El amor no es suficiente

Marian Arpa

Fragmento

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PRÓLOGO

Sergio Roca estaba en su despacho tomándose una copa con su hermano Guillermo. Este le estaba incordiando otra vez para que no trabajara tanto y se dedicara un poco de tiempo a su vida personal. Desde que Sergio se había dado de bruces con el fiasco de su matrimonio que no había vuelto a querer saber nada de relaciones duraderas. Tenía breves encuentros con mujeres, pero no quería ni oír hablar de nada duradero.

—No todas las mujeres son como María, ¿sabes? —insistía Guillermo.

—Olvídalo, disfruto de la vida que tengo. No quiero una mujer a mi lado que a la más mínima oportunidad me corone otra vez y que luego me venga con que es culpa mía por tenerla abandonada, por trabajar demasiado.

Esa conversación la habían tenido varias veces los hermanos, y a Guillermo le daba la impresión de que Sergio se sentía responsable de que su matrimonio no hubiese funcionado.

—Tú no tuviste la culpa de nada. María nos engañó a todos.

—Ya.

—Lo que creo es que tendrías que destapar la caja de los truenos, decir la verdad a la familia y que ella se enfrente a sus propios vicios. Con el tiempo que ha pasado ya, debería de haberles dicho a sus padres que lo vuestro no funcionó.

Sergio sabía que su hermano tenía razón, y tenía pensado aclarar las cosas con su familia muy pronto, pero antes quería darle una última oportunidad a María para que hiciera lo propio con los suyos.

—Muy pronto, hermano.

—¿Eso quiere decir que vas a rehacer tu vida?

—¿Quién te ha dicho que lo necesito? Como estoy, estoy muy bien. No necesito encadenarme a nadie.

Guillermo lo miró con picardía.

—Creo que a mamá le haría feliz malcriar a un nieto o dos.

—Pues ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Sergio soltando una carcajada al ver la mueca que hacía su hermano.

Un denso silencio cayó sobre el despacho, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Había algo que Guillermo nunca había compartido con Sergio, pensando que este ya tenía bastante con su propio fiasco de matrimonio.

Se sirvió un poco más de whisky con hielo, y el mayor pudo darse cuenta de la tensión en la espalda de su hermano mientras miraban por la ventana las luces que iluminaban Barcelona. A él solía relajarlo aquella visión, pero en ese momento estaba pendiente de Guillermo. Pensó que tendría algún problema de faldas.

—Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

—Lo sé. —Pareció evaluar un momento qué decirle—. Lo cierto es que no se puede uno fiar de ninguna mujer.

Aquella afirmación hizo que Sergio frunciera el ceño.

—Espero que lo que dices no tenga nada que ver con lo mío con María. Estoy seguro de que no todos tus ligues son unos angelitos… pero, de ahí a no confiar en nadie…

—¿Recuerdas a Estrella? —Sergio afirmó con la cabeza—. Y supongo que también a Lola y a Ana.

Sergio sonrió al recordar a esas amigas de su hermano. Le caían bien: eran divertidas, guapas e inteligentes. Guillermo tenía una larga lista de mujeres que se habían desvivido por él; sin embargo, ninguna relación había cuajado.

—Y unas cuantas más —le guiñó un ojo con una sonrisa en los labios. ¿Qué le pasaba a su hermano que seguía con el semblante serio, a pesar de que él trataba de que sonriera? Se preocupó Sergio.

—Hubiera tenido mejor suerte con cualquiera de ellas, pero solo estas tres dejaron huella, y no precisamente una buena.

—¿De qué me estás hablando?

Nunca se imaginó a Guillermo sufriendo por amor. Era un truhan que las llevaba a todas de cabeza desde su adolescencia. Era encantador y a ellas les gustaba.

—¿Qué paso? —Sergio lo miraba con el ceño fruncido.

—Me engañaron.

—¿Cómo fue eso?

La intensidad de la mirada de Guillermo debería haberlo alertado.

—Yo no les importaba un pimiento, solo pretendían ser las «señoras de».

—No me lo puedo creer. ¿Cómo te enteraste? —Sergio tenía el ceño fruncido.

—A Lola la pille tirando la píldora al inodoro. Ella siempre me decía que lo tenía todo controlado para que no hubiera un embarazo no deseado. A Ana la escuché hablando con su madre. Le estaba diciendo que muy pronto habría un bebe y la iba a sacar de sus problemas económicos. La verdad es que si me lo hubiera pedido las habría ayudado encantado.

Por la mirada de Guillermo, Sergio supo que le dolía lo que le estaba contando.

—¿Y qué pasó con Estrella?

—Ella fue la gota que colmó el vaso. Estábamos en mi casa, fui a darme una ducha al levantarme y cuando salí del baño estaba agujereando con un alfiler los preservativos que tenía en la mesita de noche. La pillé con las manos en la masa.

A Sergio se le abrió la boca de puro asombro.

—¿Qué dijo cuándo la sorprendiste?

—Esto te va a encantar… —Guillermo parecía transportado al pasado. Recordaba lo ocurrido como si hubiese pasado el día anterior—. Me habló de un juego, que por lo visto ya había practicado antes. Era como una especie de ruleta rusa, se perforaban varios preservativos y si esos eran usados los días fértiles… Llegó a explicarme que era divertido llegar a esos días del mes con la duda de si se estaba embarazada o no. No me creí ni una palabra; quería cazarme con un crio, no me cabe duda.

Sergio se quedó helado al escuchar a su hermano.

—¿Sabes lo frustrante que es no saber si la mujer que está contigo lo está por ti o por tu dinero?

—No puedo ni imaginarlo.

Al mirar el rostro de Sergio, Guillermo se sintió culpable por haberle contado aquellos problemas a los que se enfrentaba cuando conocía a una mujer.

Desde lo ocurrido, había optado por cambiar de conversación cuando algún ligue le preguntaba por su trabajo. A las más insistentes les decía que era encargado de recursos humanos de una empresa de ropa interior, sin decirles que él era copropietario junto con su hermano. No les mentía, nunca lo hacía. Era una costumbre que su madre le había inculcado desde muy pequeño: «Las mentiras tienen las patitas muy cortas», solía decirle. Y él había crecido con aquella creencia, dado que la bendita mujer siempre sabía cuándo él no le contaba la verdad.

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CAPÍTULO 1

Era jueves por la tarde. Virginia Santos estaba que se la llevaban los demonios. Le habían avisado hacía poco de un inventario sorpresa, de vez en cuando solían hacerlo. Julián, el jefe de contabilidad y su superior, se había ido ese día para disfrutar de un largo fin de semana, por lo tanto, todo el trabajo caía sobre sus espaldas. Eso no era una novedad: la que llevaba la contabilidad era ella. Él solo se limitaba a presentar los papeles que le preparaba, y en ese momento, por si fuera poco, tenía que localizarlo. A la mañana siguiente tenía que estar allí

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