Tras las huellas de su padre

Danielle Steel

Fragmento

Capítulo 1

1

El 6 de abril de 1945, los nazis comenzaron a evacuar el campo de concentración de Buchenwald, situado en lo alto de la colina de Ettesberg, cerca de Weimar, en Alemania. El campo llevaba ocho años en funcionamiento, desde 1937, y para entonces habían pasado por él doscientos treinta y ocho mil prisioneros entre hombres, mujeres y niños. Cincuenta y seis mil habían muerto en el campo: checos, polacos, franceses y alemanes.

Las tropas estadounidenses llevaban dos días en la zona y los nazis querían a todos los prisioneros fuera del campo antes de que llegaran las fuerzas aliadas. Buchenwald era un campo de trabajos forzados con un crematorio, una clínica donde se realizaban experimentos médicos espantosos y barracones para alojar a los prisioneros. Establos que en otros tiempos habían acogido ochenta caballos los habitaban ahora mil doscientos hombres, cinco por litera. Había edificios adicionales para ellos y un único barracón para las mujeres, el cual podía albergar hasta un millar de reclusas.

El 6 de abril enviaron a la mayoría de las prisioneras a Theresienstadt, considerado hasta entonces un campo modélico que se empleaba como escaparate para los visitantes y la Cruz Roja. Las mujeres con movilidad suficiente para partir fueron trasladadas en tren o a pie. Las demás permanecieron en el barracón, ignoradas. Los nazis también evacuaron a los prisioneros varones que pudieron, a los que debían llevar a zonas más interiores del país o enviar a otros campos más alejados. La evacuación prosiguió durante dos días mientras los reclusos se preguntaban qué iba a pasar después.

El 8 de abril, Gwidon Damazyn, un ingeniero polaco que llevaba cuatro años en el campo, utilizó un transmisor de onda corta que había construido a escondidas para enviar un mensaje en morse en alemán y en inglés. «A los Aliados. Al ejército del general Patton. Aquí el campo de concentración de Buchenwald. SOS. Pedimos ayuda. Quieren evacuarnos. Las SS quieren aniquilarnos.» Junto con Damazyn, Konstantin Leonov envió el mismo mensaje en ruso.

Al cabo de tres minutos recibieron una respuesta: «Resistan. Ayuda en camino. Personal del Tercer Ejército».

En cuanto recibieron el mensaje, los prisioneros rusos asaltaron las torres de vigilancia con armas que tenían escondidas y mataron a los guardias. Los demás soldados emprendieron rápidamente la retirada en lugar de permanecer para hacer frente al ejército estadounidense. Después de la evacuación, quedaban veintiún mil prisioneros en el campo, de los cuales solo varios cientos eran mujeres.

Tres días más tarde, el 11 de abril de 1945, tropas del 9.º Batallón de Infantería Blindado de la 6.ª División Blindada del Tercer Ejército estadounidense entraron en Buchenwald. Era el primer campo de concentración que las fuerzas estadounidenses liberaban. Las fuerzas rusas que avanzaban desde Polonia sí habían liberado ya algunos campos.

Ese mismo día llegó al campo la 83.ª División de Infantería de Estados Unidos. Ningún soldado estadounidense estaba preparado para lo que se encontró allí: esqueletos andantes que los miraban aturdidos, algunos tan débiles que no podían moverse o ponerse en pie, otros lanzando gritos y vítores mientras les resbalaban lágrimas por las mejillas. Sus libertadores también lloraban. Los prisioneros intentaban en vano alzarlos en hombros, pues estaban demasiado débiles. Algunos perecieron mientras los Aliados irrumpían en el campo o minutos después. La inanición y las enfermedades resultantes, así como los nazis, habían sido sus enemigos durante años.

Los soldados norteamericanos entraban en los barracones y se quedaban horrorizados por lo que encontraban, el hedor y la suciedad, los cuerpos consumidos y demasiado débiles para salir de la cama, gente que los alemanes en retirada habían tenido intención de matar, pero no pudieron por falta de tiempo.

Cuando los soldados entraron en el barracón principal, un hombre alto y en los huesos se les acercó tambaleándose y agitando los brazos. Llevaba la cabeza afeitada y el uniforme del campo mugriento y lleno de desgarrones que dejaban ver las costillas. Semejaba un cadáver y era imposible determinar su edad. Estaba desesperado.

—Las mujeres... ¿Dónde están las mujeres...? ¿Se las han llevado a todas? —preguntó.

—Todavía no lo sabemos. No las hemos encontrado. Acabamos de llegar. ¿Dónde están?

El hombre señaló otro barracón y echó a andar a trompicones en esa dirección.

—Espere. —Un sargento joven alzó la mano para detenerlo y lo sujetó cuando empezó a derrumbarse—. ¿Cuánto tiempo lleva sin comer o beber?

—Cinco días.

El sargento dio una orden a dos de sus hombres y estos se marcharon raudos para cumplirla. Había que ordenarle al alcalde del pueblo vecino de Langenstein que suministrara comida y agua al campo de inmediato. Otro oficial había solicitado personal médico por radio. Hasta el último recluso del campo parecía un cadáver andante.

—Yo los llevo al barracón de las mujeres —se ofreció el prisionero recién liberado, aunque apenas podía mantenerse en pie.

Dos soldados lo ayudaron a subir al vehículo. Casi les pareció ingrávido cuando lo auparon y se esforzaron por no reaccionar al hedor. Las botas del prisionero tenían las puntas recortadas y las suelas completamente gastadas. Se las había quitado al cadáver de un preso asesinado. Los condujo hacia el barracón femenino y, cuando llegaron, el estado de las mujeres resultó ser aún peor que el de los hombres. Algunas acarreaban a sus compañeras y las que podían salían del barracón para observar a las tropas estadounidenses explorar el campo. Ignoraban qué iba a sucederles a partir de ese momento, pero sabían que no podía ser peor que lo que habían vivido hasta entonces. Algunas provenían de otros campos, todas habían sido obligadas a realizar trabajos forzados y varias habían sido sometidas a experimentos médicos inimaginables. Muchas habían muerto.

El prisionero que conducía a los soldados se presentó antes de que el coche se detuviera frente al barracón de las mujeres.

—Soy Jakob Stein —dijo en un inglés perfecto con marcado acento alemán—. Soy austríaco. Llevo cinco años aquí.

Pararon delante del barracón femenino y un soldado lo ayudó a bajar. Renqueando, el prisionero se acercó a dos mujeres y les habló en alemán:

—¿Emmanuelle? —preguntó con cara de pánico mientras los soldados miraban horrorizados a las mujeres; estaban tremendamente demacradas y apenas les quedaba vida—. ¿Se la han llevado? —inquirió Jakob con una mueca de terror en su rostro demacrado.

Los soldados pensaron que a lo mejor era su mujer, pero no hicieron preguntas. Procuraban sonreír a las mujeres que avanzaban hacia ellos para no asustarlas.

—Está dentro —dijo una mujer con los labios azulados y la voz ronca, echá

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