Sed de venganza (Cazadores Oscuros 20)

Sherrilyn Kenyon

Fragmento

William Jessup Brady

Alias Sundown

Hombre. Leyenda. Monstruo.

1873

Escrito por

SOLACE WALTERS

Dicen que el camino al infierno está cuajado de buenas intenciones. En el caso de William Jessup Brady, este se lo ha labrado con los disparos del rifle Henry que carga sobre el hombro y del Smith & Wesson de seis balas que lleva a la cadera.

En una época salpicada de violencia, él es el peor con diferencia. Salvaje. Bárbaro. Un perro de Satanás, salido del agujero más inmundo del infierno. Mata indiscriminadamente y es el peor azote que asola nuestras ciudades. Nadie está a salvo ni es inmune a su rabia. Nadie está a salvo de su puntería. Es una pistola a sueldo que no rechaza ningún objetivo. Ya sea hombre, mujer o niño.

Si pagas su precio, él pone la bala. Una bala que puede meter a su víctima entre ceja y ceja.

Hay quienes quieren ver a un héroe romántico en este villano. Algunos lo consideran una especie de Robin Hood, pero Sundown Brady roba a todo el mundo y se lo queda todo para él.

Es un desalmado.

La recompensa por su cabeza es de cincuenta mil dólares, una fortuna en toda regla, pero a la gente le da pavor entregarlo siquiera. De hecho, las autoridades siguen encontrando los restos desperdigados del pobre comisario que cometió el error de dispararle en Oklahoma mientras Brady robaba un banco. Ni un solo disparo alcanzó su objetivo. ¿Queda alguna duda de que Brady ha vendido su alma a Lucifer para ser inmortal e invulnerable?

Aunque Brady no se compadece de nadie, el periodista que escribe estas líneas quiere saber si hay alguien con la temeridad necesaria para acabar con su maldad. Seguro que alguno de ustedes, hombres decentes, disfrutaría de la fama y del dinero que le reportaría librar al mundo del ser más siniestro que haya pisado jamás su superficie. Rezo para que encuentre el valor, buen hombre. Y le deseo buena puntería.

Sobre todo, le deseo suerte.

—Hoy cambiará todo.

Jess Brady aguardaba fuera de la iglesia, sin terminar de creerse que hubiera vivido lo suficiente para hacer realidad ese sueño inmerecido, ataviado con sus mejores, aunque incómodas, galas. Eso era lo último que esperaba de su desdichada vida.

Llevaba robando bancos y enfrentándose en duelos con pistoleros experimentados sin pestañear ni sudar desde que tenía trece años. Sin embargo, allí de pie, en ese preciso momento, estaba tan nervioso como un potrillo en un establo en llamas. Tenía los nervios a flor de piel. Temblaba de la emoción, y por primera vez desde que nació ansiaba lo que el futuro podía depararle.

Con mano temblorosa sacó el reloj de bolsillo dorado para comprobar la hora. En cuestión de cinco minutos abandonaría su brutal pasado para siempre y renacería como un hombre nuevo. Ya no sería William Jessup Brady, jugador, pistolero y asesino a sueldo; iba a convertirse en William Parker, granjero…

Hombre de familia.

Detrás de la reluciente puerta blanca de la iglesia se encontraba la mujer más guapa del mundo, esperando a que él entrase y la hiciese suya.

«Los sueños se cumplen.»

Su maravillosa madre se lo había dicho cuando era un niño, pero la dura vida y un padre borracho, consumido por el odio y los celos hacia todo el mundo, le habían arrancado esa esperanza cuando cumplió los doce años y vio cómo enterraban a su madre en la parcela reservada para los pobres. Desde que ella enfermó, no había habido nada bueno en su vida, y los años que estuvo enferma habían provocado en él una tremenda amargura. Nadie con un corazón tan puro debería sufrir tanto.

A Jess no le había sucedido nada agradable en toda su existencia, nada que le hiciera pensar ni un instante que el mundo consistía en algo más que desdicha para los pobres desgraciados que nacían. No hasta que Matilda Aponi le sonrió. Ella era quien lo había convencido de que el mundo era un lugar hermoso y de que las personas que lo habitaban no eran unos animales crueles con ansias de castigar a quienes los rodeaban. Ella había logrado que aspirara a ser un hombre mejor; el hombre que su madre le dijo que podía llegar a ser.

Un hombre sin odio y sin amargura.

Oyó los cascos de un caballo que se acercaba. Debía de ser su padrino, Bart Wilkerson. Era la única persona en la que había confiado, el hombre que lo había acogido cuando era un niño fugado de trece años. Bart le había enseñado a sobrevivir en un mundo frío y hostil que parecía querer cobrarle hasta el aire que respiraba. Había recibido balas destinadas a Bart en tres ocasiones, y los dos se habían metido en más líos que dos demonios intentando escalar los muros del infierno.

Al igual que él, Bart llevaba un frac negro y tenía el cabello canoso pulcramente peinado. Al verlos en ese momento, nadie diría que eran dos famosos forajidos. Parecían respetables, pero Jess no solo quería parecerlo, quería serlo.

Bart se bajó del caballo, que ató junto a la calesa de Jess, la que había comprado para ese día. Joder, incluso la había decorado con azucenas, las flores preferidas de Matilda.

—¿Estás listo, chico? —le preguntó Bart con solemnidad.

—Sí.

Por muy asustado que estuviera, no había nada que Jess deseara más en el mundo.

Nada.

Ya había renunciado al botín que había amasado para que Matilda no descubriera su pasado. Por ella haría lo que fuera.

Incluso ser honesto.

Jess echó a andar hacia la puerta con Bart a la espalda. Acababa de llegar a los escalones de entrada cuando oyó un disparo.

Siseó con fuerza.

Un repentino dolor se apoderó de todo su cuerpo cuando la bala le arrancó el sombrero y lo lanzó por los aires. Este cayó cerca de él y rodó hasta llegar a un matorral cercano. Jess intentó dar otro paso, pero sonaron más disparos. Y todos impactaron en diferentes partes de su cuerpo.

Esos disparos consiguieron que hiciera algo que no había hecho en la vida.

Postrarse de rodillas en el suelo.

Furioso, quiso devolver los disparos, pero Bart sabía que había vendido sus armas para comprar la alianza de Matilda. Había sido el último paso con el fin de librarse del antiguo Jess Brady.

«¿Por qué he sido tan tonto?»

¿Por qué había permitido que alguien se colocara a su espalda cuando sabía que no debía permitir que eso pasara?

Tal vez ese fuera su castigo por todos los pecados que había cometido. Tal vez eso era lo que se merecía un malnacido como él.

Morir a tiros el día que debería ser el más feliz de su vida.

Bart lo tiró al suelo de una patada.

Jadeando por el dolor y con la boca llena de sangre, Jess lo miró. Miró al hombre por quien había arriesgado la vida en incontables ocasiones.

—¿Por qué?

Bart se encogió de hombros, indiferente, mientras recargaba el arma.

—Es cuestión de dinero, Jess. Ya lo sabes. Y tú ahora m

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