1
El sol poniente lanzaba un cálido brillo sobre Hollywood Hills mientras las camareras casi desnudas se movían entre la multitud con bandejas llenas de coloridos chupitos en probetas. O, para los invitados más tradicionales, con copas altas de vodka y bourbon de primera calidad.
El alcohol corría, los invitados se reían y cotilleaban, el grupo de moda de Los Ángeles amenazaba con echar la casa abajo y los periodistas especializados en el mundo del espectáculo hacían fotos y grababan vídeos, que luego compartían en las redes sociales.
En otras palabras, la elegante fiesta en el Reach, la nueva terraza de moda, era el evento publicitario perfecto.
Por supuesto, el objetivo era anunciar oficialmente que Lyle Tarpin, una de las estrellas más fulgurantes del momento, se había unido al reparto de M. Sterious, la nueva entrega de la popular franquicia de películas de acción, Blue Zenith, que se estrenaría al año siguiente.
El guion era muy bueno y la acción, trepidante; y Lyle no terminaba de creerse que lo hubieran contratado para el papel, mucho menos que fuera a interpretar a M., el antihéroe con un trauma emocional que le daba título a la película.
Era un papel que podría catapultarlo desde los primeros puestos de la lista hasta lo más alto, convirtiéndolo en una megaestrella con capacidad de escoger entre los mejores papeles y con el sueldo multimillonario con el que soñaba cuando emprendió su andadura por Hollywood.
En resumen, se trataba de una oportunidad que no pensaba desperdiciar.
Razón por la cual se obligó a no poner mala cara y a darse media vuelta cuando Frannie lo miró a los ojos y le sonrió. La vio echar la cabeza hacia atrás, de modo que sus rizos cobrizos se mecieron mientras se acercaba a él, con un vestido de lentejuelas que dejaba a la vista unas piernas kilométricas y rematadas por unas sandalias de tiras que, a su vez, dejaban a la vista una pedicura perfecta.
Francesca Muratti, una de las estrellas de Hollywood más rentables, iba a interpretar a la pareja romántica de Lyle, una agente de Blue Zenith que alejaba a M. de sus malos hábitos y lo reclutaba para luchar por la justicia, salvándolo y, con suerte, añadiendo un nuevo héroe a la franquicia.
—Hola, guapo —le dijo al tiempo que le echaba los brazos al cuello y se pegaba a él. Frannie tenía reputación de ser muy díscola y de acostarse con casi todos sus coprotagonistas masculinos, y no había ocultado que quería que Lyle se uniera a esa fraternidad.
La verdad, él no sabía si era insegura, estaba cachonda o simplemente era una actriz de método. Solo sabía que no le interesaba. Algo que, teniendo en cuenta el daño que podía hacerle una Francesca cabreada a su carrera profesional, era más que inconveniente.
—Bésame como si quisieras hacerlo —susurró ella antes de inclinarse, preparada para convertir la orden en realidad, pero Lyle echó la cabeza hacia atrás y le tomó la barbilla con una mano, sujetándola mientras ella lo fulminaba con la mirada.
—Expectación, Frannie. —Se inclinó hacia ella, que se estremeció al sentir su aliento en el oído cuando le habló—. Si les damos ya lo que quieren, ¿para qué van a ir a ver la película?
—A la mierda los fans —susurró ella al tiempo que bajaba una mano para acariciarle el paquete—. Esto es lo que quiero.
Y, joder, Lyle se dio cuenta de que empezaba a ponérsele dura. No porque la deseara, sino en respuesta a una necesidad mucho más familiar y básica. Una habitación a oscuras. Una mujer dispuesta. Y solo una vez, con tanta fuerza y pasión que acabaría agotado. Que calmaría la culpa y el dolor que sentía. Que silenciaría los fantasmas de su pasado, el horror de sus errores.
Tanta que aguantaría hasta la siguiente vez. La siguiente mujer.
Y tal vez, si tenía suerte, resquebrajaría un poco el muro que había construido alrededor de su corazón.
