La hermana sol (Las Siete Hermanas 6)

Lucinda Riley

Fragmento

Capítulo 1

1

No recuerdo dónde me encontraba ni qué estaba haciendo cuando me enteré de que mi padre había muerto.

—Vale. ¿Quieres que analicemos eso?

Me quedé mirando a Theresa, que estaba sentada en su sillón orejero de piel. Me recordaba al Lirón que dormía profundamente durante la merienda en Alicia en el País de las Maravillas, o a alguno de sus amigos malhumorados. No paraba de parpadear detrás de sus gafitas redondas y siempre tenía los labios fruncidos. Bajo la falda de tweed, que le llegaba hasta las rodillas, se adivinaban unas bonitas piernas, y también tenía muy buen pelo. Decidí que podía ser guapa si quería, pero solo le interesaba parecer inteligente.

—¿Electra? Estoy perdiéndote otra vez.

—Sí, perdón, estaba a kilómetros de aquí.

—¿Pensabas en lo que sentiste cuando murió tu padre?

Como no podía decirle en qué estaba pensando, asentí varias veces con la cabeza.

—Sí, sí.

—¿Y?

—En realidad no me acuerdo. Lo siento.

—Pareces enfadada por su muerte, Electra. ¿Por qué estabas enfadada?

—No estoy… No estaba enfadada. Quiero decir, la verdad es que no me acuerdo.

—¿No te acuerdas de cómo te sentiste en aquel momento?

—No.

—Vale.

Observé cómo garabateaba algo en su cuaderno, que supuse que sería algo así como: «Se niega a enfrentarse a la muerte de su padre». Era lo que el último loquero me había dicho, y lo cierto es que no dejaba de enfrentarme a ella. Al cabo de los años aprendí que les gustaba encontrar un motivo que justificara que yo fuera un desastre, y luego agarrarlo, como hace un ratón con un trozo de queso, e ir dándome mordisquitos hasta que me mostraba de acuerdo con ellos y les decía cualquier tontería para tenerlos contentos.

—Bueno, ¿y qué piensas de Mitch?

Las frases que se me venían a la cabeza para describir a mi ex habrían obligado a Theresa a coger su móvil y avisar a la policía de que había una loca suelta que quería meterle un tiro en las pelotas a una de las estrellas del rock más famosas del mundo. En vez de eso, sonreí con dulzura.

—Estoy bien. Ahora paso de él.

—Estabas furiosa con él la última vez que viniste a verme, Electra.

—Ya. Pero ahora estoy bien. De verdad.

—Estupendo, esa es una buena noticia. ¿Y qué tal con la bebida? ¿La controlas un poquito más?

—Sí —mentí de nuevo—. Oye, voy a tener que salir pitando a una reunión.

—Pero solo llevamos la mitad de la sesión, Electra…

—Lo sé, es una pena, pero vaya, así es la vida.

Me levanté y me encaminé hacia la puerta.

—¿Quieres que te hagan un hueco al final de la semana?… Habla con Marcia cuando salgas.

—¡Ah, pues sí, gracias!… —En ese momento ya estaba cerrando la puerta tras de mí.

Pasé de largo ante Marcia, la recepcionista, y me dirigí al ascensor, que llegó casi de inmediato. Mientras me llevaba como una exhalación a la planta baja, cerré los ojos —odiaba los espacios cerrados— y apoyé la frente, que me ardía, contra el frío interior de mármol.

«¡Por Dios!, ¿qué me pasa? ¡Estoy tan mal que ni siquiera puedo decirle la verdad a mi terapeuta!», me dije.

«Te da vergüenza decirle la verdad a alguien… ¿Y cómo iba a entenderla, aunque se la dijeras? —me repliqué a mí misma—. Probablemente viva en una bonita casa de piedra con su marido abogado, y tenga dos niños y una nevera cubierta de imanes preciosos de donde cuelgan las obras de arte de sus pequeños. ¡Ah! —añadí mientras me acomodaba en el asiento trasero de mi limusina—, y una de esas fotografías que hacen vomitar a cualquiera de papá y mamá con los chicos, todos vestidos con camisas vaqueras a juego, que habrán ampliado y colgado detrás del sofá.»

—¿Dónde vamos, señora? —me preguntó el chófer por el interfono.

—A casa —respondí con un ladrido antes de sacar una botella de agua de la mininevera, y cerrarla de inmediato para evitar la tentación de explorar las opciones alcohólicas que había en su interior.

Tenía la madre de todas las jaquecas, que una cantidad ingente de analgésicos no había logrado calmar, y ya eran más de las cinco de la tarde. Aunque la fiesta de la noche anterior había sido estupenda, al menos por lo que era capaz de recordar. Maurice, mi nuevo mejor amigo diseñador, había venido a la ciudad y se pasó a tomar unas copas con varios de sus compañeros de juegos de Nueva York, que a su vez llamaron a otros… No me acordaba de cuándo me fui a acostar, y me sorprendió encontrarme a un extraño en la cama cuando me desperté por la mañana. Al menos era un extraño guapo, y después de volver a conocernos físicamente, le pregunté cómo se llamaba. Fernando había sido repartidor de los almacenes Walmart en Filadelfia hasta hacía unos meses, cuando uno de sus clientes de moda se fijó en él y le dijo que llamara a un amigo suyo de una agencia de modelos de Nueva York. Me comentó que le encantaría recorrer conmigo una alfombra roja uno de estos días —yo ya había aprendido, de la manera más despiadada posible, que una fotografía agarrado de mi brazo habría hecho que la carrera del señor Walmart subiera de forma meteórica—, de modo que me deshice de él en cuanto pude.

«Bueno, Electra, ¿y si le dices la verdad a la señora Lirón? ¿Y si reconocieras que la otra noche ibas tan puesta de alcohol y coca que habrías podido dormir con Papá Noel y no te habrías enterado? ¿Que el motivo de que no pudieras ni siquiera pensar en tu padre no era su muerte, sino que sabías lo avergonzado que se habría sentido de ti… lo avergonzado que se había sentido de ti?»

Al menos, cuando Pa Salt estaba vivo, sabía que no podía ver lo que yo hacía, pero ahora estaba muerto, y de alguna manera era omnipresente; habría podido estar conmigo en la habitación la noche anterior, o incluso aquí, en la limusina, en este momento…

Me vine abajo y alargué la mano para coger un botellín de vodka, y me lo bebí de un trago intentando olvidar la expresión de desencanto en la cara de Pa la última vez que lo vi antes de que muriera. Había venido a Nueva York para visitarme y me comentó que tenía algo que decirme. Evité encontrarme con él hasta la última noche, cuando accedí a regañadientes a que cenáramos juntos. Llegué a Asiate, un restaurante situado justo al otro lado de Central Park, ya bien cargada de vodka y estimulantes. Durante toda la cena estuve medio aturdida, disculpándome por tener que ir al baño a meterme una rayita de coca cada vez que él intentaba iniciar alguna conversación en la que yo no deseaba tomar parte.

Cuando llegó el postre, Pa se cruzó de brazos y me miró tranquilo.

—Estoy muy preocupado por ti, Electra. Pareces estar ausente.

—Bueno, es que no puedes entender la presión a la que estoy sometida —le

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