Siempre amigos

Danielle Steel

Fragmento

cap-1

1

El proceso de solicitud de plaza, admisión y matriculación en el colegio Atwood había durado seis meses y había estado a punto de volver locas a las familias con sus jornadas de puertas abiertas, encuentros, intensas entrevistas con los padres —a veces hasta en dos ocasiones— y evaluaciones de los niños. Los hermanos de los actuales alumnos contaban con cierta ventaja preferencial, pero cada niño era valorado por sus propios méritos. Atwood era uno de los pocos colegios privados mixtos de San Francisco —la mayor parte de las escuelas antiguas y prestigiosas segregaban por el sexo— y el único que abarcaba desde el parvulario hasta duodécimo curso, algo que lo convertía en una opción muy atractiva para las familias que no querían volver a pasar por todo aquello para matricular a sus hijos en la escuela media o secundaria.

Las cartas de admisión habían sido recibidas a finales de marzo por sus destinatarios, quienes las esperaban igual de ansiosos que si hubieran estado aguardando que sus hijos fueran aceptados en Harvard o Yale. Algunos padres reconocían lo absurdo de toda aquella expectación, aunque insistían en que merecía la pena porque Atwood era un colegio fabuloso, capaz de ofrecer a cada niño la atención individualizada que necesitaba. Además, ser alumno de la escuela conllevaba un elevado estatus social (un detalle que todos preferían no mencionar), y los estudiantes que se aplicaban en secundaria solían ingresar en las principales universidades del país. Conseguir que un niño entrara en Atwood suponía todo un triunfo. El colegio, que acogía a unos seiscientos cincuenta estudiantes, gozaba de una ubicación privilegiada en Pacific Heights y podía presumir de un reducido número de alumnos por clase, a los que, por si fuera poco, también ofrecía orientación académica y psicológica como parte de sus servicios.

Cuando por fin llegó el miércoles previsto para el ingreso de la nueva promoción de párvulos, hacía uno de esos raros días calurosos de septiembre en San Francisco. La temperatura superaba desde el domingo los treinta y dos grados de día y los veintisiete de noche. Un tiempo tan extremo solo se daba una o dos veces al año, y todo el mundo sabía que cuando apareciese la niebla, y sería inevitable, el calor se acabaría y volverían las temperaturas de entre quince y dieciocho grados diurnos y entre diez y trece nocturnos, acompañadas de fuertes y fríos vientos.

En condiciones normales a Marilyn Norton le encantaba el calor, pero en su noveno mes de embarazo, cuando solo le faltaban dos días para salir de cuentas, no lo estaba llevando muy bien. Esperaba su segundo hijo, otro varón, e iba a ser grande. Apenas podía moverse, y tenía los tobillos y los pies tan hinchados que solo había podido meterlos en unas chanclas de goma. Llevaba unos enormes pantalones cortos de color blanco que ahora le quedaban pequeños y una camiseta también blanca de su marido que se le ceñía al vientre. Ya no le quedaba ropa que le fuera bien, pero el bebé no tardaría en llegar. Se alegraba de haber podido acompañar a Billy al colegio en su primer día. El niño se sentía nervioso y Marilyn quería estar con él. Su padre, Larry, podría haberlo llevado —a no ser que ella se hubiera puesto de parto, en cuyo caso una vecina se había comprometido a hacerlo—, pero Billy quería ir con su mamá el primer día, como todos los demás niños. Así que Marilyn se sentía feliz de estar allí, y Billy se agarraba a su mano con fuerza mientras se dirigían al hermoso y moderno centro escolar. Cinco años atrás, el colegio había construido un nuevo edificio con el apoyo económico de los padres de los alumnos actuales, y de los agradecidos progenitores de antiguos alumnos que habían prosperado en sus estudios.

Cuando se aproximaban, Billy le lanzó a su madre una ojeada inquieta. Llevaba en la mano un pequeño balón de fútbol americano y le faltaban los dos incisivos superiores. Madre e hijo compartían una espesa cabellera roja y rizada, así como una gran sonrisa. La de Billy le hacía mucha gracia a su madre, que lo encontraba monísimo sin sus dientecitos de arriba. Era un niño adorable y siempre había sido tranquilo. Quería que todo el mundo estuviera contento, era muy cariñoso con su madre y le encantaba complacer a su padre, y sabía que la mejor forma de hacerlo era hablar de deportes con él. Recordaba todo lo que su padre le contaba sobre los partidos. Tenía cinco años, y desde los cuatro decía que algún día quería jugar al fútbol americano en los San Francisco 49ers. «¡Ese es mi chico!», solía exclamar Larry Norton, orgulloso. Era un fanático de los deportes en general y del fútbol americano, el béisbol y el baloncesto en particular. Jugaba al golf entre semana con sus clientes y al tenis los fines de semana. Hacía ejercicio todas las mañanas sin falta y animaba a su mujer a seguir su ejemplo. Marilyn tenía buen cuerpo, cuando no estaba embarazada, y había jugado al tenis con él durante el embarazo, hasta que engordó demasiado para llegar a la pelota corriendo.

Ahora tenía treinta años. Había conocido a Larry hacía ocho, nada más salir de la universidad. Trabajaban en la misma compañía de seguros. Larry era muy atractivo y le llevaba ocho años. Enseguida se fijó en Marilyn, y se burlaba de ella por su pelo cobrizo. Todas las mujeres de la oficina le encontraban muy guapo y deseaban salir con él. Marilyn fue la afortunada ganadora, y se casaron cuando la joven contaba veinticuatro años. Enseguida se quedó embarazada de Billy, y había esperado cinco años para tener a su segundo bebé. El padre estaba encantado de que fuese otro niño, y se iba a llamar Brian.

Larry había vivido una corta carrera en las ligas menores de béisbol. Poseía un legendario brazo de lanzador, y todo el mundo daba por seguro que llegaría a las grandes ligas. Sin embargo, una fractura fragmentada de codo sufrida en un accidente de esquí puso fin a su futuro en el béisbol, y Larry comenzó a trabajar en el sector de los seguros. Al principio se lo tomó muy mal; empezó a beber demasiado, y cuando lo hacía se dedicaba a flirtear con todas las mujeres que encontraba a su alcance, aunque él insistía en que solo era un bebedor social. Era el alma de las fiestas. Cuando Marilyn y él se casaron, dejó la compañía de seguros y se puso a trabajar por su cuenta. Era un vendedor nato y creó una rentable agencia de corretaje de seguros que les brindaba una vida cómoda y lujosa. Adquirieron una casa preciosa en Pacific Heights, y Marilyn dejó de trabajar. Los clientes favoritos de Larry eran los deportistas profesionales de las grandes ligas; confiaban en él y ahora representaban el pilar de su economía. A sus treinta y ocho años, contaba con una buena reputación y un negocio próspero. Seguía frustrado por no haber llegado a ser jugador de béisbol, aunque reconocía tener una vida estupenda, una mujer muy guapa y un hijo que, si de él dependía, sería deportista profesional. Si bien su vida no había resultado ser como había planeado, Larry Norton era un hombre feliz. No había acompañado a Billy en su primer día de colegio porque esa mañana estaba desayunando con un jugador de los San Francisco 49ers para venderle más seguros. En casos así, sus clientes siempre eran lo primero, sobre todo si se trataba de estrellas. Sin embargo, muy pocos padres habían ido a llevar a sus hijos, y a Billy no le importaba. Su padre le había prometido un balón firmado y varios cromos del jugador con el que est

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