La cabeza le daba mil vueltas y se imaginó la sensación de la delicada piel de una mujer bajo los dedos. Una mujer que no lo miraría con los ojos de Jennifer. Que no le recordaría el lugar del que había huido ni lo que había hecho. Una mujer que se entregaría a él. A quien le darían igual sus defectos mientras él se dejaba arrastrar, con fuerza y pasión, desesperado, hacia la salvaje y oscura bendición del anonimato.
—Mmm, no sé, Lyle —susurró Frannie con la mano pegada a su erección—. Aquí tengo la prueba de que nuestra química en la pantalla es real. Si me das la oportunidad, seguro que podemos izar la bandera de verdad.
—Me caes bien, Frannie —le dijo mientras retrocedía un paso maldiciéndose por haber cedido a la fantasía—. Pero no vamos a follar.
A juzgar por el brillo que vio en sus ojos, estaba seguro de que su famoso genio estaba a punto de estallar, pero en ese momento se acercó a ellos un editor de Variety y Frannie adoptó una actitud encantadora.
Lyle se quedó lo justo para saludar al hombre y contestar unas preguntas sobre el papel, pero cuando la conversación pasó a tratar el tema de la nueva promoción de Frannie, se escapó.
Cogió un bourbon de una camarera que pasaba por allí y se bebió un sorbo mientras cruzaba la terraza hasta la barandilla. No le gustaban las alturas, y por eso precisamente las buscaba. Joder, ese era el motivo de que su apartamento estuviera en el piso treinta de un rascacielos de Century City y de que se hubiera pasado incontables horas sacándose la licencia de piloto. Cuando algo lo molestaba, lo conquistaba; no sucumbía.
Y ese era en parte el motivo de que toda esa gilipollez con Frannie lo irritase tanto.
—Nunca me has parecido un idiota.
Lyle reconoció esa voz ronca y femenina y se volvió para mirar a su agente, Evelyn Dodge. Era una mujer atractiva de cincuenta y tantos años y llevaba en el negocio desde siempre; conocía a todo aquel que merecía la pena conocer y era más dura que el granito. Además, no se dejaba amedrentar por nadie.
Lyle la miró en un intento por averiguar qué estaba pensando. No hubo suerte. Su agente se mostraba completamente inexpresiva. Algo bueno para las negociaciones de contratos. No tanto cuando era él quien intentaba sonsacarle algo.
—Esa chica tiene más poder de lo que te crees —añadió ella al ver que guardaba silencio—. ¿Quieres montarte en un expreso hacia un pozo sin fondo? Porque la parada de salida es la guapa de tu coprotagonista. Como cabrees a Frannie, Garreth Todd interpretará a M. y tú tendrás suerte si protagonizas algún anuncio de coches usados en un canal local.
—Gracias por hablarme sin rodeos —replicó con sorna.
—¿Crees que exagero? Creía que diferenciabas tu culo de un agujero en la pared. ¿O te he malinterpretado todo este tiempo?
—Por Dios, Evelyn. No soy un ingenuo. Pero no me voy a acostar con Frannie solo para que las cosas en el rodaje vayan bien. ¿Me estás diciendo que debería hacerlo?
—Joder, no, Iowa —contestó ella, llamándolo por el nombre del estado donde había nacido Lyle—. Solo te digo que tienes que ser listo. Mientras sigas soltero y sin compromiso, no va a dejarlo estar. —Suspiró—. Has trabajado muy duro para llegar hasta aquí y estás volando alto. Pero deja que te recuerde, por si te crees invencible, que, cuanto más alto estás, más dolorosa es la caída cuando regresas a la tierra.
—No voy a meter la pata, Evelyn.
—No conoces a Frannie tan bien como yo. Ha destruido carreras más sólidas que la tuya… Y eso fue antes de que tuviera una bonita estatuilla dorada en la estantería.
«Joder», pensó mientras se pasaba los dedos por el pelo.
—¿Cuánto tiempo llevamos trabajando juntos? —le preguntó, aunque era evidente que no esperaba una respuesta—. ¿Dos años? ¿Tres? Y ni una sola vez en todo este tiempo te he visto salir con una mujer. En alguna que otra ocasión has ido acompañado a alguna fiesta, pero lo normal es que vayas solo.
