En un hotel de Malmö

Marie Bennett

Fragmento

Capítulo 1

1

No era en absoluto así como habíamos imaginado el principio de nuestra carrera militar: acarreados, desde Malmö hasta Norrbotten, en un vagón de ganado. Algunos de nosotros exhibimos una sonrisa socarrona e incrédula, otros parecen incómodos o desasosegados; por mi parte, tengo miedo, pero doy el pego ironizando con los demás, meneando la cabeza con escepticismo.

Sea como fuere, diez minutos más tarde henos aquí a todos sentados en el suelo mientras el tren abandona lentamente la estación central de Malmö. Somos treinta, apretados como sardinas en lata. El frío es cada vez más intenso y acabamos por apreciar esa promiscuidad, al igual que la fina capa de paja extendida en el suelo. Otros treinta reclutas han subido asimismo al vagón que nos precede, y en el inmediatamente posterior a la locomotora se encuentran los dos suboficiales encargados de conducirnos al norte.

Nadie conoce nuestro destino exacto, pero una cosa es segura, nos dirigimos a alguna parte en la región de Norrbotten. El año 1940 acaba de empezar, hace poco más de un mes que los rusos invadieron Finlandia. Se necesitan hombres para proteger la frontera, con objeto de impedir que los rusos puedan acceder a territorio sueco; resulta fácil extraviarse en un paisaje nevado, donde algunos graneros de heno dispersos constituyen los únicos puntos de referencia. Las autoridades temen que, llevados de su entusiasmo, a los rojos se les ocurra invadirnos.

Me esfuerzo por permanecer sentado muy erguido en mi sitio. No hay espacio suficiente para extender las piernas. Un soldado debe mantener un porte correcto, de manera que me preocupo de hacer un buen papel. Dirijo una mirada circular en la penumbra. La mayoría de los llamados a filas parecen más jóvenes que yo. Algunos todavía son unos chiquillos, el rostro granujiento y la barba rala contrastan vivamente con sus fanfarronadas viriles. Hay quienes hablan ya abiertamente de «cambiar de bando», es decir, de alistarse como voluntarios para luchar con Finlandia contra los comunistas. Durante largo rato rivalizan en frases patrióticas y actitudes heroicas, y eso pese a que ni ellos ni nosotros, que guardamos silencio, tenemos la menor idea de lo que nos aguarda a la llegada.

Llevo botas de invierno, calcetines de lana, calzoncillos largos y dos jerséis debajo del abrigo. El gorro que Kerstin me ha tejido no es muy bonito, pero con este frío se revela un bien precioso, al igual que la bufanda, los guantes y las polainas forradas que llevo en la mochila. No me apetece participar en la animada conversación de los más jóvenes de nosotros, me limito a observarlos. Reparo en un rostro familiar. Un tipo flaco sentado frente a mí, despeinado, que lleva gafas oscuras; considera a los demás con desdén. Se trata de Axel, fue conmigo a la escuela en último curso: un tipo original que se distinguía del resto de la clase por sus notas deplorables, excepto en sueco y en historia, en los que era brillante. Mientras que yo tuve que dejar la escuela, él continuó hasta bachillerato. Dados sus resultados, es un misterio que pudiera proseguir. Según las últimas noticias, trabajaba como reportero en Arbetet.[1]

Mi instinto me dice que a nuestra llegada será preferible que evite la presencia de Axel. Recuerdo que era pésimo en deportes y que no cesaba de desafiar a los profesores en clase de historia. Ahora me está mirando con insistencia: no cabe duda, me ha reconocido. Abro la mochila y finjo buscar algo, hasta que aparta la vista.

Tras varias horas de viaje, el único cambio notable es el descenso de la temperatura. A mi alrededor todos se agitan, algunos se levantan para estirar las piernas y la espalda.

—¿Dónde estamos? ¿Alguien tiene la menor idea?

Un hombre de unos treinta años, ancho de espaldas, de ojos castaños y mirada grave, sentado muy cerca de la puerta, se levanta, la entreabre y echa una mirada fuera. Un aire vivo se cuela en el vagón. Entrevemos un paisaje invernal llano y monótono, sembrado aquí y allá de pequeñas granjas espaciadas y bosquecillos de abetos oscuros con la copa nevada. Podría ser cualquier parte del país. Varios hombres se levantan y miran por el resquicio.

—Tal vez se trate de Småland —sugiere uno de los jóvenes soldados.

Poco después el tren reduce la velocidad y pasa por delante de una pequeña estación rural. Varios de nosotros nos asomamos al exterior para divisar el nombre, pero, al igual que en todas las demás estaciones, lo han ocultado con el fin de engañar al enemigo, una medida necesaria en tiempos de guerra. Finalmente, el hombre ancho de espaldas cierra la puerta.

—No tiene sentido jugar a las adivinanzas. Todavía nos queda un largo trecho. Si nos detenemos, preguntaremos a alguien.

Es medianoche, las paredes y el techo están cubiertos de escarcha centelleante, nos apretamos unos contra otros para mantener el calor. Si necesitamos orinar, hemos de hacerlo por la puerta entreabierta, contra el viento. Espero el mayor tiempo posible; me parece indigno descubrirme así ante todo el mundo, pero al cabo de un rato ya no puedo aguantar más. Avanzo en la oscuridad, tropiezo con los que están sentados de través en mi camino y me esfuerzo por ignorar sus refunfuños.

Me cuesta abrir la puerta, el hombre de ojos castaños me echa una mano. Tengo los dedos tan helados que no consigo desabrocharme la bragueta; me decido a bajarme los pantalones sin más, exponiendo así mis blancas nalgas a las miradas de todos. Mientras me alivio, trato de no pensar en ello. El chorro humeante dibuja formas irregulares en la nieve del exterior. Me subo los pantalones y miro al cielo, un firmamento tachonado de estrellas como jamás lo he visto en la ciudad. Y de pronto los bosques, oscuros y silenciosos, se cierran sobre nosotros.

Alguien me apostrofa desde el fondo del vagón:

—¡Cierra la puerta, carajo, hace un frío que pela!

Me pongo como un tomate y lucho con el batiente helado. Vuelvo a mi sitio tambaleándome, escoltado por las protestas. Me hundo en la paja, aliviado por el hecho de que mi breve excursión a los servicios haya llegado a su fin, cuando de pronto mi estómago se pone a rugir de hambre. Kerstin quería prepararme unos bocadillos, pero como la mochila ya pesaba mucho, me negué.

—Sin duda habrá con qué comer durante el camino —le respondí—. No creerás que van a dejarnos luchar contra los rusos con el vientre vacío...

Como siempre, hablaba por hablar.

Maldigo mi despreocupación y abro la mochila; tal vez a escondidas Kerstin haya metido alguna cosilla para comer. Hurgo entre la ropa interior, los jerséis, los pañuelos y las polainas, hasta que mi mano encuentra en el fondo un paquetito. ¿Serán bocadillos? Lleno de esperanza, extraigo mi botín. Lamentablemente, solo se trata de una bolsita de caramelos Rey de Dinamarca. Sin duda, Kerstin se dijo que podría necesitarlos, allá en el norte, si me entraba dolor de garganta. ¡Menuda decepción!

Me apresuro a abrir la bolsita y engullo un puñado de ca

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