Los demonios del pasado (Serie Porvenir de papel 2)

Olga Hermon

Fragmento

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CAPÍTULO I

Ricardo Hamilton observaba el rostro tranquilo de su hija mientras dormía, acarició la blanca piel de su mejilla, depositó un beso en la frente tibia y respiró con alivio. Apenas unas horas antes, cuando aguardaba en la sala de espera sin saber si sobreviviría al disparo recibido, pudo pensar y recapacitar sobre sus acciones pasadas.

Le dolía el alma por haberla dejado crecer sin su atención y apoyo; ahora comprendía que todo el tiempo que desperdició manteniéndola lejos de él, jamás regresaría, pero aún estaba a tiempo de luchar por recuperar su confianza, respeto y, por qué no, su perdón, y haría lo que fuera necesario por conseguirlo. Sabía que le costaría lágrimas de sangre; eso y más se merecía.

En ese momento de aceptación se juró a sí mismo que dedicaría el resto de su vida a velar por su hija y por su nieto. En silencio, las primeras lágrimas escaparon de sus ojos como si se tratara del sello para legitimar el trato.

—Hola, preciosa, ¿cómo te sientes? —preguntó minutos después, cuando la vio abrir los ojos.

—Bien, papá, gracias, ¿y tú cómo estás? —respondió con debilidad, sin dejar de advertir esa mirada de inusual ternura en sus ojos cansados.

—Feliz, mi niña. —Aspiró con profundidad para detener el llanto que pugnaba por salir de su garganta—. Solo quiero que sepas que, ¡lo siento con todo mi corazón! —Se quebró y no pudo continuar.

Isabella nunca había visto a su padre derrumbarse, siempre lo vio imperturbable y frío. Ahora él lloraba como si fuera un niño pequeño mientras tomaba su mano para aprisionarla junto a su pecho.

—Ha llegado la hora de que tú y yo tengamos una conversación que debimos de haber tenido hace mucho tiempo —don Ricardo comentó más controlado.

—Claro, papá —respondió a punto de desmoronarse.

—¡Oh, Dios! He cometido tantos errores que no sé cómo enmendarme —sollozó.

Conmovida hasta la médula, Isabella se abrazó a su padre y juntos descargaron esas lágrimas que por años no se permitieron derramar, y así abrazados se consolaron en silencio, llenando de calidez sus almas en esa fría habitación de hospital.

Una vez calmados empezaron a hablar como nunca lo habían hecho, Isabella fue testigo del dolor de su padre por la pérdida de su amada, pero, sobre todo, él por fin pudo comprender cuánto lo necesitó y necesitaba ella.

—¿Sabes? Llegué a pensar que no vendrías por mí. —Aún necesitaba aclarar muchas cosas con él.

—Sé que he sido un mal padre, ¡el peor! —Una vez más sus ojos se llenaron de lágrimas de arrepentimiento—. Te alejé porque me recordabas a tu madre y no podía soportar verla en ti; tus gestos, tu rostro, todo me la recordaba. No supe entender a tiempo que en ti me dejó el mejor regalo y por mi cobardía te perdí. Coloqué una barrera entre los dos y nunca te permití cruzar y llegar a mí, ahora solo rezo porque aún no sea tarde para nosotros. —Besó con adoración una y otra vez la mano que mantenía entre las suyas—. ¡Perdóname, hija mía! Te he fallado, no luché por ti, ni te protegí de la ira de Zahir, por… —El nudo en su garganta le impidió continuar.

—Sh, no digas más, papá; el pasado es solo eso y es allí donde quiero que permanezca. A partir de hoy mi vida será mejor, por mi hijo saldré adelante.

—Eres maravillosa. Si me das la oportunidad, juro que me dedicaré a cuidar y a proteger de ti y de mi nieto. Jamás volverás a padecer por mi ausencia, niña linda. Contarás conmigo para como decidas llevar tu vida una vez que salgas de aquí.

«Sí que es caprichoso el destino», pensó Isabella al hacer un recuento de todo lo que tuvo que pasar para que su padre y ella pudieran decirse que se amaban y trataran de restaurar su relación.

Después de la hora de la comida llegaron dos hombres de la policía investigadora, los oficiales Gafar y Tabak, demasiado interesados en que la presunta víctima del poderoso jeque levantara cargos en su contra.

—Ya les dije que todo fue un atentado en contra del señor Vien por parte de su exempleado —repitió con desespero—, en todo caso, él es la víctima y, en cuanto a mi supuesto secuestro, nunca hubo tal. Yo decidí irme con Zahir...

—No es eso lo que él declaró, señorita Hamilton —interrumpió el oficial Gafar.

—Por mi propio pie —concluyó con terquedad—. Si tienen alguna duda, pueden constatarlo en el hotel donde estuve hospedada en Israel y también en los lugares públicos donde fui vista en su compañía. En ningún momento pedí ayuda o manifesté estar en descontento —alegó cansada. No deseaba ver a Zahir tras las rejas, desprestigiado y humillado. Además, todo ese escándalo también perjudicaría a Azím y ella no podría hacerles algo así a los hermanos Vien.

—Ya han escuchado, señores. Ahora tendrán que disculparnos, pero mi hija necesita descansar. Les agradecemos mucho su interés; es reconfortante saber que en este país se preocupan y ocupan por salvaguardar la integridad de sus visitantes. —Don Ricardo apoyó la decisión de su hija sin cuestionarla.

—Por cierto, ayer, mientras dormías, pasó Azím a verte; dijo que regresaría hoy —comentó momentos después, cuando estuvieron de nuevo solos en la habitación.

—¡Qué bien!, me gustaría poder despedirme de él.

—¿Interrumpo? —Como invocado, el susodicho apareció en el marco de la puerta.

—Vaya, justo estábamos hablando de ti —respondió Isabella con una sonrisa.

—Espero que bien.

—Por supuesto.

—Yo… creo que iré por un café. Me ha dado mucho gusto saludarte, hijo, y gracias de nuevo por todo. —Don Ricardo decidió dejarlos a solas para que hablaran.

—¿Estás bien? —preguntó Azím con interés.

—Sí. Mi padre y yo nos hemos reconciliado y regresaré a casa con él.

—Isabella, sé que no es el momento oportuno, pero —se pasó la mano por el cabello, nervioso—, ¿me permitirías seguir en contacto contigo?

A ella también le hubiera gustado conservar su amistad, pero dadas las circunstancias, lo más importante era mantener en secreto la existencia de su hijo. No quería ni imaginar la terrible pelea que tendría con su hermano si se enteraba.

—Azím, por el momento, yo… —No sabía cómo plantear su decisión.

—No digas más, preciosa, en verdad entiendo. Cuando estés lista, llámame, siempre estaré para ti. —Se acercó para tomar su mano y darle un casto beso en los labios antes de salir.

Después de eso, no pudo evitar llorar. Le apenó ver el gesto de dolor en la mirada castaña, pero se alentó diciéndose que era lo mejor para todos.

Mientras se arreglaba para marcharse del hospital, recibió la inesperada visita de Ramsés; al parecer, él era el mensajero asignado para llevar todas sus pertenencias junto con una carta de Zahir.

Isabella lo recibió con una amplia sonrisa, se alegraba de poder despedirse de él también. Nunca olvidaría que le había brindado su amistad en los tiempos más críticos de su vida.

Más tarde, se dio a la tarea de revisar sus cosas para escoger solo aquello que le era necesario, como su ordenador y papeles legales. En cuanto a lo

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