—¿A qué coño viene esto, Evelyn? —Sabía que había sonado a la defensiva, pero Evelyn estaba a punto de tocar unos botones que él no quería que nadie tocara, y de asomarse a rincones oscuros que era mejor dejar en la sombra.
—Me dijiste una vez que no eras gay y me parece bien. Hay miles de adolescentes en todo el país durmiendo más tranquilas porque saben que estás en el mercado.
—¿Me quieres decir algo con todo esto? —Intentó, sin conseguirlo, que no se le notara la irritación.
Evelyn lo miró con los ojos entrecerrados.
—Solo digo que si tienes una novia escondida en el ático por alguna parte es el momento de desempolvarla y sacarla. Porque aquí la buena de Frannie es como un perro con un hueso. Un perro muy mimado y acicalado, con unos dientes que hacen mucho daño cuando no se sale con la suya. Pero no toca a hombres casados.
—¿Y qué me estás diciendo? ¿Se supone que tengo que irme a Las Vegas y casarme con una bailarina?
—Solo te digo que seas listo. Y si tienes de verdad una novia oculta por ahí, que te acompañe a alguna que otra fiesta. Y si no la tienes, búscatela.
—Qué gilipollez —replicó en voz baja—. Pero lo tendré en cuenta.
—Bien. Ahora vamos a socializar.
Con un suspiro, Lyle echó un vistazo a la terraza. Al inagotable flujo de alcohol y canapés que repartían las camareras, ataviadas con unos modelitos demasiado escuetos para ser decentes, pero que cubrían demasiado para ser obscenos. A las servilletas y a los cubiertos con el logo de la serie, y al grupo que tocaba sin pausa en un rincón todas las canciones de la franquicia, mientras que en el otro extremo de la terraza se emitían fragmentos de las películas anteriores en una pantalla gigante, reproducidos en un bucle continuo.
Era un evento opulento, ridículo y totalmente desproporcionado.
A Jennifer le habría encantado.
Habría llegado a Hollywood y lo habría conquistado, haciendo que Francesca Muratti pareciera una aficionada.
«Hazlo bien o no lo hagas», ¿no era eso lo que siempre le decía Jennifer? ¿Con sus inocentes ojos y su boca no tan inocente?
Pero nunca había tenido la oportunidad.
Y allí estaba él, trece años después de aquella aterradora y aciaga noche. Jenny estaba muerta y él se encontraba bajo los focos con un traje de Armani, viviendo el que fuera el sueño de ella.
¿Era o no era la vida una mierda?
—Te he perdido en algún momento —dijo Evelyn—. Vamos a la barra. Creo que te vendría bien otra copa.
Claro que le iría bien, joder, pero meneó la cabeza.
—Solo estaba pensando. —Abarcó toda la terraza y también la ciudad que había más allá con un gesto de la mano—. Aquí es donde de verdad se cumplen los sueños.
Pero solo unos pocos desgraciados, como Lyle, sabían cuántas pesadillas se escondían tras esos sueños brillantes y relucientes.
Se obligó a sonreír por Evelyn.
—Son más de las siete. Llevo aquí casi dos horas. Me he mostrado efusivo, simpático y uno más del equipo. He hecho todo lo que me han pedido. Oficialmente, al menos —añadió al recordar las insinuaciones de Frannie—. Me he ganado una galleta, ¿no te parece?
Evelyn se cruzó de brazos y cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra mientras lo miraba.
—Depende de la clase de galleta que tengas en mente.
—Me voy…
—Joder, Lyle.
—¿Alguna vez te he causado problemas? ¿Has tenido que salir a apagar algún incendio por mí? ¿Acaso no sigo teniendo mi dichosa reputación de chico bueno?
Evelyn no contestó.
—Invéntate una excusa por mí. Lo que sea. Me da igual.
