Mascarada a la luz de la luna (Trilogía Moonlight 3)

Jude Deveraux

Fragmento

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Créditos

Título original: Moonlight Masquerade

Traducción: Francisco Pérez Navarro

1.ª edición: febrero, 2015

© Jude Deveraux, 2013

© Ediciones B, S. A., 2015

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

DL B 3537-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-951-0

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

Portadilla

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Prólogo

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Prólogo

Prólogo

Edilean, Virginia

—¡Dimito! —anunció Heather—. No aguanto más el malhumor de ese hombre.

Estaba en la recepción del consultorio del doctor Reede Aldredge y hablaba con sus otras dos empleadas, Alice y Betsy.

Alice quería jubilarse y estaba desesperada porque Heather, joven, recién casada y recién llegada a Edilean, ocupara su puesto, pero esta tenía problemas para ajustarse a la afilada lengua del doctor Reede. Que Betsy y Alice recurrieran a un supuesto «afán perfeccionista» para disculparlo, no ayudaba.

—Nunca tiene una palabra amable para nadie —argumentaba tozudamente.

—Es su forma de ser. Pero normalmente tiene razón. Hoy mismo lo he saludado con un «Buenos días», y me ha respondido: «¿Cómo voy a saberlo si no he podido salir de la consulta?» Y ayer le dijo a la señora Casein que su único problema era que comía demasiados pastelitos de los que hace su marido.

Betsy y Alice la miraron fijamente sin responder. La primera rondaba los cincuenta años, vivía en Edilean desde los seis y se alegraba de no ser enfermera como Heather. Su trabajo se limitaba a sentarse todo el día frente a la pantalla del ordenador y atender el teléfono, lo que la mantenía casi toda la jornada laboral lejos del doctor Reede.

A Heather no le fue difícil deducir el tipo de mirada que las otras dos mujeres le dirigían.

—Lo sé, lo sé —aceptó—. Eso de los pasteles es verdad. Pero ¿no podría intentar ser un poco más diplomático? ¿Es que ni siquiera ha oído hablar de los buenos modales? La semana pasada Sylvia Garland salió llorando de la consulta. Fue todo, menos simpático.

Las dos mujeres repitieron la misma mirada.

—¡¿Qué pasa?! —preguntó Heather, exasperada.

Se había instalado en Edilean porque su marido trabajaba cerca de allí, y opinaba que una ciudad pequeña era un lugar estupendo para criar a sus futuros hijos. Además, le encantó conseguir un trabajo de enfermera tan cerca de su nueva casa. De eso hacía ya tres semanas, y ahora ya no estaba segura de querer conservar aquel empleo. Se había pasado toda la semana asegurando que iba a dimitir.

Betsy fue la primera en responderle.

—Todos en la ciudad saben que Sylvia Garland no sale con las otras chicas las noches de los martes... todos excepto su marido. Ella prefiere quedarse durmiendo, y el doctor Reede se lo dijo.

—¿Y eso es asunto suyo?

—Las enfermedades contagiosas lo son, supongo —le explicó Alice—. Además, el doctor Reede solía trabajar con gente que tenía problemas graves, como elefantiasis o lepra.

Heather conocía el trabajo desarrollado por el doctor Reede en todo el mundo, pero no le parecía una buena excusa.

—Si cree que las enfermedades de una ciudad pequeña no son dignas de su atención, ¿por qué no se marcha a otra parte?

Las otras dos mujeres volvieron a intercambiar miradas, y finalmente fue Alice la que se decidió a hablar.

—Ya ha intentando que alguno de sus colegas se haga cargo de la consulta.

—Pero, hoy en día, a los médicos solo les importa ganar mucho dinero —añadió Betsy—. Y tampoco quieren vivir en una ciudad pequeña como esta, atendiendo a pacientes que hablan demasiado y a turistas que se quejan de las picaduras de los mosquitos.

—Aunque disfrutó mucho del rescate del mes pasado —dijo Alice—, cuando tuvo que descender por aquel precipicio.

—¡Genial! —exclamó Heather—. ¿Se sentiría más feliz si todo el mundo se despeñara por una montaña?

Por un instante, tanto Alice como Betsy parecieron sopesar la idea. También estaban bastante hartas del sempiterno malhumor del doctor Reede. De hecho, aunque no lo admitiera, esa era la verdadera razón por la que Alice había optado por una jubilación anticipada.

Heather se dejó caer en una silla plegable junto a la fotocopiadora.

—¿Es que no tiene vida personal? ¿Una novia o algo así? Es guapo... o lo sería, si no anduviera siempre con el ceño fruncido. ¿Es que no ha sonreído en toda su vida?

—Antes solía sonreír mucho —reconoció Betsy—. Cuando era pequeño le encantaba venir a visitar al padre de su primo Tristán, que era el médico titular. Reede era un niño adorable y muy seguro de sí mismo. Siempre supo que quería ser médico, pero...

—¿Qué? ¿Qué pasó? —urgió Heather.

—Laura lo dejó y se casó con el pastor baptista —respondió Alice.

—¿Dónde?

—¿Dónde qué? —se extrañó Alice.

—¿Dónde e

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