Quería amarte (Noches inolvidables 3)

J. Kenner

Fragmento

Capítulo 1

1

Esa mujer tenía una obsesión con los agitadores de cóctel.»

Noah intentó concentrarse en las palabras de la chica con la que había quedado, pero no era tarea fácil. Ella no dejaba de darle vueltas al palito de plástico entre los dedos para luego llevárselo a los labios pintados de rojo cereza y lamer unas gotitas con la lengua.

Suponía que ella creía que era un gesto sensual. Que creía que, de alguna manera, al acariciar el palito se la estaba poniendo dura.

No era así.

Y seguramente así fuera mejor. Al fin y al cabo, esa noche había salido a regañadientes.

O, mejor dicho, había quedado con una mujer a regañadientes. Lo que le apetecía era ligarse a alguien. Tener un rollo de una noche para exorcizar todos los demonios que lo atormentaban desde la última vez que se prestó a perder el control. Cuando sumirse en el trabajo ya no tenía la capacidad de contener los recuerdos ni la culpa.

Un encuentro casual y apasionado sin ataduras y sin más objetivo que la satisfacción mutua de los participantes. La de ella, en forma de un orgasmo explosivo que le proporcionaría encantado. La suya, por el mero hecho de perder el control y alejarse de los fantasmas y de los recuerdos. De perderse en el erotismo y en el consuelo de saber que, aunque había destrozado a dos mujeres, al menos a esa le podía brindar placer.

Corrección: tres mujeres, había destrozado a tres mujeres.

La voz de su cabeza era brutal. Insistente. E hizo una mueca al tiempo que tensaba el cuerpo como si se preparase para un golpe.

Tres mujeres, sí. Aunque en realidad no. Dos mujeres y una niña.

Darla, su esposa.

Keké, el amor de su vida.

Y la pequeña Diana, que no llegó a cumplir su primer año. «Ay, Dios.»

El corazón le dio un vuelco y luchó contra el impulso de cerrar los ojos para defenderse contra el recuerdo que tenía en la cabeza. El cuerpo inerte de la dulce Diana, tan claro, vívido y espantoso como la realidad de tantos años atrás.

Nunca lo olvidaría… Joder, no quería olvidarlo.

Pero habían pasado casi nueve años desde que secuestraron a Darla y a Diana en Ciudad de México, y sus amigos tenían razón: tenía que pasar página. Su esposa y su hija ya no estaban, pero él sí. Sano y salvo e intentando por todos los medios combatir los sentimientos de culpa y de pérdida, mantenerlos a raya con largas jornadas de trabajo y momentos clandestinos de liberación física que nunca le proporcionaban un alivio duradero, pese a sus continuos delirios de que sí lo harían.

Conclusión que lo llevó de vuelta a Evie y a su agitador.

«Es abogada y trabaja en Los Ángeles, pero pasa mucho tiempo en Austin —le dijo su amigo Lyle cuando insistió en que quedara con Evie para tomar algo—. Es guapa, lista y simpática. Y, si no funciona, solo será una noche de tu vida. Así que haz de tripas corazón y queda con ella.»

Noah quiso negarse. Pero también sabía que era hora de volver a abrirse paso al mundo.

Así que estaba empezando con Evie. Y Lyle tenía razón. Era lista y era guapa.

Tal vez no fuera una desconocida, pero seguramente fuera buena en la cama, y bien sabía Dios que necesitaba a alguien esa noche. Necesitaba esos minutos de puro olvido.

Esa semana había sido más dura de lo normal y si Evie podía ayudarlo a olvidar…

Cambió de postura en el sillón de cuero mientras la miraba. Estaban en un rincón oscuro del bar, con una mesita de cóctel entre ambos. Evie había dejado de chupar el agitador y lo usaba como puntero.

—Siempre me ha encantado este hotel —dijo ella al tiempo que indicaba el interior del bar, ambientado como si estuvieran en Texas: largos cuernos bovinos sobre la chimenea, cuadros viejos con escenas rancheras, sofás tapizados con piel de vaca y cuero…

Antes de trasladarse a Austin hacía seis meses, se había imaginado que todo Texas se parecía al interior de ese bar. Se llevó una grata sorpresa al descubrir que se equivocaba.