Por un instante, dejó que la máscara cayera. El inocente chico de Iowa al que habían descubierto a los diecisiete años, sacado del anonimato para lanzarlo a la fama gracias a su cara de chico guapo típico del Medio Oeste y a sus penetrantes ojos azules. Lyle se había metido de lleno en el trabajo y había ascendido desde la televisión y las películas independientes hasta el lugar que ocupaba en ese momento. Un chico bueno auténtico, sin corromper por las chorradas de Hollywood.
Salvo que eso también era un papel. Y por un segundo dejó que Evelyn viera el dolor que había debajo de la máscara. La pérdida. La oscuridad. Y toda esa dichosa culpa.
Luego volvió a ser la estrella de cine y Evelyn lo miró con el ceño fruncido y una preocupación casi maternal.
—Por favor —añadió en voz baja y un poco ronca—. No es un buen día. Necesito… —¿Qué? ¿Una copa? ¿Un polvo? ¿Poderes mágicos para cambiar el pasado? —Necesito irme. De verdad.
—¿Quieres compañía?
«Joder, claro.»
Negó con la cabeza.
—No, estoy bien. Pero gracias.
Aunque sí quería compañía. Solo que no la que le ofrecía Evelyn. Quería compañía de la sórdida. Sucia, rápida y anónima. Con discreción absoluta. Y sin ataduras, joder.
¿La quería? No, no la quería. En realidad no.
Pero sí que la necesitaba, joder.
Necesitaba abrir la válvula y liberar la presión. Borrar la culpa, aunque solo fuera por unos gloriosos minutos. Escapar de los fantasmas, de los recuerdos y de todas las mierdas que intentaba mantener sepultadas con tanto ahínco. Que nunca permitía que nadie más viera.
Eso era lo que necesitaba, porque, sin esa liberación, la máscara empezaría a resquebrajarse y todo el mundo sabría que Lyle Tarpin, el chico bueno, no era más que un puñetero impostor.
2
Puedes hacer un turno extra —me dice mi mejor amiga, Joy, que acaba de mirar las columnas de números desagradables y poco favorecedores que he escrito en mi cuaderno—. A ver, que es una mierda, pero si necesitas el dinero, pues necesitas el dinero.
Y sí que necesito el dinero. Esa triste realidad está más que clara en las páginas del cuaderno, escrita con litros y litros de gloriosa tinta roja y unos pequeños garabatos en negro. Pero, a menos que quiera dejar de dormir, no me quedan horas en el día para trabajar.
—Ahora estás aquí —me suelta ella cuando se lo digo.
Le saco la lengua. No es la réplica más elegante del mundo, pero ahora mismo resume mis sentimientos perfectamente.
«Aquí» es Totally Tattoo, el estudio de tatuajes y piercings en Venice Beach donde trabaja Joy haciendo piercings. Es la reina de la aguja. O lo que le apetezca llamarse a sí misma según el día. Nos conocimos hace casi cinco años, cuando entré en el estudio, perdida, sola y desesperada por un cambio. De alguna manera, se me metió en la cabeza que, si podía cambiar mi aspecto, todo me iría mejor. Renacería y todo lo malo desaparecería.
Y que lo único que necesitaba para conseguirlo era un pendiente en la parte superior de la oreja.
Por desgracia, nunca puse a prueba la teoría porque me desmayé cuando vi a Joy acercarse con la aguja.
Así que, en vez de arte corporal, conseguí una buena amiga.
En definitiva, creo que fue un buen trato. Aunque todavía se ría de mí por haberme desmayado.
Ahora mismo estoy sentada en el taburete del mostrador de recepción y Joy está al otro lado, tamborileando con los dedos sobre esos numerillos espantosos. Falta una hora para cerrar, pero el estudio está vacío. Así que estamos usando el mostrador de recepción como centro de análisis de mis problemas económicos.
—Sabes que lo he dicho de broma —me dice—. Pero, Laine, en serio, no se me ocurre nada mejor. A menos que quieras robar un banco. O, bueno, ganar la lotería o algo así.
Me golpeo una sien con la mano.
—¡Eres increíble! —exclamo al tiempo que cierro el cuaderno de golpe—. Problema resuelto.
