimos el resto de los mortales al tener que dejar de lado las comidas que más nos gustan. O al menos dosificarlas.

Estaban cenando en casa de Cristina, como tantas veces, porque era imposible coincidir a otra hora, debido al apretado horario de esta. Amanda trabajaba en una cadena de zapaterías como administrativa y salía más temprano que su amiga.

—¿Y en qué has pensado trabajar? Porque no me cabe la menor duda de que ya tienes alguna idea al respecto.

—Se me ha ocurrido aprovechar mis ratos libres.

—Ah... ¿pero tú tienes eso?

—Algunos domingos por la mañana y horas sueltas entre una visita y otra a pisos de la inmobiliaria.

—¿Y por qué no aprovechas esas horas libres para meterte en un cine a ver una película, leer un libro o simplemente descansar?

—Ya descansaré cuando sea vieja. Ahora tengo treinta años y me falta vida para todo lo que quiero hacer.

Amanda sacudió la cabeza. No iba a convencerla, tratar de hacerlo era misión imposible. Conocía a Cristina desde hacía quince años y jamás la había visto quieta más de diez minutos.

—También podrías aprovechar ese rato para echar un buen polvo, ya que no para descansar.

—A eso no le diría que no, pero no hay ningún candidato a la vista.

—Pues emplea tus energías en buscarlo; seguro que será más productivo y te dará más satisfacciones que otro trabajo.

Cristina negó con la cabeza y se levantó para dirigirse a la cocina a buscar el postre. Colocó una fuente con fruta y una lata de gallegas caseras sobre la mesa.

—¡Serás arpía! ¿Cómo me pones una caja de mis galletas favoritas delante a estas horas de la noche?

—Por eso, porque son tus favoritas.

—Son casi las once, me voy a ir a la cama en poco rato y todo el azúcar y la mantequilla se van a posar en mi tripa y mis caderas mientras duermo.

—¡No será para tanto!

—¿Que no? Cogí tres kilos el verano pasado y no consigo soltarlos por mucha dieta que haga.

Sin fuerza de voluntad, Amanda alargó la mano y cogió una galleta, mientras su amiga colocaba un puñado en su plato y se llevaba la caja de vuelta a la cocina.

—¿Vas a decirme en qué otra cosa piensas trabajar? —preguntó mordisqueando despacio la gall

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