Un verano en Escocia

Mary Nickson

Fragmento

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Glendrochatt se alzaba en lo alto de una colina. Era una casa antigua con secretos, que representaba cosas muy distintas para diferentes personas.

Para Giles era su pasado y su futuro: terror y desafío. Para Isobel era un lugar lleno de calidez y risas, el hogar de sus hijos. Lorna veía en Glendrochatt el objeto esquivo de sus sueños. Para Daniel era fascinación y amenaza. ¿Y para Edward y Amy? La casa vibraba con la música de Amy, pero ¿quién podía saber lo que pasaba por la cabeza del pequeño Edward?

Cuando Isobel Grant supo que su hermana volvía a casa desde Sudáfrica, una sombra empañó por un momento su habitual alegría.

Lorna le escribía para decirle que, ahora que su divorcio era un hecho, quería empezar de cero y dejar los últimos años atrás. ¿Podía visitarlos y quedarse con ellos hasta que organizara su vida o, en todo caso, hasta el final del verano? Quizá tuvieran un trabajo para ella. Naturalmente, no necesitaba recibir remu-neración alguna. Mientras leía aquella letra clara y bien conocida, Isobel supo, con esa certidumbre interna que suele ser fatalmente certera, que lo que Lorna quería no era empezar una nueva vida, sino recoger los hilos de la vieja y tejerlos de forma diferente.

El desasosiego, como si de una espina de pescado pequeña pero entera se tratara, le daba punzadas en la garganta.

Se preguntó cómo se sentiría su hermana, que no tenía hijos, con los niños. Y lo más importante, ¿cómo reaccionarían ellos, en especial Edward, ante ella? Pensar en el efecto que Edward y Lorna podían tener el uno en el otro hizo que la inundara un sudor frío. Eran tantos los cambios que estaban a punto de producirse en la vida de los Grant que Isobel se preguntaba cómo se las arreglaría para encajar esa nueva pieza en un puzzle ya de por sí muy complicado.

Se preguntaba sobre todo cómo reaccionaría Giles a la presencia de su cuñada.

No habían visto a Lorna desde la última vez que fueron de vacaciones a Sudáfrica y se quedaron en Ciudad del Cabo con ella y su esposo. Pese a lo exuberante de los alrededores y al tren de vida de Lorna, fueron unos días incómodos, con las tensiones apenas contenidas bajo la superficie. Había ciertas fisuras en el matrimonio Cartwright que no presagiaban nada bueno. John Cartwright, un cirujano ocular brillante, era un hombre muy nervioso y exigente, dado a ocasionales estallidos de mal humor que dejaban temblando a todos los que estaban en contacto con él. Isobel pensaba, para sus adentros, que Lorna, su segunda esposa, lo provocaba deliberadamente y luego disfrutaba haciéndose la mártir, cuando él perdía el control. Giles solía defender a Lorna y la hacía objeto de su solícita comprensión, lo que no le ayudó precisamente a granjearse el afecto de su difícil esposo, e Isobel se sintió aliviada cuando acabaron las vacaciones. De eso hacía ya tres años.

Cuando Isobel le alargó la carta de Lorna, la primera reacción de Giles pareció normal, pero llevaba casada con él demasiado tiempo para no saber que los sentimientos que decidía mostrar no siempre coincidían con lo que en verdad sentía.

—Bien, estupendo. Me alegra que por fin haya decidido librarse de aquel cabrón —dijo, mientras ojeaba las delgadas hojas de su correo aéreo y trasteaba, simultáneamente, con una sola mano, en su teléfono móvil.

Isobel se quedó mirando por la ventana, contemplando la torrencial lluvia escocesa que enlazaba el cielo y la tierra con largas puntadas diagonales y volvía temporalmente invisibles las colinas.

—Supongo que va a venir —murmuró a regañadientes, después de una pausa—, aunque no es precisamente el mejor momento.

—Pues, mira, no sé. Quizá sea un momento excelente. Vas a necesitar toda la ayuda que puedas conseguir si este nuevo proyecto sale adelante y sabes que todo esto te va a desbordar. Lorna podría ser muy útil.

—Es precisamente su capacidad para ser útil lo que me agobia.—Isobel hizo una mueca.

—Yo podría encontrarle un montón de cosas que hacer.

—Qué bien. Podría llegar a hacerse indispensable —respondió Isobel, con un tono ligero, arqueando una ceja y mirando a su marido.

—Sí que podría. —Giles dejó caer sus palabras como si fueran gotas de un medicamento, cuidadosamente medido.

—De acuerdo, entonces. —Isobel se puso a recoger el formulario para solicitar una beca del Fondo de Lotería para las Artes, junto con las notas que había tomado en una reciente reunión de los fiduciarios de la Fundación Glendrochatt.

Habría sido demasiado esperar que, después de casada, Isobel permaneciera mucho tiempo ignorando la vieja relación amorosa de Giles con su hermana. Siempre hay demasiada gente que disfruta comunicando una información desagradable con el débil pretexto de que creen que el receptor «debería saberlo». Giles trató de convencerla de que la relación nunca había sido nada serio —cosas de adolescentes— y le aseguró que, en todo caso, se había acabado mucho antes de que Isobel y él se conocieran. Ella le creyó y, aunque consternada, aceptó su versión de lo sucedido. Pero lo que sintiera su enigmática hermana, eso era harina de otro costal.

Isobel no tenía ninguna intención de decirle a Giles lo peligrosa que encontraba la nueva situación, aunque realmente no necesitaba hacerlo. Giles siempre detectaba cualquier trasfondo, por sutil que fuera; era capaz de atraerlo a la superficie, igual que un imán atrae los alfileres.

—Lo sé, lo sé. No podemos negarnos —dijo Isobel, levantando las manos, como dándose por vencida—. Le escribiré para decirle que estaremos encantados de que se quede con nosotros y que sí que podemos emplearla durante un tiempo, para ayudarla a empezar de nuevo y para que ella nos ayude a salir del apuro en que estamos… aunque insistiré en que le pagaremos adecuadamente, sin admitir discusiones, pero que tendrá que ser algo estrictamente temporal, claro.

—Claro —dijo Giles, y le regaló a su esposa su sonrisa especial, la que hacía que le temblaran las piernas cuando se conocieron… y que aún lo conseguía, de vez en cuando.

—¿Quién de los dos va a encontrar tiempo para llevar a Amy a su clase esta tarde? —preguntó Giles, mirando el reloj.

—Sabéis perfectamente que yo tengo que llevar a Edward al médico, oh, vos, caballero amante de fisgonear en mi agenda —dijo Isobel, riéndose de él—. A veces, eres el colmo, Giles Grant; odias no ser tú quien acompañe a Amy. Estás hecho un viejo farsante, no te atrevas a n

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