Joy pone los ojos en blanco y menea la cabeza, de modo que las piedras preciosas de colores que lleva en la oreja izquierda resplandecen.
Me inclino hacia delante y apoyo la barbilla en un puño.
—La verdad, tienes razón. Debería ingeniármelas para sacar un par de horas más. Pero no sé cómo. Ya estoy haciendo turnos extra en el Blacklist y en el Maudie’s —digo, nombrando nuestro bar preferido y uno de los restaurantes de la zona—. Además, la señora Donahue me deja ir una vez a la semana a su casa para limpiar a fondo algunas zonas. Y Jacob me paga para que saque a pasear a Lancelot casi todas las mañanas.
Mi vecina, la señora Donahue, es más que capaz de limpiar su casa ella sola, aunque acaba de cumplir los ochenta y uno. Pero es un encanto de mujer que adopta animales abandonados y personas y me ofreció el trabajo de limpieza en cuanto se enteró de mis problemas económicos. Jacob, que tiene un grado en empresariales por la Universidad de California en Los Ángeles y que vive en el apartamento situado sobre el garaje de la señora Donahue, no es tan simpático ni mucho menos, pero no por eso voy a renunciar al dinero extra.
—Jacob solo quiere bajarte las bragas.
Pongo cara de asco.
—¿Qué? ¿Qué le pasa a Jacob?
—¿Además del hecho de que desde que se enteró de cómo me llamo no deja de preguntarme si soy dulce?
Joy resopla.
—Como si no te lo hubieran dicho antes.
Me llamo Sugar Laine. No se puede tener un nombre más azucarado ni peor en todos los sentidos. Súmalo al pelo rubio, a unos enormes ojos marrones y a unas tetas que para mi desgracia son demasiado grandes, y seguramente debería haberme rendido hace unos cuantos años y meterme a estríper o a prostituta.
Aunque, claro, igual hasta he tenido suerte. Si me llego a apellidar Buns, ya tendríamos los bollitos más dulces del mundo.
Esa soy yo. Siempre mirando el lado positivo.
A pesar de endiñarme un nombre de lo más ridículo, estoy segura de que mis padres me querían. Mi madre al menos. Siempre juró que mi padre también me quería y que su marcha inesperada y repentina cuando yo tenía nueve años no tuvo nada que ver con lo que sentía por mí o por mi hermano pequeño, Andy, que tuvo la suerte de que le pusieran un nombre normal.
A lo mejor mi madre tenía razón. Pero todavía sigo pensando que mi padre es un imbécil desalmado y antipático que no siente nada por nadie.
Supongo que, si me equivoco, bien podría salir del agujero donde esté y menear la cola para demostrarlo.
Mi madre, en cambio…
Bueno, pese a su desafortunada elección de nombre, me quería. En una ocasión, después de que se burlaran de mí en cuarto de primaria, le pregunté que en qué estaba pensando para ponerme ese nombre y me dijo que, cuando la enfermera me puso entre sus brazos, pensó que era lo más dulce que había visto en la vida. Y ¿hay algo más dulce que el azúcar?
¿Cómo iba a enfadarme después de que me dijera eso?
No podía. Así que no lo hice.
Pero empecé a llamarme Laine.
Una incómoda tensión se apodera de mi pecho cuando pienso en mi madre. Recuerdo cuando nos sentábamos en el sofá con Andy entre nosotras para leer o ver la tele. Y cuando me dejaba hacer galletas de Navidad en julio porque todos los días deberían ser Navidad. Y cuando escuchaba música country clásica y lloraba porque decía que le purificaba el alma y la reponía.
¡Ay, Dios! Intento respirar hondo y me doy cuenta de que tengo un nudo en la garganta por culpa de las lágrimas.
—¡Oye! —exclama Joy, que rodea el mostrador para colocarse tan cerca de mí que casi nos tocamos con la nariz. Me coge una mano y me da un apretón. La fuerza del contacto me devuelve a la realidad—. Oye, ¿estás bien?
—Lo siento. Lo siento. Es que… he empezado a pensar en mi nombre y eso me ha hecho pensar en mi madre y en Andy… —Dejo de hablar, porque las lágrimas amenazan con brotar.
