Mi vida con el hijo de Linda

Jane Green

Fragmento

1

No suelo faltar al trabajo con el pretexto de que estoy enferma. Y aunque me gustaría decir que me encuentro mal, no es cierto. A menos que cuenten los nervios, las dudas de última hora y la insoportable tensión previos a una boda.

Aun así, esta mañana he decidido que merecía tomarme un día libre —qué digo, puede que incluso dos—, de modo que he llamado a primera hora; con lo mal que se me da mentir, he pensado que me sería mucho más fácil hablar con Penny, la recepcionista, que con mi jefe.

—Pobrecita. —La voz de Penny está llena de compasión—. Pero no me extraña con la boda encima. Deben de ser los nervios. Tendrías que acostarte en una habitación a oscuras.

—Es lo que haré —digo con la voz ronca.

Casi me delato, porque entre los síntomas de la migraña no figuran las gargantas irritadas ni los estornudos fingidos; así que cuelgo lo más deprisa que puedo.

Se me ha pasado fugazmente por la cabeza darme algún lujo y hacer algo que normalmente no haría. La manicura, la pedicura, una limpieza de cutis, algo así. Pero el remordimiento ha logrado imponerse; aunque no vivo cerca de mi oficina, en el moderno barrio del Soho, no tengo ninguna duda de que si me aventuro a salir precisamente el día que me estoy haciendo pasar por enferma, alguien del trabajo estará casualmente por allí.

De modo que aquí estoy, viendo un horrible programa de televisión en una fría mañana de enero —aunque he pillado el final de un programa sobre «recogidos para novias» que podría serme increíblemente útil—, zampándome un paquete de tartaletas de crema —mi último capricho antes de ponerme seriamente a régimen— y preguntándome si existe alguna posibilidad de encontrar a un masajista —pero que sea uno de verdad— que venga a último momento a casa para hacer desaparecer los nudos de tensión.

Consigo perder cuarenta y cinco minutos hojeando los anuncios clasificados de las revistas del barrio, pero tengo la impresión de que ninguno de esos masajistas es lo que estoy buscando: «discreción garantizada», «sensual e íntimo». Y entonces llego a la sección de contactos.

Sonrío mientras los leo de cabo a rabo. Naturalmente que los leo de cabo a rabo. Puede que vaya a casarme, pero sigue interesándome lo que pasa a mi alrededor. Aunque tengo que admitirlo, nunca he probado la opción de los contactos, pero tengo una amiga que lo ha hecho. De veras.

Me invade una oleada de afecto, y sí, lo reconozco, de vanidad. No tendré nunca que decirle a nadie que me distingue un gran sentido del humor o que me parezco un poco a Renée Zellwegger, aunque solo cuando hago un mohín y entrecierro los ojos, o que disfruto dando paseos por el campo y acurrucándome junto a la chimenea.

No es que no sea verdad, pero qué afortunada soy de no tener que justificarme, o describirme, o fingir ser alguien que no soy.

Menos mal que tengo a Dan. Menos mal. Me pongo mis enormes zapatillas afelpadas, me recojo de nuevo el pelo en una coleta, me envuelvo en el enorme albornoz de Dan y me deslizo sobre el suelo del pasillo hasta la cocina.

«Dan y Ellie. Ellie y Dan. La señora de Dan Cooper. La señora Ellie Cooper. Ellie Cooper.» Canturreo esas palabras y me emociono al pensar en lo poco familiares que me resultan y en que se harán realidad dentro de poco más de un mes, cuando todo acabe como un cuento de hadas.

A pesar del cielo encapotado y de la llovizna, que parece ser omnipresente este invierno, siento que me ilumino, como si de pronto hubiera entrado el sol por la ventana del salón solo para hacerme llegar su calor.

El problema de sentir remordimiento por haber llamado al trabajo y haberme hecho pasar por enferma, me doy cuenta ahora, es que te da tanto miedo salir de casa que acabas perdiendo todo el día. Y, naturalmente, cuanto menos haces menos ganas tienes de hacer, así que hacia las dos de la tarde estoy aburrida, inquieta y soñolienta. En lugar de optar por lo fácil y volver a la cama, decido espabilarme con un café bien cargado, ducharme y vestirme.

La nueva cafetera —un regalo de boda adelantado de mi jefe— me saluda, reluciente, desde su rincón en la encimera; es con mucho el objeto más lujoso y de alta tecnología de la cocina, por no decir de todo el piso. De no ser por Dan, nunca utilizaría ese maldito trasto, y eso a pesar de que me encantan los capuchinos muy cargados. La tecnología y yo nunca hemos hecho buenas migas. El único campo de la tecnología en el que sobresalgo es en el de la informática, pero ahora que todos mis colegas más jóvenes juguetean con iPod, MPEG y sabe Dios qué más, hasta en eso empiezo a tener la sensación de estar quedándome atrás.

Sin embargo, mi principal problema no es la tecnología sino el papel: los manuales de instrucciones, para ser exactos. Sencillamente, no tengo paciencia para leerlos; en mi piso casi todo acaba funcionando a base de apretar botones y ver qué pasa. Debo reconocer que mi aparato de vídeo nunca ha grabado nada, pero lo compré para ver cintas alquiladas, no para grabar; así que, por lo que a mí respecta, cumple perfectamente su misión.

De hecho, ahora que lo pienso, no todo funciona tan a la perfección... La nevera lleva todo el año llena de carámbanos, aunque creo que en alguna parte detrás del hielo podría haber una tarrina de helado de hace un año. Y mi aspirador sigue teniendo la misma bolsa que cuando lo compré hace tres años porque no he logrado averiguar cómo se cambia; cuando se llenó, hice un agujero, la vacié manualmente y volví a cerrarla con cinta adhesiva, y sigue funcionando a las mil maravillas. Además, ¡la de dinero que me ahorro en bolsas de aspirador!

Ah, sí, también está el superelegante y supercaro reproductor de discos compactos con capacidad para cuatrocientos, aunque nunca he puesto más de uno a la vez.

De modo que puede que las cosas no funcionen como deberían, o como sus fabricantes pretendían que funcionaran, pero a mí me van bien; sobre todo ahora que tengo a Dan, que no pone un dedo en ningún aparato hasta que no ha leído de cabo a rabo el manual de instrucciones y se lo ha aprendido de memoria.

Así pues, es Dan —que Dios lo bendiga— quien lee ahora los manuales y me hace demostraciones de cómo funcionan aparatos como el aspirador, la secadora o la nueva cafetera. Pero lo mejor de todo, aparte de que ahora puedo utilizar la cafetera, es que Dan ha aprendido a condensar sus demostraciones de modo que no duren más de un minuto, al cabo del cual yo ya he desconectado y estoy pensando en la nueva presentación que tengo que hacer en el trabajo, o en lo bien que lo pasaremos en una isla desierta durante nuestra luna de miel.

Pero la cafetera, tengo que reconocerlo, es genial; me alegro de haber estado atenta cuando Dan me enseñó cómo funcionaba. Llegó hace tres días y ya la he utilizado nueve veces. Dos tazas por la mañana antes de ir al trabajo, una al llegar a casa y una o dos por la noche después de cenar, aunque a partir de las ocho los dos nos pasamos al descafeinado.

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