No serás un extraño

Laura Mercé

Fragmento

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1

Las últimas claridades se desvanecían en el cielo. De manera repentina el viento dejó de murmurar, y ramas y follajes callaron hasta producir, en torno al solitario caminante, un pesado silencio.

El hombre levantó la cabeza y miró alrededor.

—Tampoco hoy llegaré temprano a casa —musitó pesaroso—. El nerviosismo ya habrá hecho presa en Sara y también en mi pequeña Diana. Debo darme prisa si no quiero que la noche me sorprenda en el camino.

Con gesto maquinal, apretó la vieja y ventruda, cartera de cuero, que llevaba bajo el brazo, y apuró el paso. Al llegar a una esquina la dobló y se dirigió a un paraje bordeado de arbustos y tupidos matorrales. De a ratos el camino se convertía en pronunciadas pendientes; el suelo arenoso y húmedo no le facilitaba la marcha.

Por fin, tras más de media hora de ininterrumpido avance, el hombre se detuvo frente a la valla de una casa rodeada de árboles.

—El salón está iluminado —murmuró con una sonrisa—. Eso quiere decir que Sara ha podido dejar el lecho y, con seguridad, Diana le estará leyendo un libro.

Empujó la portezuela y, un momento después, pulsó el botón eléctrico de llamada. Mientras esperaba que le abrieran, se quedó contemplando con fijeza, aunque sin prestarle demasiado interés, una placa de lustrado cobre en la pared donde se leía:

Ronald Morrison Cameron

Ingeniero

La puerta se abrió muy despacio y en esta apareció una niña de aproximadamente diez años con un dedo sobre los labios, recomendándole silencio.

—Hola, papá. Entra deprisa y de puntillas. Mamá aún duerme.

—¿Duerme? Pero…, al ver luz en el salón, creí que estaría despierta esperándome.

—No pudo, le estuve leyendo un capítulo de David Copperfield y enseguida noté que la lectura la adormecía. Entonces corrí a rogarle a Emma un poco de silencio, y volví luego junto a mamá para velar su sueño —hizo una pausa y, al observar sus pies, añadió—: papá, quítate las botas mojadas mientras corro en busca de tus zapatillas. Así andarás sin ruido por la casa.

—Muy bien preciosa —respondió él con una sonrisa. Sin cambiar de expresión añadió—: pero antes cuéntame, ¿cómo ha pasado el día tu madre?

—No lo sé, papá. El doctor Taylor no ha venido aún. Mamá tomó todas sus medicinas y al mediodía comió algo de pescado, y un poco de caldo. Después, como siempre, ha estado hablando sin cesar de su cansancio —sonriéndole cariñosa, adicionó—: enseguida te traigo tus zapatillas.

Diana desapareció internándose por el largo pasillo. Ya a solas Ronald Morrison Cameron reprimió un suspiro. Las últimas palabras de su hija eran ciertas: hacía ya dos años que Sara, su adorada esposa, se quejaba de cansancio. Dos años en los que había adelgazado, perdido el color y las fuerzas, mientras luchaba contra una dolencia traidora que la roía por dentro. Los médicos no se ponían de acuerdo; unos habían diagnosticado vagamente que si era anemia perniciosa, que si era fatiga nerviosa, que si esto, que si lo otro. Y todos los consejos facultativos se resumían en mucho reposo, buena comida y un cambio de clima; una larga temporada, preferentemente, en la Costa Azul.

Diana regresaba con las zapatillas en la mano. Minutos después, padre e hija entraban en el salón donde, sentada en su mecedora, dormitaba Sara Bennett Wilson; los finos cabellos, color del oro oscuro, colgaban en caprichosos rizos junto a las sienes. Su cuerpo, de una delgadez visible, se perdía bajo los pliegues de un amplio peinador de seda gris malva, que realzaba aún más la blancura de su piel.

Con una opresión en el pecho, Ronald la miró con detenimiento: nunca la delgadez y la fragilidad de su esposa le habían parecido tan crueles. La rosada sombra de la pantalla de luz resultaba impotente para darle color de vida a su faz marfileña y disimular la palidez de sus labios. Sobre la fina epidermis de la frente, cerca de las sienes, se perfilaban las cejas con una precisión impresionante. En el abandono natural del reposo, las facciones de la durmiente parecían tener ya marcadas la rigidez de la muerte.

—Sara... —susurró él con gesto ansioso.

Pese a lo bajo con que fue pronunciado su nombre, la enferma abrió los ojos. Al ver a su marido junto a la mecedora, una sonrisa iluminó su cara.

—Querido —musitó tendiéndole la mano.

Él se arrodilló junto a ella y, apoyando levemente la cabeza sobre su regazo, permaneció muy quieto. Diana, cerca de ellos, los contemplaba con una sonrisa.

—Mi querido Ronald…, mi querida hija —musitó la enferma mirándolos con ternura. Y abriendo y cerrando los párpados añadió agitada—: si supierais… lo que he soñado… ¡Qué bello sueño! Me hallaba en el jardín de una casa, a la grata sombra de un parasol, bajo un cielo purísimo, frente al mar azul…, donde unas barcas de nítido velamen se mecían graciosas. La casa era blanquísima, con un tejado rojo en el que el sol y las deshilachadas hojas de unas altas palmeras bordaban sombras de extraños dibujos. Vosotros dos… paseabais a lo lejos, sobre la fina arena de la playa… atraídos por la belleza del mar. Todo formaba una… imagen plena de armonía, de luz y de color. Y el aire sutil, tibio y perfumado…, penetraba en mi carne como un filtro de vida, dándome… fuerzas y alegría. De pronto, cerca de mí... envuelto en una aureola luminosa, vi… algo así como un bello ángel… que me mostraba, en un amplio y expresivo gesto, el cielo, el mar y la casa, mientras me decía: «Muy pronto tendrá usted un lugar digno del Paraíso» ¡Qué sueño tan delicioso! —concluyó extenuada.

—Pero ¿qué dices? —replicó Ronald riendo—. ¿Sabes una cosa? No ha sido un sueño, Sara, tu paraíso existe y tú serás en él… ese hermoso ángel de tus sueños. ¡Escúchame, dentro de poco tiempo partiremos para el Mediterráneo y nos instalaremos en la Costa Azul, o en la isla de Mallorca, a la que tanto deseas conocer!

Sara juntó sus pálidas manos y abrió los ojos asombrada.

—¡Dios mío! —exclamó excitada—. ¿Entonces, has estado con mi hermano? ¿Norman ha hecho al fin… algo por ti…, por nosotros?

—Sí, antes de una semana saldré hacia París. Allí me quedaré unos días para presentar mis planos y proyectos al amigo y asociado de Norman, el barón Armand Leblanc de Benlliure, a quien es posible que mi invento le interese.

—¿Y cómo te ha recibido… sir Norman Bennett Wilson? ¿Te demostró... rencor?

—No, se mostró según su costumbre: reservado y frío, pero correcto. Hacia el final de la conversación, con tono cordial, me dijo: «¡No quisiste seguir mis consejos! Y tus investigaciones científicas te han devorado no solo el capital, sino las reservas. Muy caro, excesivamente caro ha resultado el error. Pero no veas en mis palabras reproche alguno...», naturalmente reconocí que algo de razón estaba de su parte. A continuación, le expuse mis proyectos y le mostré mis planos. Me escuchó atentamente, entre serio y sonriente. Y para probarme su confianza, me ofreció un adelanto de mil libras esterlinas...

—Que tú… no habrás aceptado…, supongo —lo cortó Sara mirándolo expectante.

—Pues te engañas; he aceptado. La devolución de ese dine

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