—No pasa nada. Vamos, cariño. Respira hondo.
Aspiro por la nariz y consigo esbozar una sonrisa trémula.
—No sé qué me ha pasado —le digo cuando logro hablar de nuevo. Me paso las yemas de los dedos por los ojos para limpiarme las lágrimas—. Pensar en ellos es algo normal. Joder, pienso en ellos cada vez que salgo de casa. —Empiezo a respirar más rápido y otra vez se me llenan los ojos de lágrimas—. Joder —murmuro al tiempo que cojo un pañuelo de papel—. Es la casa. No soporto la idea de perder la casa. Es lo único que me queda de ellos.
Mi madre y mi hermano, que tenía trece años, murieron hace cinco años cuando un borracho empotró su todoterreno contra el coche de mi madre. Yo había acabado el primer semestre en la UCLA y ellos venían de camino para recogerme porque pensábamos celebrarlo yendo en coche hasta Anaheim, para ir a Disneylandia.
Ambos murieron en el acto. El policía que fue a buscarme a la residencia de estudiantes me dijo que todo fue muy rápido. Que no habían sufrido. No sé si es verdad o no, pero me lo creo porque tengo que hacerlo.
Mi madre se había pasado la vida luchando, trabajando de camarera, buscando empleos temporales, de cajera en tiendas… Su única posesión era la casa, que mi padre pagó antes de largarse. Pero no pudo mantenerla en condiciones y, al final de su vida, mi madre acumulaba una montaña de deudas, una casa que necesitaba reparaciones con desesperación y una cuenta corriente vacía en el banco.
Lo que significa que yo heredé la casa y poco más. Pero como no encuentre la manera de reunir treinta y pico mil dólares antes de dos semanas para pagar un préstamo a corto plazo, el banco me embargará la casa y perderé esta última conexión con mi familia.
Y no tengo ni la más remota idea de cómo reunir ese dineral.
—Lo llevo crudo —susurro dirigiéndome a Joy.
Me siento frágil, perdida y sola. Solo tengo veintitrés años. Debería haber acabado mis estudios universitarios en vez de dejar de estudiar para trabajar y así poder comprar comida, pagar impuestos y arreglar la casa. Joder, ahora mismo debería estar rellenando solicitudes de universidades donde hacer el posgrado.
Debería estar llevando la ropa sucia a casa y suplicarle a mi madre que me hiciera la colada. O dándole la tabarra a mi hermano. Debería ir de copas con mis amigos por la noche, no ser yo la que las sirve.
No debería llevar el peso del mundo en los hombros.
Pero así son las cosas. Y lo tengo muy claro. Lo llevo bien. De verdad que sí. Pero como tenga que soportar más presión, acabaré rompiéndome en un millón de pedazos.
—No puedo perder la casa. —Se me quiebra la voz y detesto mostrar debilidad, aunque esté hablando con mi mejor amiga—. No puedo. Pero me la van a quitar de todas formas.
—Y una mierda. —Joy empieza a darle golpecitos al cuaderno con un gesto autoritario. Solo tiene tres años más que yo, pero es como una madre. Al principio pensé que solo era mandona, pero me aseguró que me equivocaba—. Olvídate de esta pila de mierda depresiva y acompáñame.
—¿Adónde?
—Necesitas una copa.
—No puedo permitírmela.
—Ja, ja. Yo invito. Venga, vámonos.
—Joy… Se supone que estás trabajando.
—¿Y? Ahora mismo me necesitas.
Oigo que se abre la puerta trasera y caigo en la cuenta de que Cass, la dueña del estudio y la mejor tatuadora que conozco, debe de haber regresado.
—No tengo más citas —sigue Joy—. Mis instrumentos están esterilizados. Mi zona de trabajo está limpia. Y mi jefa —añade en voz muy alta— no es de esas arpías que siempre montan un pollo.
—¡Lo he oído! —grita Cass—. Y te equivocas. Soy una arpía fría como el hielo, y lo sabes.