Era miércoles por la noche, pero de todas formas el local estaba abarrotado. El hotel Driskill era un lugar emblemático de Texas desde el siglo xix y Noah se había convertido en asiduo del restaurante, del bar y de las habitaciones durante las primeras semanas tras haberse mudado a Austin desde Los Ángeles. Por aquel entonces, todavía le estaban pintando el piso, de modo que se pasó diez días en una de las suites mientras lo preparaban todo.

—Hay espíritus, por cierto —le dijo a Evie.

—Es lo que todo el mundo dice, pero me hospedo aquí siempre que vengo de Los Ángeles y no he visto ni un solo fantasma. Siempre les digo que quiero una habitación con espíritus, pero nunca tengo suerte.

—Suerte —repitió él; teniendo en cuenta lo mucho que se esforzaba para evitar los fantasmas de su vida, no creía poder estar de acuerdo con ella—. Parece emocionante, en teoría, pero ¿no tendrías miedo? ¿O no eres de esa clase de chicas? —Añadió la última frase con un deje juguetón, porque Evie le caía bien. Y no era culpa suya que hubiera quedado con don Tengo Problemas. Y de verdad que era el momento adecuado; tenía que empezar a salir con mujeres, no solo follar. Necesitaba regresar al mundo.

—¿Miedo? Por favor… —Agitó una mano para desterrar la idea—. Soy abogada, ¿recuerdas? Seguramente por eso nunca he visto un fantasma. Porque huyen despavoridos al verme.

Noah se echó a reír y ella sonrió, y su sonrisa iluminó el bar en penumbra. Por un instante, sus miradas se encontraron y una idea se le coló en la cabeza: «Tal vez».

—¿Te gustaría tomarte otra? —Señaló con la cabeza el cóctel afrutado que ella tenía delante.

Él se había bebido su copa, un bourbon doble sin hielo, y no le apetecía beber más. Pero el ambiente se había enrarecido por la expectación y necesitaba tiempo para decidir qué hacer. Lanzarse a la piscina… o inventarse una excusa y dar por terminada la noche.

—Otra copa me parece bien —contestó ella—. Y más conversación me parece todavía mejor. Pero la acústica de este sitio es horrorosa y empiezo a creer que hay algo raro en este sillón. Estoy segura de que me voy a colar por el cojín para acabar en otra dimensión.

Le brillaron los ojos al decirlo, así que Noah supo a qué se refería. Pero él aún no sabía si debería seguirla.

—Mi suite está un poco más arriba —continuó ella—. Es muchísimo más tranquila. Está desordenada… Tengo documentos por toda la mesita de café. Pero el sofá es cómodo y tengo un mueble bar bien lleno… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros en señal de invitación.

—Y no tienes que madrugar mañana —añadió él, al recordar lo que le había dicho mientras hablaban esa tarde.

Evie había llegado a un acuerdo en el caso que llevaba durante la pausa del almuerzo, cuando el demandante al que estaba interrogando decidió que no tenía ganas de litigar. De repente, no solo tenía la noche libre, sino también casi todo el día siguiente, dado que no había podido cambiar el vuelo nocturno de vuelta a Los Ángeles.

—Cierto —admitió Evie poniéndose el bolso en el regazo, como si estuviera preparándose para irse—. Podemos hablar toda la noche si te apetece. O no hablar en absoluto —añadió con descaro, como si él hubiera podido malinterpretar el rumbo de la conversación.

—El silencio tiene su aquel. —Lo dijo al descuido, con un deje juguetón, aunque por dentro seguía debatiéndose.

La voz de Lyle resonó en su cabeza.

«No digo que tengas que casarte con ella. Pero sal un poco. Interactúa con el mundo. Empieza a respirar de nuevo, tío. Hazme caso. Merece la pena.»

Por supuesto que Lyle pensaría eso. Al igual que él, Lyle se había cerrado en banda a cualquier cosa que se pareciera a una relación de verdad. Pero eso fue antes de que Sugar Laine entrara en su vida. Noah nunca lo había visto tan feliz como en ese momento y sabía que todo se lo debía a Sugar.

