Un caballero de East End

Ana de Liévana

Fragmento

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1

Londres, 1 de noviembre de 1887

«No hay en el mundo entero un valle tan dulce

Como ese en cuyo seno se encuentran las brillantes aguas.

¡Oh! Los últimos rayos del sentimiento y de la vida han de partir

Antes de que este valle florecido se desvanezca de mi corazón».

Connor O’Malley no podía sacarse de la cabeza esa estrofa de las Melodías irlandesas de Thomas Moore. Había leído el libro entero innumerables veces desde que su padre se lo regaló, pero esos versos en especial los llevaba grabados a fuego en su mente y en su corazón. Eran justo las palabras con las que él, si hubiera sido bendecido con el don de los poetas, describiría su hogar. Connor no era poeta —nada más lejos—, y agradecía al señor Moore que hubiese puesto en palabras lo que él, en su memoria, solo alcanzaba a retener como imágenes. Los interminables mantos de turba. El brezo violeta que alfombraba las colinas. La poderosa cascada Powerscourt. El condado de Wicklow, el jardín de Irlanda... No, no había en el mundo entero un valle tan dulce.

—Llegaremos a la estación de Waterloo en unos quince minutos, señor.

La voz del revisor le devolvió al tren en el que se encontraban y a la realidad.

—Gracias.

Guardó el libro en su bolsa de mano y miró a su hermana menor. Deirdre contemplaba por la ventanilla el extrarradio de Londres, con la barbilla apoyada en la mano y la frente pegada al cristal. Parecía completamente absorta, pero Connor sabía que por su mente de adolescente era más probable que desfilaran fantasías de próximas aventuras en la gran ciudad que pensamientos melancólicos. Deirdre era confiada, alegre y optimista por naturaleza. Por supuesto, el fallecimiento de su padre y el abandono de Malley House había supuesto para ella un golpe tan duro como para Connor, pero su actitud ante la nueva vida que les esperaba en Londres era muy distinta. Solo tenía dieciséis años y estaba expectante ante la cantidad de cosas maravillosas que le depararía el futuro.

—Llegaremos pronto, niña.

Deirdre se volvió hacia él y le sonrió, no solo con los labios, sino también —y sobre todo— con sus grandes ojos azules. Su hermana tenía la virtud de tranquilizar su ánimo con un simple gesto, y Connor le devolvió la sonrisa.

—¡Estoy deseando ver Londres! ¿Tú no?

—Claro —respondió él, tratando de sonar más animado de lo que en realidad se sentía—. Pero hoy deberías irte a dormir pronto. El viaje ha sido agotador.

—No estoy cansada. He dormido en el barco.

Deirdre sacó un pequeño espejo de su bolso y se contempló sujetándolo con una mano mientras que con la otra trataba de recomponerse el peinado. Su cabello era negro y ondulado, largo hasta la cintura, y se lo había peinado en una complicada trenza que le caía sobre el hombro. Connor sonrió ante su femenina coquetería. Era algo nuevo, en realidad, pues en Irlanda nunca le había importado su apariencia externa, pero suponía que la perspectiva de vivir en la gran ciudad de Londres había despertado en su hermana ese nuevo interés por su aspecto.

Él estaba un poco más preocupado. Bastante más, si tenía que ser sincero. Pero eran cuestiones que no tenía por qué compartir con su hermana, aún una niña en muchos aspectos. En realidad, después del fallecimiento de su padre, de descubrir las graves deudas que le había dejado en herencia y de haberse visto obligado a vender Malley House para pagar a los acreedores, las cosas solo podían ir a mejor. Pero, aun así, Connor no podía quitarse de encima la sensación de que no las tenía todas consigo.

Todos los conocidos y amigos de Connor —los lores y ladies que vivían en las mansiones vecinas, los condes y barones con los que su padre había salido tan a menudo a cazar, y las dignas señoras que aseguraban provenir de los antiguos reyes de Irlanda, y que con tanta insistencia sugerían presentarle a sus hijas casaderas—, todos ellos le habían vuelto la espalda al enterarse de que Cirian O’Malley había muerto debiendo a sus acreedores el equivalente al valor de Malley House y todos sus terrenos circundantes. Connor había sido incapaz de comprender cómo su padre había llegado a tal endeudamiento hasta que el anciano lord Cavannagh, cuyas tierras colindaban con las suyas, le insinuó, más bien de manera desagradable, que tal vez el asunto tuviera algo que ver con las carreras de caballos. No era infrecuente que un terrateniente irlandés se divirtiera apostando en las carreras, sobre todo teniendo en cuenta los proverbiales conocimientos equinos de los irlandeses, pero que su padre hubiese perdido tantísimo dinero y que, además, lo hubiera guardado en el más absoluto secreto, fue algo que conmocionó a Connor casi tanto como su propio fallecimiento.

Después vinieron los comentarios crueles de los vecinos; el mal trago de tener que despedir a los trabajadores de Malley House, a quienes Connor conocía desde su infancia, y la búsqueda de un comprador. Finalmente, un americano que había hecho fortuna en el ferrocarril se interesó por la mansión, asegurando que era justo lo que buscaba para pasar largas temporadas en «la Vieja Europa». Aceptó el precio que había marcado Connor y este pudo zanjar la cuestión con los acreedores. Deirdre le obligó a repetírselo tres veces, sin creerle, cuando le explicó que tenían un mes como máximo para dejar su hogar. Cuando le preguntó en qué lugar de Irlanda vivirían después, Connor no supo qué contestar. No tenían dinero para comprar otra casa. Las cosas ya estaban lo suficientemente mal allí, debido a la presión inglesa, y a menos que uno fuera un terrateniente adinerado —lo que habían sido ellos hasta entonces, por otra parte—, no era fácil salir adelante.

Connor pasó días enteros sin dormir, tratando de encontrar una solución. Y cuando llegó desde Londres la carta de un viejo amigo inglés de su padre, William Peterson, ofreciéndole un empleo y un nuevo comienzo en otra ciudad, le pareció que era lo único sensato que podían hacer. No era que deseara abandonar Irlanda, pero si debía dejar la casa donde había nacido y sido feliz durante sus treinta años de vida, al menos tendría cerca al único amigo que les quedaba. Llenaron cada uno un baúl con sus ropas y objetos más queridos y salieron hacia el puerto de Dublín en un doloroso silencio, dejando atrás los prados color esmeralda y los mantos de brezo.

Llevaban ya tres días de viaje, y esa punzante sensación de dolor y de pérdida no se mitigaba en su interior ni siquiera un poco. Deirdre, en cambio, se había ido animando en el barco al conocer, nada más cruzar la pasarela, a una joven inglesa que le habló de las maravillas de Londres. Mientras ellas parloteaban frente a sendas tazas de té en el interior de la nave, Connor había permanecido largo rato en cubierta, apoyado en la barandilla y contemplando el mar. Había hecho un tiempo horrible durante toda la travesía, y el aire estaba cargado de rociaduras que le azotaban el rostro y le humedecían el abrigo, dejándole los labios con sabor a sal y los ojos irritados por el viento. Pero había continuado allí hasta que sintió todos sus huesos traspasados por el frío. No podía dejar de pensar en la tierra que habían dejado... Antes de que este valle florecido se desvanezca de mi corazón.

El tren entró en

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