Polos opuestos (Sacred Sins 1)

Nora Roberts

Fragmento

1

15 de agosto. Otro más de una sucesión de días de sudor y cielos caliginosos. No había cúmulos de nubes ni brisas suaves, solo una capa de humedad tan espesa que casi se podía nadar en ella. Los partes meteorológicos de las seis y las once anunciaron consternados que la cosa no quedaría ahí. La ola de calor avanzaba imparable hacia su segunda semana y se convertía en la noticia estrella de la ciudad de Washington D.C., sumida en el letargo de aquellos interminables últimos días del verano.

El Senado estaba de vacaciones hasta septiembre, así que Capitol Hill se movía a paso lento. El presidente se relajaba en Camp David antes de su aclamada visita a Europa. Sin los vaivenes diarios de la política, Washington se transformaba en una ciudad de turistas y vendedores ambulantes. Al otro lado del Smithsonian un mimo actuaba ante una multitud que se había detenido allí, más por darse un respiro que por apreciar su arte. Los delicados vestidos de verano se marchitaban mientras los niños lloriqueaban pidiendo helados.

Jóvenes y mayores acudían al parque de Rock Creek para protegerse del calor al amparo de la sombra, o dándose un baño. La gente bebía litros y litros de agua y de refrescos; también cerveza y vino, pero con mayor discreción. Las botellas desaparecían misteriosamente cuando pasaba la policía del parque. La gente se enjugaba el sudor y achicharraba salchichas en sus picnics o barbacoas mientras miraba a bebés en pañales gatear sobre la hierba. Las madres gritaban a sus hijos que se alejaran del agua, que no corrieran cerca de la carretera, que tirasen el palo o la piedra que acababan de coger del suelo. Como de costumbre, la música de las radios portátiles sonaba a un volumen alto y desafiante: los locutores hablaban de temas candentes y anunciaban temperaturas cercanas a los cuarenta grados.

Entre las rocas del riachuelo se congregaban pequeños grupos de estudiantes que discutían sobre el devenir del mundo, mientras otros, más interesados en el devenir de su bronceado, permanecían tumbados sobre la hierba. Los que disponían de tiempo y dinero para la gasolina habían huido a la playa o las montañas.

Algunos universitarios tenían energía incluso para jugar al frisbee, y los hombres, desnudos de cintura para arriba, mostraban un moreno impecable en sus torsos. Una joven y hermosa artista pasaba el tiempo dibujando sentada al pie de un árbol. Uno de los chicos, cansado de intentar sin éxito que se fijara en esos bíceps que había trabajado durante seis meses, optó por derroteros más obvios. El frisbee cayó con un ruido sordo sobre el cuaderno de la chica, y cuando esta alzó la vista con fastidio, el joven se acercó hasta ella corriendo. Sonrió a modo de disculpa, con la intención de encandilarla, o al menos eso esperaba.

—Lo siento. Se me ha escapado.

La artista se apartó el pelo de la cara y le tendió el frisbee.

—No pasa nada.

Volvió a su dibujo sin tan siquiera dirigirle una mirada.

Pero si algo tienen los jóvenes es empeño. Se agachó junto a ella y miró su dibujo. No tenía ni la más remota idea sobre arte, pero de alguna forma tenía que seducirla.

—Eh, ese dibujo es muy bueno. ¿Dónde estudias?

La chica reconoció la táctica y empezó a pensar cómo quitárselo de encima, pero lo miró el tiempo suficiente para apreciar su sonrisa. Tal vez fuera poco sutil, pero debía reconocer que era mono.

—Georgetown.

—¿En serio? Yo también. Hago el curso de introducción al derecho.

Su compañero se impacientó y lo llamó desde el otro lado.

—¡Rod! ¿Vamos a por esa birra o qué?

—¿Vienes mucho por aquí? —preguntó Rod, ignorando a su amigo.

Nunca había visto unos ojos castaños tan grandes como los de esa artista.

—De vez en cuando.

—¡Rod, venga ya! Vamos a tomar esa cerveza.

Rod miró a su sudoroso amigo entrado en carnes, y después volvió la vista a los fríos ojos castaños de la artista. Ni punto de comparación.

—¡Luego nos vemos, Pete! —gritó, y lanzó el frisbee a lo alto, casi sin mirar.

—¿Has terminado de jugar? —preguntó la artista al observar la trayectoria.

El joven sonrió y le tocó las puntas del pelo.

—Depende.

Pete maldijo y salió en busca del disco. Acababa de pagar seis pavos por él. Esquivó a un perro con el que estuvo a punto de tropezar y bajó una cuesta a trompicones, esperando que no cayera al río, porque las sandalias de cuero le habían costado mucho más. Soltó un taco al ver que el frisbee se dirigía hacia el agua, pero al final dio en un árbol y acabó perdiéndose entre los arbustos. Pete apartó las ramas y se abrió camino, sudando a chorros y pensando en la Moosehead bien fría que le esperaba.

El corazón se le detuvo un instante y después bombeó toda la sangre directamente a su cabeza. No le dio tiempo a recobrar el aliento para gritar. Echó todo el almuerzo: un paquete de Fritos y dos perritos calientes. El frisbee había caído a menos de un metro del agua. Allí descansaba, nuevo, rojo y resplandeciente, encima de una mano blanca y fría que parecía querer devolvérselo.

Se trataba de Carla Johnson, una estudiante de teatro de veintitrés años, camarera a tiempo parcial. La habían estrangulado unas doce o quince horas antes con un amito de sacerdote. Blanco, con los bordes dorados.

El detective Ben Paris acabó el informe del homicidio de Johnson y se derrumbó sobre su escritorio. Había tecleado los hechos con solo dos dedos, al estilo metralleta. Pero seguía teniéndolos en la cabeza. No había agresión sexual, ni robo aparente. El bolso había aparecido bajo el cuerpo, y contenía veintitrés dólares con setenta y seis centavos y una MasterCard. Su dedo todavía conservaba un anillo de ópalo que podría haberse empeñado por unos cincuenta dólares. No había móvil del crimen ni sospechosos. Nada.

Ben y su compañero habían pasado la tarde hablando con los familiares de la víctima. Pensó en lo desagradable que resultaba aquello. Necesario, pero desagradable. Todos habían dado las mismas respuestas. Carla quería ser actriz. Los estudios eran su vida. Había salido con chicos, pero nada serio; se dedicaba en cuerpo y alma a una ambición que jamás lograría alcanzar.

Ben repasó de nuevo el informe y se detuvo unos instantes en el arma del crimen. El amito del sacerdote. Junto a él habían encontrado una nota. Hacía unas horas que la había leído, arrodillado junto a la víctima: «Sus pecados han sido perdonados».

Amén, murmuró Ben antes de exhalar un hondo suspiro.

Aquella noche de mediados de septiembre Barbara Clayton cruzó por el césped de la catedral de Washington a la una de la madrugada. Hacía una brisa cálida y las estrellas refulgían, pero ella no estaba de humor para disfrutarlo. Iba maldiciendo en voz baja mientras caminaba. Una estrella fugaz pasó dejando una estela brillante en el cielo y ni tan siquiera se percató.

Como tampoco lo hizo el hombre que la vigilaba. Había estado esperándola. ¿No le habían dicho que permaneciera atento?

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