Él no era Lyle, pero tal vez su amigo tuviera razón. Y, la verdad, llevaba meses —joder, tal vez incluso años— sabiendo que había llegado la hora de pasar página. De dejar atrás los encuentros furtivos que no conseguían mitigar su dolor.

Ya tocaba sanar.

Aunque, por algún motivo, nunca encontraba el entusiasmo necesario. O tal vez solo fuera una excusa. Otra forma de castigarse por haber abandonado a la mujer que quería para irse con la mujer con la que estaba obligado a estar.

Y dado que nunca volvería a tener a ninguna de las dos, necesitaba fustigarse, recoger los pedazos de su vida y empezar a construir algo real. Al fin y al cabo, no había aparato tecnológico que no fuera capaz de diseñar, construir o reparar. Así que ¿por qué era tan inepto con su vida personal?

Había llegado la hora e iba a ser fácil. Incluso indoloro, porque bien sabía Dios que Evie era la personificación de todo lo que admiraba en una mujer. Fuerza. Inteligencia. Ambición. Sentido del humor. Belleza. Era deseable, tal como Lyle le había prometido, y saltaba a la vista que estaba interesada.

En resumidas cuentas, se había quedado sin excusas.

Se levantó con la intención de decirle que fuera ella delante. Sin embargo, las palabras que brotaron de sus labios los sorprendieron a los dos.

—Lo siento, Evie —dijo—. Eres estupenda, pero tengo una reunión temprano y seguramente debería irme a casa.

—Oh.

La había sorprendido mientras se ponía de pie y en ese momento se balanceó, incómoda, sobre los zapatos de tacón, como si sus palabras inesperadas la pudieran tirar al suelo.

Noah extendió un brazo para ayudarla a mantener el equilibrio y durante un brevísimo instante pensó en acercársela y abrirse camino a través de su indecisión. Evie era todo lo que debería desear en una mujer…, con el desgraciado e irresoluble problema de que no era lo que deseaba. O, mejor dicho, no era a quien deseaba.

«Me cago en mí. Me cago en mis fantasías ridículas e irreales. Y ya de paso me cago también en Keké.»

Estaba siendo un imbécil injusto y lo sabía. Un imbécil porque hacía mucho que tomó la decisión de abandonar a Keké y sabía perfectamente que la había destrozado en el proceso. Aunque hubiera sido capaz de buscarla después de tantos años, había perdido el derecho a volver arrastrándose hasta ella.

Y era injusto porque no hacía ni diez minutos que había estado dispuesto a lanzarse a la piscina con Evie, pero allí estaba, poniendo excusas como un cobarde, intentando salir a nado de un océano negro de dolor y pérdida. Un dolor conocido lo envolvió como una manta, tan dulzón que casi le gustó. Y sabía de primera mano que solo podía combatirlo de una forma: tenía que acompañar a Evie a su habitación e intentar follar hasta que la oscuridad lo abandonara.

Tal como había hecho con incontables mujeres.

Tal como había hecho sin que funcionara. Porque solo conseguía mitigar el dolor, sin arrojar luz a la oscuridad.

Eso no era lo que quería. Ya no. Al fin y al cabo, uno de los motivos por los que se había mudado a Austin era para sanar. Para sanar y para acabar con los malos hábitos.

De todas formas, era tentador y le costó más de lo que se había imaginado negar con la cabeza y decir con voz suave:

—Lo siento mucho. No estoy… preparado.

Evie había tenido la deferencia de no mencionar la tragedia de su pasado, pero estaba seguro de que Lyle debía de haberle contado como mínimo que había perdido a su mujer y a su hija. Con suerte, eso mitigaría el golpe del rechazo.

Evie ya había recuperado el equilibrio, de modo que retrocedió un paso con el ceño fruncido mientras lo miraba de arriba abajo, examinándolo con la misma pericia con la que examinaría a un testigo.

—Me han dicho que han pasado nueve años. —El deje acerado de su voz se le clavó en el corazón; nada de mitigar el golpe, estaba claro—. Como no estés preparado pronto, me da que vas a acabar triste y solo. —Se dio media vuelta con una sonrisa tensa y compungida y echó a andar, dejando que la observara alejarse mientras se maravillaba por su perspicacia. Porque Evie tenía razón.

