La cara oscura de la luna (Cazadores Oscuros 10)

Sherrilyn Kenyon

Fragmento

Capitulo 1

1

Seattle, 2006

NIÑO DEVORADO POR POLILLAS ASESINAS

Susan Michaels gimió al leer el titular de su último artículo. Sabía muy bien que no debía leer el resto, pero esa tarde tenía una vena masoquista. Jamás en la vida volvería a sentirse orgullosa de su trabajo...

Criadas en un laboratorio de América del Sur, esas polillas ultrasecretas son la próxima generación de asesinos militares. Están modificadas genéticamente para infiltrarse en las bases enemigas, donde muerden a su objetivo en el cuello, infectándolo con un veneno concentrado completamente indetectable que ocasiona la muerte en cuestión de una hora.

Al parecer, se han escapado del laboratorio y el enjambre se dirige hacia el norte, derecho al centro de Estados Unidos. Estén pendientes. Podrían llegar a su vecindario antes de
un mes...

¡Madre del amor hermoso!, era peor de lo que se había imaginado.

Con las manos temblando de la furia, se levantó del escritorio y fue de cabeza al despacho de Leo Kirby. Como de costumbre, estaba navegando en internet, leyendo el blog de algún pobre desgraciado mientras tomaba un montón de notas.

Leo era un hombre de unos treinta y cinco años, bajito y delgado, de pelo largo y negro que siempre llevaba recogido en una coleta. También tenía perilla, unos gélidos ojos grises de mirada seria y un extraño tatuaje con forma de telaraña en la mano izquierda. Llevaba una camiseta negra ancha y unos vaqueros, y tenía un enorme vaso de café de Starbucks junto al brazo. Si no fuera tan irritante, le parecería hasta mono.

—¿Polillas asesinas? —preguntó.

Leo levantó la vista de su bloc de notas y se encogió de hombros.

—Dijiste que íbamos a tener una plaga de polillas. Así que le propuse a Joanie que reescribiera la historia para hacerla más comercial.

Se quedó boquiabierta al escucharlo.

—¿Joanie? ¿¡Le has dicho a Joanie que reescriba la historia!? ¿La misma Joanie que lleva papel de aluminio en el sujetador para que la gente con rayos X en los ojos no pueda verle el pecho? ¿¡Esa Joanie!?

Leo ni se inmutó por la avalancha de preguntas.

—Sí, es mi mejor redactora.

Eso sí que era echarle sal en la herida...

—Creí que yo era tu mejor redactora, Leo.

Lo vio soltar un suspiro pesaroso al tiempo que giraba la silla para mirarla.

—Lo serías si tuvieras una pizca de imaginación. —Levantó las manos con gesto dramático para enfatizar sus palabras—. Vamos, Sue, saca la niña que llevas dentro. Disfruta con todo lo absurdo que nos rodea. Piensa en Ibsen. —Bajó las manos y suspiró de nuevo—. Pero no hay manera de que lo hagas, ¿verdad? Te mando a investigar al chico murciélago que vive en el campanario de esa vieja iglesia y te presentas con una historia sobre las polillas que se comen las vigas. ¿Qué coño es eso?

Lo miró con expresión burlona al tiempo que cruzaba los brazos por delante del pecho.

—Se llama realidad, