La importancia del quince de febrero

Sofía Rhei

Fragmento

cap-1

1

Jueves, 15 de febrero

La alarma sonó dentro de su cabeza. Bueno, quizá no exactamente «dentro», pero eso parecía. Era como si aquel ruido infernal tuviera el epicentro en su cerebro.

Sandra apagó el despertador y respiró hondo, tratando de calmarse. El corazón le latía como un tambor, que era el efecto que solía producirle su pesadilla recurrente. En ella revivía una y otra vez, con la angustia de saber que no podía cambiar nada, la ruptura con su último novio: el día de San Valentín del año anterior.

Técnicamente, lo habían dejado el 15 de febrero. Sin embargo, las palabras «San Valentín» permanecían asociadas a sudores fríos y noches de ansiedad. Y esa fecha acababa de pasarle por encima como una apisonadora, con el agravante de que ya había cumplido la fatídica cifra de treinta años.

Su gato, Sigmund, saltó sobre ella dándole un susto de muerte. Era la bola de pelo más egoísta y déspota del mundo. ¿Por qué no lo daba en adopción de una vez? Seguro que alguien picaba, porque era una bestia preciosa con ese sedoso pelo de angora gris.

Trató de calmarse. Había leído que, en períodos de estrés, relajarse por completo antes de salir de la cama ayudaba a controlar los nervios el resto del día. No sabía si serviría para algo, pero ella era muy de intentar las cosas y muy de «por si acaso».

Sigmund le lamió la mejilla con algo parecido a la ternura, lo que la hizo reconciliarse con el mundo, y descartó darlo en adopción.

Sandra tanteó la mesilla en busca de sus gafas, que no estaban ahí sino en el suelo. Maldijo a Sigmund. Se retorció para recuperar las lentes, se quitó de encima al gato y fue al baño, tratando de llenar su mente de pensamientos armónicos a pesar de los maullidos que exigían el desayuno. Le estaba sirviendo al felino una de las latitas gourmet en las que se dejaba el sueldo cuando el segundo chillido del despertador resonó por toda la casa. Sandra corrió a apagarlo, reprochándose a sí misma no haberlo apagado bien la primera vez. Le sucedía con frecuencia.

Ya en la ducha, pensó en la gran cantidad de veces que se descubría a sí misma cometiendo lo que Freud llamaba «actos fallidos». Estaba convencida de que cuando por fin consiguiera controlar los autoboicots eso significaría que se habría librado del influjo de Enrique, ese último novio propenso a los reproches que tan culpable la había hecho sentir. Por otra parte, sospechaba que quizá debajo hubiera cierta insatisfacción con su propia vida.

Apartó a Sigmund de la cocina y desayunó una tostada de pan de sésamo con aguacate delante del enorme póster de Viaje alucinante. Rodeando la imagen había una serie de marcos más pequeños con frases muy sabias. Aquella mañana, Sandra se centró en una de ellas:

La ciencia hace que el mundo cambie muy deprisa. ¿Podremos los seres humanos adaptar nuestras costumbres a estos cambios?

La releyó varias veces. Aquel día, esa frase de Isaac Asimov significaba que tenía que dejar de pensar en el vago de Enrique. Le daba bastante rabia haberse enganchado de un chico al que no admiraba, y le parecía un síntoma de que había algo en ella que no estaba muy centrado. ¿Por qué había desarrollado cierta dependencia de alguien que no compartía en absoluto los valores que ella había convertido, con tesón, en el centro de su vida? Era como si la necesidad de afecto fuera más fuerte que los principios. Ese desorden de prioridades había debilitado su concentración y su autoestima. El próximo con el que saliera tenía que ser todo lo contrario.

Se puso el abrigo y se dirigió al balcón para fumarse un cigarro. Cada mañana aprovechaba esa salida para hacerse una idea de la temperatura y escoger la ropa que se pondría. Como elegir modelitos no era lo suyo, le había pedido a su amigo Joseba que le organizara una serie de conjuntos. Aquel día el clima le sugirió la blusa de punto color salmón con los pantalones antracita.

La primera calada le dio asco, pero no pudo tirar el cigarrillo. No estaba orgullosa de no ser capaz de dejarlo. Se sentía aún más culpable porque pensaba que, como psicóloga, debería tener un mayor control sobre su propia mente. Incluso había inventado un método consistente en fumarse dos cajetillas seguidas hasta provocarse una intoxicación de nicotina y cogerle asco. Lo había intentado dos veces, quedándose hecha polvo durante semanas, con un surtido de mareos, toses y flemas que habría dado para un documental tipo premios Darwin.

Entonces sacudió la cabeza y se enfadó consigo misma. Desde que había abierto los ojos no había hecho otra cosa que castigarse. Una cosa era ser consciente de lo que podía mejorar y otra muy distinta penalizarse emocionalmente por ello. Se prometió pasar una tarde de chicas con Leonor para contrarrestar esa negatividad.

Ya vestida, como suele hacer la gente despistada, revisó a conciencia el bolso comprobando todos los compartimentos: pañuelos de papel, gomas del pelo, pastillero de emergencia, cuaderno para apuntar y bolígrafo, estuche de lentillas y gafas por si acaso, cargador del móvil y bote de laca tamaño de viaje, muy útil para defenderse de agresiones en lugar del espray de pimienta, que era ligeramente ilegal.

Comprobó la fuente y la tolva de Sigmund, y le dio un pescozón de despedida.

—Pórtate bien, ¿vale? No quiero tener que barrer quinientos copos de cereal del suelo como la semana pasada.

Solo cuando había recorrido la mitad del trayecto en metro se le ocurrió mirar el móvil:

DÍA LIBRE

«La madre que me...», se dijo Sandra para sus adentros. Aunque a lo mejor no lo había dicho para sus adentros, porque un par de personas la miraron con expresión divertida.

Precisamente había pedido el día 15 para no tener que soportar las edulcoradas narraciones de lo maravillosa que había sido la noche anterior. Ya que no podía erradicar la dichosa fecha del calendario, al menos se libraría de sus efectos.

¿Por qué tenía que ser tan despistada? Aunque trataba de mejorar, seguía etiquetando sus llaves con direcciones inventadas por si se le perdían. Una vez compró chips para pegarlos en las cosas y tenerlas localizadas, pero perdió los chips antes de utilizarlos. Para ella el despiste era como la miopía, cosas que habían estado allí siempre, como duendes invisibles que la hacían diferente a los demás y contra los que poco podía hacer aparte de esforzarse.

«El genio despistado.» Temía haber idealizado ese rasgo en la infancia como supuesta característica de una mente creativa. Al menos eso era lo que pensaba que le diría Freud si no fuera un gato, o si no estuviera muerto y enterrado en el cementerio de Golders Green, Londres.

En sus primeros años de universidad, algo influida por su novio de entonces, Sandra había mostrado mucho interés por la obra del padre del psicoanálisis, quizá para compensar los excesos de su padre adoptivo, quien era tan distinto a Freud como una persona puede serlo de otra, salvo que ambos eran de origen judío aunque no practicantes.

Sandra se sacudió esos pensamientos inútiles con un movimiento de cabeza. De repente, tenía por delante un día entero. Podía ir a pasear por el parque, hacer algo de ejercicio, pasar el día sumergida en la biblioteca...

Presionó la alerta del móvil y apareció más texto

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