Iba a acabar triste y solo.

Joder, ya lo estaba.

Construido con cierta forma rectangular, el hotel ocupaba casi toda la manzana, con una entrada en cada una de las tres fachadas que daban a la calle.

Normalmente, cuando se tomaba una copa en el bar del hotel Driskill, salía por la puerta que daba a Seventh Street. Desde allí podía andar lo que quedaba de la manzana hasta Congress Avenue, la arteria principal del centro de la ciudad. Enfilaba rumbo al sur, mirando el móvil por si tenía mensajes y apagando fuegos en el trabajo de camino a casa. A unas pocas manzanas del río, doblaba a la derecha, entraba en su edificio por la puerta de Third Street y subía en el ascensor a la planta quince, al estudio que había comprado al mudarse a Austin a principios de año.

En aquel entonces, se le pasó por la cabeza comprar algo más grande, porque bien sabía Dios que se lo podía permitir, pero ¿para qué? Casi nunca estaba en casa. Su trabajo era su vida y así era desde hacía años. Y, la verdad, el único motivo por el que volvía al estudio era porque desconcertaba al personal de limpieza cuando se quedaba a dormir en el sofá de su despacho.

Además, cuando le echó un vistazo al edificio, descubrió que los pisos más grandes disponibles estaban orientados hacia el edificio Texas Capitol. Él prefería un espacio más pequeño con vistas increíbles al río. Cada mañana observaba a las personas que paseaban y corrían. Observaba los kayaks y las canoas. Las infinitas tonalidades de verde que flanqueaban las orillas del río antes de convertirse en una explosión de color cuando los melocotoneros florecían, que tornaban en un rosa fuerte la vista teñida de verde.

Era una imagen intensa. Viva.

Incluso esperanzadora.

Había colocado la mesa delante del ventanal y los fines de semana se obligaba a trabajar desde casa. Se sentaba al escritorio y dibujaba bocetos o tomaba notas mientras observaba la actividad de la calle. Padres que empujaban cochecitos de bebé por los caminos peatonales. Niños que montaban en bicicleta a duras penas, tras haberles quitado las ruedecillas auxiliares hacía poco tiempo. Corredores dispuestos a perder esos kilos de más. Parejas que paseaban del brazo, sumidas en la conversación.

Había un torrente interminable de vida quince plantas más abajo. Y cuanto más lo miraba, más empezaba a creer que tal vez algún día pudiera reincorporarse a él.

Tal vez.

Pero no en ese momento. No esa noche.

Además, estaba oscuro. Si volvía a casa ya, solo vería el reflejo de la luna en el agua. Precioso, sí. Pero también irreal y demasiado solitario.

Razón por la cual no salió del hotel por la puerta del bar, como de costumbre. En cambio, tomó la escalera para bajar hasta el ornamentado vestíbulo del Driskill y avanzó por el suelo de mármol hacia la entrada principal. Un portero se apresuró a abrirle la pesada puerta de madera y un aparcacoches lo miró con gesto interrogante, esperando un tíquet. Noah negó con la cabeza para indicar que no tenía coche y luego se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta mientras doblaba a la derecha y recorría la escasa distancia hasta la esquina.

Había descubierto que en Austin rara vez hacía frío, pero en ese momento corría una brisa fresca, algo que agradeció. Aunque había vivido casi siempre en el sur de California, disfrutó del tiempo que pasó en Nueva York, sobre todo por el paso de las estaciones, y era agradable imaginarse que Acción de Gracias y Navidad quizá llegaran con una bajada de las temperaturas, aunque no hubiera colores otoñales ni nieve.

Cruzó la calle por la esquina y luego titubeó. Si doblaba a la derecha, podría estar en casa en menos de diez minutos. Si doblaba a la izquierda, acabaría sin lugar a dudas en un bar y terminaría la noche solo y deprimido, o en una habitación de hotel, saliendo a hurtadillas antes del amanecer mientras la mujer cuyo nombre no recordaría estaría durmiendo como un tronco en la cama.