Joy resopla y después le dice a Cass:
—Hace un rato ha entrado un cliente. Le he dicho que ya no trabajabas hoy, pero que estarás aquí mañana a las diez. Y si de verdad de verdad quieres que me quede, me quedo, pero la pobre Laine ha tenido un día de perros y necesita una copa.
—¡Joy! ¡Ni se te ocurra echarme la culpa porque quieras salir temprano del trabajo!
—Es viernes —señala Joy—. Me aferro a la primera excusa que encuentro.
—Cuidadín o me convertiré en una arpía que monta el pollo ahora mismo. —Cass aparece por detrás del mostrador, que rodea para acercarse a nosotras.
Lleva pantalones negros de cuero y una camiseta de tirantes plateada que deja a la vista el increíble plumaje del asombroso tatuaje con forma de pájaro que empieza en uno de sus omóplatos y le baja por el brazo. Hoy lleva el pelo negro como el carbón y las puntas rojas, así que parece que está en llamas. Un diminuto diamante le decora la nariz; cortesía de mi amiga Joy, que fue quien le hizo el piercing.
Es tan guapa que quita el hipo, siempre va muy extravagante y es una de mis personas preferidas. Me mira con una enorme sonrisa.
—Hola, Laine, ¿cómo estás?
—Bien —miento.
—En la ruina —dice Joy.
Suspiro.
—Soy un libro abierto —le digo a Cass mientras miro a Joy, cabreada—. Al menos eso parece.
Joy levanta las manos.
—Oye, no le puedo mentir a mi jefa. Que está fantástica, por cierto. Has ido a casa para cambiarte. ¿Tienes planes importantes esta noche?
—Siobhan y yo vamos a cenar con unos compañeros de su trabajo —contesta Cass refiriéndose a su novia—. Mañana se inaugura su primera exposición importante desde que empezó a trabajar en el Centro Stark. Así que está nerviosa. Mi trabajo es darle ánimos.
—Como el mío —replica Joy, que me mira con expresión elocuente.
—Yo no estoy nerviosa —le aseguro—. Estoy cagada de miedo. Es distinto.
—¿Tan mal está la cosa? —me pregunta Cass con genuina preocupación en los ojos, y me arrepiento al instante de haber hablado. Detesto la idea de que todo el mundo sepa el alcance de mis problemas.
—No es para tanto —miento—. De verdad. Voy un poco justa ahora mismo, pero estoy buscando otro trabajo para sacar más pasta.
—Mmm… Bueno, ahora no puedo contratar a nadie a jornada completa en plan fijo, pero sí que puedo contratarte unas semanas. Para contestar el teléfono, limpiar y organizar el papeleo.
—¿De verdad? ¡Eso sería…!
—Un detallazo —me interrumpe Joy—. Pero seguramente no sea necesario.
Me vuelvo para mirarla con la boca abierta.
—Mmm, pues sí. Es necesario.
—Cass, eres la leche —sigue Joy, pasando de mí por completo—. Pero vamos a dejar el tema. Acabo de dar con la solución perfecta para Laine. Y el sueldo también será estupendo.
—¿Ah, sí? —Cass nos mira, primero a una y luego a la otra—. Bueno, pero si no sale bien, mi oferta sigue en pie.
—¿Qué es? —pregunto con voz exigente—. ¿Qué es tan perfecto?
—Vamos a tomarnos una copa y te lo cuento. —Mira a Cass y le hace ojitos—. Solo esta vez. Laine me necesita.
Cass menea la cabeza fingiendo exasperación.
—Vete. Yo cierro. Pero tú abres mañana —añade.
—Trato hecho. Vamos al Blacklist —me dice Joy al tiempo que me mira y me guiña un ojo—. Como trabajas allí, a lo mejor hasta nos invitan.
Tuerzo el gesto.
—Preferiría que David me dejara hacer otro turno.
Al igual que mi casa, Totally Tattoo está en una zona fantástica. La calle discurre en paralelo a la playa, a tan solo unos metros del muelle. En cuanto salimos por la puerta, giramos a la derecha para alejarnos del Pacífico. El sol se pone a nue