Siempre hay un mañana (Hotel Boonsboro 1)

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

LOS MUROS DE PIEDRA SEGUÍAN EN PIE como lo habían hecho durante más de dos siglos, sencillos, recios y fuertes. Con materiales extraídos de los montes y los valles, se alzaban como testimonio del deseo innato del hombre de dejar huella, de construir y de crear.

A lo largo de esos dos siglos, el hombre había combinado piedra con ladrillo, con madera y cristal, ampliando, transformando, mejorando según sus necesidades, conforme a los tiempos, a los caprichos. Durante ese período, el edificio situado en el cruce de caminos vio cómo el asentamiento se convertía en ciudad con la aparición de nuevas construcciones.

El camino de tierra se asfaltó; los coches de caballos dieron paso a los automóviles. Cambiaron las modas en un abrir y cerrar de ojos. Y ahí permaneció, erguido en su rincón de la Plaza, como un elemento imperturbable del ciclo de cambio.

Conoció la guerra, oyó resonar el fuego de artillería, los gritos de los heridos, las oraciones de los piadosos. Conoció la sangre y las lágrimas, el deleite y la cólera. El nacimiento y la muerte.

Prosperó en los buenos tiempos, resistió en los malos. Cambió de manos y de uso, pero sus muros de piedra siguieron en pie.

Con los años, la madera de su elegante porche doble empezó a combarse. El cristal se rompió; el cemento se agrietó y se deterioró. Los que se detenían en el semáforo de la plaza del pueblo y observaban cómo las palomas revoloteaban por las ventanas rotas, se preguntaban qué habría sido aquel edificio en su día. Luego el semáforo se ponía en verde, y seguían su camino.

Beckett lo sabía.

Se encontraba en la esquina opuesta de la Plaza, con los pulgares en los bolsillos de sus vaqueros. El ambiente era cálido y todo estaba en calma. No venían coches, podía haber cruzado la calle principal con el semáforo en rojo, pero continuó esperando. Unas lonas opacas de color azul vestían el edificio desde el tejado hasta la calle y cubrían su fachada. Durante el invierno habían servido para evitar que los obreros pasaran frío. Ahora ayudaban a contener el envite del sol y a protegerlo de la mirada de los curiosos.

Pero él lo sabía: el aspecto que tenía en ese momento y el que tendría cuando se hubiera completado la rehabilitación. A fin de cuentas, lo había diseñado él; él, sus dos hermanos, su madre. Pero los planos llevaban su nombre como arquitecto, su principal función como socio de Montgomery Family Contractors.

Cuando cruzó, sus deportivas apenas hicieron ruido en la calzada en medio de aquel silencio absoluto de las tres de la madrugada. Avanzó bajo el andamiaje lateral del edificio, por Saint Paul Street, complacido de ver al resplandor de la farola lo bien que se habían limpiado la piedra y el ladrillo.

Parecía viejo; lo era, pensó, y eso formaba parte de su belleza y atractivo. Pero ahora, por primera vez, que él recordara, no se veía abandonado.

Rodeó la parte posterior, caminó por el barro endurecido por el sol, entre los escombros de la obra esparcidos por lo que sería el patio. Ahí, los porches que comprendían tanto la segunda como la tercera planta se erguían rectos y sólidos. Los puntales hechos a medida —diseñados a imagen y semejanza de los de las antiguas fotografías del edificio y de los restos hallados durante la excavación— se hallaban recién imprimados y secándose sobre un trozo de alambre.

Sabía que su hermano mayor, Ryder, en su papel de contratista principal, tenía programada la instalación de las barandas y los puntales.

Lo sabía porque Owen, el mediano de los tres hermanos Montgomery, los atormentaba con programas, calendarios, planificaciones y libros de contabilidad, y mantenía a Beckett informado de cada clavo que ponían.

Lo quisiera o no.

En este caso, supuso mientras buscaba la llave, quería estarlo… por lo general. El viejo hotel se había convertido en una obsesión familiar.

Lo tenía cogido por el cuello, reconoció mientras abría la puerta provisional de lo que sería el Vestíbulo. Y por el corazón… y sí, maldita sea, lo tenía cogido por las pelotas. Ningún otro proyecto en el que hubieran trabajado lo había enganchado, los había enganchado a todos ellos, de ese modo. Sospechaba que ningún otro lo haría jamás.

Pulsó el interruptor, y la luz de obra que colgaba del techo se encendió e iluminó los suelos desnudos de hormigón, las paredes apenas esbozadas, herramientas, lonetas, material.

Olía a madera y a polvo de hormigón y, un poquito, a las cebollas a la parrilla que alguien debía de haber pedido para comer.

Haría una inspección más detenida de la primera y la segunda planta por la mañana, cuando tuviera mejor luz. Había sido una estupidez acercarse a esa hora, cuando apenas se veía nada y estaba agotado. Pero no había podido resistirse.

Por las pelotas, pensó de nuevo al pasar por debajo de un amplio arco, cuyos bordes de piedra aún estaban expuestos y sin pulir. Luego, alumbrado por su linterna, siguió avanzando hasta la escalera de obra que conducía hacia arriba.

El lugar tenía algo especial en plena noche, cuando el ruido de pistolas de clavos, sierras, radios y voces había cesado y las sombras se habían apoderado de él. Algo no del todo tranquilo, no del todo sereno. Algo que le erizaba el vello de la nuca.

Otra cosa a la que no podía resistirse.

Iluminó con la linterna la segunda planta, y observó el revestimiento marrón de las paredes. Como siempre, el informe de Owen había sido preciso. Ry y sus hombres habían terminado de aplicar el aislamiento en ese nivel.

Aunque solo pretendía subir para echar un vistazo, se quedó allí con una sonrisa que se extendía por su rostro huesudo y afilado, y el placer que le produjo le iluminó los ojos de color azul claro.

—Vamos progresando —dijo al silencio con voz áspera debido a la falta de sueño.

Avanzó en la oscuridad, siguiendo el haz de luz de su linterna, un hombre alto de caderas estrechas, con las piernas largas de los Montgomery y la mata de pelo castaño con trazas rojizas que le venía de los Riley, su lado materno.

En ese instante se dio cuenta de que, si seguía curioseando por ahí, le daría la hora de levantarse antes de que pudiera irse a la cama, así que subió al tercer piso.

—Vaya, esto va de maravilla. —Un deleite absoluto disipó su idea de dormir al pasar el dedo por la cinta que unía dos de las placas de yeso laminado recién colgadas.

Iluminó con la linterna los orificios para las tomas eléctricas, luego continuó por lo que sería el apartamento del encargado del establecimiento, y observó lo mismo respecto a las tuberías de la cocina y del baño. Se entretuvo vagando por lo que planeaban que fuera su suite más completa, asintiendo al detectar la pared flotante que dividía el generoso espacio del baño.

—Eres un condenado genio, Beck. Anda, por el amor de Dios, vete a casa.

Sin embargo, mareado de cansancio y de em

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