Dobló a la izquierda.

No tenía un objetivo en mente, pero no soportaba la soledad de su estudio. Por un instante, se le pasó por la cabeza mandarle un mensaje a Evie. Disculparse. Preguntarle si quería quedar en uno de los bares cercanos. Descartó la idea, temeroso de que dijera que no. O, peor, de que dijera que sí.

Optó por seguir andando y se detuvo un momento delante de Maggie Mae’s, un establecimiento que según la gente de Austin llevaba décadas en Sixth Street.

Pensó en entrar, pero oía el intenso ritmo de la música en directo incluso desde la acera. Al mirar a través del cristal, le resultó evidente que sería casi imposible encontrar un asiento libre, mucho menos acercarse a la barra.

Otra noche habría merecido la pena perderse en el ritmo de la música y sofocar el ruido que tenía en la cabeza.

Pero esa noche quería escuchar sus pensamientos, aunque no sabía por qué. Tal vez tuviera la habilidad y el cerebro para cambiar de signo el balance anual de la nueva filial de Stark Applied Technology en Austin en menos de un año, como había demostrado, pero, más allá de los negocios y de la tecnología, el interior de su cabeza seguía siendo una ciénaga de arrepentimiento, anhelo y confusión.

La verdad, empezaba a hartarse.

Continuó hasta llegar a The Fix en Sixth Street, otro local con mucha solera. Las bebidas eran excelentes y la comida dejaba en evidencia a los demás locales de la calle. Había oído rumores de que podría cerrar, aunque no tenía ni idea del motivo y esperaba que no fuese verdad. Le gustaba el sitio, y el dueño, Tyree, siempre se acordaba de su nombre.

Esa noche, The Fix parecía no estar al borde del cierre. Incluso en miércoles, tuvo que abrirse paso entre la multitud que se congregaba junto a un escenario de madera flanqueado por dos paredes de ventanales altos que daban al cruce de la calle, a través de los cuales se veían los peatones y los coches. No había intérprete, todavía no, pero un hombre al que Noah reconoció como uno de los camareros estaba ajustando la altura del micrófono delante de un único taburete metálico.

De ser cualquier otra noche, tal vez se habría quedado a escuchar el concierto. En ese preciso momento, quería huir de la multitud.

Se abrió paso entre la gente, dejando atrás la larga barra de esa zona del local para dirigirse a la del fondo, una zona más pequeña y muchísimo más tranquila.

Tyree, que estaba detrás de la barra, lo saludó con la mano. Era un hombre negro de hombros anchos y brazos tan grandes como los muslos de una mujer, de modo que muchas lo tomaban por el portero en vez de por el dueño de The Fix. Sin embargo, estaba más preparado para lo segundo. Tyree tenía los ojos más amables que Noah había visto en la vida y una actitud relajada que no servía para echar a patadas a clientes revoltosos.

—¿Qué te pongo, Noah? —le preguntó después de pasarle algo afrutado a dos universitarias que estaban sentadas a la barra. Las dos rubias estaban muy juntas y Noah casi pudo escuchar las palabras que se decían mientras susurraban y le lanzaban miraditas al otro camarero que había detrás de la barra, que preparaba con pericia el manhattan que él había pedido, al parecer sin prestarles atención.

—¿Eres nuevo? —le preguntó Noah—. Me suena tu cara, pero no sé de qué.

—Llevó aquí unos meses —contestó el chico mientras se limpiaba las manos en un paño—. Pero ayer empecé a trabajar en el turno de noche de forma regular. Antes solía cubrir bajas de noche o durante el almuerzo. Me llamo Cam, por cierto.

—Cam está estudiando en la Universidad de Texas en Austin —explicó Tyree.

Noah fruncía el ceño, ya que seguía intentando averiguar de qué le sonaba. Lo miró fijamente: joven, pero no inocente, con ojos inteligentes de un azul grisáceo, pelo castaño oscuro y un pendiente. Intentó recordar dónde lo había visto antes.

Meneó la cabeza, con la mente en blanco.

