Te tengo en mi piel (Segundas oportunidades 2)

Bela Marbel

Fragmento

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PRÓLOGO

Byron pensó que lo más difícil ya estaba hecho. Sí, lo llevó a cabo casi sin pensar, fue una cuestión de reacciones. No pudo soportar ver ese gesto de dolor en su hermoso rostro.

Era evidente que Candy se sentía aterrada ante la idea de volver a caer en el barro... Como aquella vez, cuando él supo que era suya, y maldita gracia que le hizo. No podía seguir luchando, no era capaz, aunque en su fuero interno quisiera hacerlo con todas sus fuerzas.

Y cuando probó su sabor, se acabó toda su vida tal y como la conocía hasta ese momento.

Había repasado esa escena una y otra vez y hasta él estaba de acuerdo con Nat en que se había comportado como un cerdo machista, y no es que lo fuera, pero sí era alguien acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. En ese momento había querido cerrarle la boca a Candy, pero no había esperado la reacción de ella; ese miedo mezclado con deseo y algo más, una pasión salvaje que se guardaba para sí dentro de aquella fachada de princesa pálida.

La mirada cargada de terror y furia era la misma que distinguía en su rostro inmaculadamente maquillado en ese momento. Había algo en ella que lo obligaba a actuar.

La boda de George y Nat era íntima, apenas la familia, algunos amigos y trabajadores. Y Candy.

Él no esperaba que tuviera el valor de asistir; su exnovio se casaba con la española, a la que ella odiaba. Pero Candy, su Candy, se había presentado con Mark, nada menos.

Mark, el gran amigo de George; su voz de la conciencia. El Santo, como le llamaban ellos. Las chicas lo adoraban y siempre ponía cordura en sus vidas. Incluso estuvo a punto de morir por defender a su amigo y eso él lo valoraba por encima de todo, pero lo conocía lo suficiente como para saber que la rubia no le interesaba de ese modo.

Y aunque así fuera, no iba a ser suya. Desde luego, Candy había demostrado que los tenía bien puestos. Pero en esos momentos, con el tacón clavado en el barro y a punto de caer al suelo delante de los invitados, toda esa fachada de dignidad pendía de un hilo.

Mark no andaba cerca, pasaban los minutos y Candy no se movía, suponía que por miedo a terminar por tierra, y su cara reflejaba mucha más angustia de la que la escena describía.

Lo iba a hacer; iba a salvarla y, de paso, a morir en el intento.

Fue hasta el lugar en el que había dejado su quad, se subió y se encaminó hacia el mismo centro de la celebración. Varias mesas volcaron a su paso, oía a la gente maldecir y llamarle loco, pero sin reducir la velocidad, agarró a su presa por la cintura y la montó sobre sus rodillas, desapareciendo de la fiesta.

En apenas tres minutos había declarado una guerra, y la persona a la que había salvado no estaba precisamente contenta.

Al llegar al lago paró el motor del vehículo. Candy intentó saltar de entre sus brazos, pero eran fuertes y poderosos y la sujetaban contra él mientras lloraba y se debatía en una lucha que había perdido antes de empezarla; no solo por la fuerza del hombre, sino por sus propios sentimientos.

—Tienes dos minutos para desahogar tu frustración —la amenazó sin piedad—. Después voy a hacer que te olvides hasta de tu nombre y espero que no vuelvas a pensar en él en esos términos. No quiero tener que matarlo.

—¡Déjame! ¡Suéltame! Quiero... quiero... —Ella siguió peleando, aun sin saber qué quería exactamente.

No la dejó terminar. El indio enredó la tosca mano en su sedoso cabello y tiró de él hasta dejar la blanquísima garganta completamente expuesta para lamerla de abajo a arriba hasta llegar a la boca, que intentaba, con poco éxito, inhalar algo de aire que llevarse a los pulmones.

—Te queda un minuto. Llora, patalea, grita... Después se acabó. No más George, ¡nunca!

—Tú no puedes decirme a quién querer. No puedes obligarme. Tú... tú... —Intentaba articular las palabras mientras él deslizaba la otra mano por su espalda, para introducirla con habilidad bajo el vestido.

Ella seguía aferrada a su chaqueta y se dejaba hacer al mismo tiempo que intentaba protestar.

—Eso es, princesa. Yo. Yo. Así me gusta. Te quedan treinta segundos. Yo que tú, saldría corriendo.

Ella también lo habría hecho. Sabía que tenía que hacerlo, pero, por algún motivo no podía moverse de donde estaba. No quería perder el amparo de ese duro cuerpo. La realidad la golpeó como un puñetazo; quería tener dentro ese duro cuerpo.

—Se acabó el tiempo —la informó, a la vez que bajaba la mano hasta sus nalgas y las apretaba con fuerza.

No la estaba besando a pesar de que su boca se empeñaba en buscarlo, entreabierta y dispuesta. Con un hábil movimiento, él la colocó a horcajadas encima de su propio regazo. Sintió un ramalazo de placer al notar la protuberancia que él restregaba con descaro contra su sexo.

—Me asustas —gimió ella.

—Mejor. —Y se lanzó a su boca, casi engulléndola.

Nunca la habían besado de esa forma. Era brutal, exigente, primitivo... salvaje. «Su salvaje». No, estaba loca. No podía pensar en él en esos términos. Se sentía confundida, asustada y él estaba aprovechándose, decidió. «Sí, pensando así se sentía mejor con su conciencia».

—Cuando se enteren de que me has secuestrado y me estás forzando, mi familia te va a matar —lo amenazó, mientras levantaba el trasero y dejaba que él le arrancara el fino tanga rojo de un tirón.

—Los estaré esperando.

Los dedos de él vagaron entre sus nalgas. Sin darse cuenta se tensó ante el placer que le proporcionó descubrir que deseaba que él siguiera explorando aquella sensación, desconocida para ella. Y lo hizo, al tiempo que soltaba su cabello y bajaba por la garganta la mano con que lo aferraba, llegando hasta el pecho, que tomó con la palma, rozando el pezón con el pulgar, que estaba rosa, duro y apetecible. Luego se lo metió en la boca, chupó y tiró de él hasta que ella no pudo evitar gemir y arquearse contra él.

El deseo que sintió fue brutal, devastador. No sabía que podía sentir tanto placer con aquella caricia prohibida, con esa forma de tocar... Tan duro, tan áspero, tan fuerte...

Le gustaba. Le gustaba mucho. Si solo apretara un poco más, podría correrse en ese mismo instante.

Él la había hechizado, estaba claro. Ella era modosita, más bien tímida en cuestiones de sexo, y esas cosas le daban vergüenza. Se odió por sentirse tan excitada y necesitada por culpa de un maldito salvaje que la trataba como a una...

—Eres un bruto. George siempre fue dulce...

Una fuerte palmada resonó contra su trasero. El picor la puso tan al límite del abismo del placer que la enfureció.

—Si vuelves a nombrar a otro hombre mientras estás conmigo, te pondré este hermoso y redondo culo como un tomate —la amenazó.

Ella se movió como una gatita y, despacio, con delicadeza, le pasó la mano por la cintura. Pero, en un rápido movimiento, se hizo con el cuchillo que él siempre llevaba en la parte de atrás del cinturón y se lo apretó contra la garganta. Alzó las cejas mientras sonreía con gesto ganador al tiempo que, con la otra mano, se enredaba el oscuro y largo cabello de Byron en el brazo y tiraba de él.

—Si vuelves a amenazarme

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