Espérame en la última página

Sofía Rhei

Fragmento

cap-1

1

J’attendrai…

LUCIENNE DELYLE

Hay muchas maneras de que te toque la lotería. Una de las mejores es estar enamorada y ser correspondida.

Silvia pasaba la aspiradora y el plumero al mismo tiempo mientras iba planeando la siguiente tarea de la lista. El objetivo era dejar su pequeño apartamento tan limpio y acogedor, tan irresistiblemente cómodo y hogareño, que todo aquel que lo pisara no tuviera más remedio que quedarse. Tenía que convertir aquellos cincuenta metros en la trampa perfecta.

Echó un vistazo a su alrededor, orgullosa. Cuando compró aquella pequeña buhardilla, unos años antes, sabía que podría convertirla en un lugar maravilloso, pero había costado bastante tiempo y dinero en reformas y muebles a medida dejarla tal como ella había soñado. Las paredes estaban pintadas en un suave tono verde, y las superficies a la vista, armarios, puertas, y la mesa, eran de madera pulida, encerada en un tono hueso pero dejando las vetas visibles. El espacio estaba presidido por un enorme espejo que parecía multiplicar el tamaño del saloncito. Silvia se contempló a sí misma con un pañuelo atado a la cabeza para no ensuciarse el pelo, y se sorprendió de lo cansada que parecía. Sonrió para verse más guapa.

Se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Era Isabel, su mejor amiga. Eran inseparables desde los siete años, y se habían unido más aún desde que ambas vivían en París. Además de verse con frecuencia, se llamaban casi todos los días.

—Oye, no puedo hablar ahora —le dijo—. Me pillas con lío. Es que… hoy va a venir Alain. Se va a quedar a vivir aquí.

Su amiga hizo un silencio en el que no faltaba cierta sensación de reproche.

—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —le preguntó Isabel.

—Sí —respondió Silvia tras un breve titubeo—. Es lo que siempre he querido.

—¿No te había dicho otras veces que iba a dejar a la italiana?

Silvia hizo una pausa de unos segundos.

—Sí, es verdad. Pero esta vez no hay vuelta atrás, me lo ha prometido. Dice que está harto de los cambios de humor de Giulia, y de sus celos. Según él, es como una adolescente que nunca ha salido de la edad del pavo.

—Eso no le ha impedido estar un montón de años con ella. A lo mejor estaba esperando que madurase —comentó Isabel, sardónica.

Silvia ignoró el chiste.

—Bueno, ya sabes cómo son los clichés acerca de las italianas del sur, todo eso de que son temperamentales y posesivas, y en este caso parece que se cumplen al pie de la letra. A su lado, yo soy la definición misma del equilibrio y el sentido común. O eso es lo que dice Alain cada vez que surge el tema.

Su amiga suspiró, y le hizo prometer que la llamaría pronto. Silvia volvió a la aspiradora con energías renovadas. Se sentía mejor por habérselo contado a Isabel.

No tenía mucho tiempo. Iba con retraso porque su jefe había esperado a última hora para encargarle ciertas tareas urgentes. Ya eran las siete de la tarde, y Alain podría llegar en cualquier momento a partir de las nueve. Antes de esa hora, tanto su casa como ella tenían que ser la viva imagen del bienestar, de la alegría, de lo sano, de lo correcto.

Mientras vaciaba medio armario y colocaba su ropa de verano en cajas para subir al trastero, pensaba en lo curioso que era el mundo. Llevaba tres años manteniendo una relación con un hombre casado, y sin embargo tenía la sensación de que ella era la verdadera mujer de Alain. Al menos, la que era más lógico y razonable que lo fuera.

Silvia no conocía a Giulia pero, por lo que él le había contado, tenía muy mal genio, era propensa a sufrir bruscos cambios de humor y, además, terriblemente celosa; poseía el carácter de una adolescente que nunca hubiera madurado. Según él, recordó Silvia mientras frotaba con ímpetu las baldosas del cuarto de baño, ella le aportaba la serenidad y la paz de espíritu que tanto necesitaba, y que tan difícil era de encontrar con la impredecible Giulia. La esposa se comportaba como una amante, arrastrándolo de bar en bar hasta altas horas de la noche en busca de una pasión y una espontaneidad perdidas hacía tiempo, mientras que la amante hacía de psicóloga, le proporcionaba noches apacibles y cenas caseras, y veía con él las series de ciencia ficción en la tele. El mundo al revés.

En realidad, era posible que no existiera un «mundo al derecho». La situación de Silvia y Alain sin duda escapaba a los estereotipos, pero quizá no fuera tan inusual o tan infrecuente como pudiera parecer. Uno siempre busca lo contrario de lo que tiene, y si aquello que tiene es tormentoso y pasional, es lógico que se refugie en la calma hogareña de una mujer completamente distinta.

Aquel era el día en que esa situación, por fin, daría la vuelta, recuperando el sentido del que llevaba tanto tiempo careciendo. Alain le había prometido que dejaría a Giulia y se iría a vivir con ella. Aseguraba estar harto de los gritos, de su carácter impredecible, de las noches sin dormir por culpa de peleas pasionales. Tenía planeado exactamente todo lo que iba a decirle a su mujer. La esperaría con la maleta hecha, le dejaría las cosas claras y no permitiría que ella montara uno de sus dramas.

Después llegaría a casa de Silvia y, por fin, podrían vivir su amor sin culpabilidad, sin el estrés y la amargura del tiempo limitado, sin saltar de la cama cada vez que sonara el móvil. Podrían pasar mañanas enteras acariciándose y besándose sin que existiera una tercera presencia de miedo y de alerta contaminando su amor.

Pasó el plumero, con respeto y gratitud, por las estanterías llenas de libros que cubrían el pasillo y la mitad del salón, de aquellos cálidos compañeros que tantas veces mitigaban su soledad y le devolvían el ánimo. No sabía si Alain querría traerse sus propios libros, pero si lo hacía tendría que buscarles otro sitio. No pensaba desalojar de la estantería del salón ni uno solo de sus volúmenes.

Terminó de arreglar la casa a las ocho y media y entró en la ducha llevando el móvil consigo. Aunque le había dado a Alain unas llaves del piso, con un llavero con forma de delfín (era su animal preferido; estaba convencido de que los delfines eran más inteligentes que los humanos), no quería que la llamara y ella lo dejase sin respuesta. Aquel día, más que ningún otro, era importante no fallarle en nada, que sintiera que el salto mortal que iba a dar merecía la pena, que ella era digna de confianza y que siempre lo trataría con el cariño que tanto le había faltado en su anterior relación.

Cuando acabó de ducharse, se dio los últimos retoques con las pinzas y se maquilló con rapidez, con esa destreza que solo proporciona la práctica. Se miró al espejo y no tuvo más remedio que admitir que estaba radiante. Hacía mucho tiempo que no recordaba verse tan hermosa. Miró el teléfono: eran exactamente las nueve. Había cumplido con las tareas necesarias a la perfección, y en el tiempo justo. Una muestra más de su eficiencia, cualidad de la que se enorgullecía y que hacía que se sintiera aún más deseable, más apropiada, más digna de ser amada.

Se puso los tacones que más le gustaban a su amante, quien a partir de aquel día sería su pareja. Por supuesto, lo habitual era que él se abalanzara sobre ella nada más traspasar la puerta y que no se acordaran de comer

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