—¿Qué estudias? —A lo mejor así se acordaba. Estaba convencido de que lo conocía de antes y su incapacidad para recordarlo lo inquietaba más de lo que debería.

Sin embargo, si Cam contestó, no alcanzó a oírlo, porque en ese preciso momento se hizo un breve silencio en la sala principal, tras el cual el público aplaudió y una voz masculina anunció que había una sorpresa antes del concierto. Una artista local que esperaba que les gustase.

Noah se desentendió. Cuando era más joven, le encantaba la música en directo. En ese momento solo le provocaba recuerdos indeseados.

Miró a Tyree.

—No sabía que traías grupos los miércoles.

—No suelo hacerlo. Pero este está teniendo bastante tirón a nivel local y van a hacer pronto una gira por tres estados. El cantante me preguntó si podían dar un concierto de despedida. —Esbozó una sonrisa deslumbrante—. La verdad, creo que solo quería que su novia tuviera la oportunidad de cantar su nueva canción delante del público. No forma parte del grupo, pero tiene buenos pulmones.

—No es su… —comenzó Cam, pero Noah ya no le prestaba atención, porque la voz de la sala principal había llegado a sus oídos, suave, clara y tan familiar que le provocó un escalofrío.

No podía ser. ¿O sí?

Se puso de pie y se acercó a la puerta que separaba las dos zonas. Se abrió paso entre los grupos de espectadores mientras las palabras parecían llamarlo, aunque la voz hiciera que quisiera alejarse.

… y cuando estoy triste siempre vuelvo a ti…

No oyó nada más. ¿Cómo iba a oírla ahora que la estaba mirando? ¿Cómo iba a oírla si el rugido de las emociones y los recuerdos le llenaba la cabeza?

Estaba mirando a la mujer a la que quiso.

La mujer a la que destrozó.

Y la mujer cuya voz le estaba haciendo trizas el corazón.

Capítulo 2

2

… el dolor es mi compañía, me aferro a él día tras día.

No sé cómo lo superaré…

Las palabras brotan de mis labios y se me hincha el pecho a medida que la emoción me inunda el corazón. Y no solo por la emoción de la canción, sino por mi regreso.

Esta canción, la primera que canto desde hace casi diez años, no solo es buena, sino que además funciona.

Lo veo en el entusiasmo del público. En sus caras. En la tensión de sus cuerpos por la expectación, como si la música fuera algo tangible a lo que pudieran aferrarse y los trasladara a otro mundo.

Lo he clavado. Y el orgullo que me invade se entrelaza con un alivio tan dulce y cálido como el sirope de caramelo sobre un helado de vainilla.

«He regresado. Por fin.»

Mi voz sube a medida que la música y la letra van contando la historia. El triunfo de la chica que supera los recuerdos del chico. Su triunfo al reclamar su propia vida.

Sobrevivió y ahora se yergue, orgullosa y preparada para cerrar la puerta del pasado y pasar por fin página.

Eso dice la canción, en todo caso.

La realidad es más profunda. La realidad es que fui yo quien sobrevivió.

Y viví para cantarlo.

Es la única canción que interpreto, pero cuando acabo me siento totalmente agotada. Lo he dado todo mientras cantaba: emoción, recuerdos, arrepentimiento, ambición… El público me arropa y me da miedo caerme al suelo cuando me levante del taburete.

Pero el aplauso me devuelve la energía, igual que sucedía antes. Siento que recupero la fuerza y planto los pies con firmeza en el escenario, tras lo cual le ofrezco la guitarra a Ares cuando se acerca a mí con la mano extendida, para agradecer el aplauso con una reverencia. Disfruto al máximo del momento.

—¿Qué os parece, amigos? —pregunta Ares—. ¿Ha vuelto esta chica sí o sí?

La multitud vitorea y me echo a reír, encantada. Nunca me he puesto nerviosa delante del público y sonrío a las caras que tengo más cerca, agradeciéndoles en silencio la oportunidad que me han brindado. Al fin y al cabo, esta noche han venido para escuchar a Ares y a su grupo, Seven Percent, que dentro de nada se embarcarán en una gira que los alejará durante un tiempo de Austin. Mi actuación po

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos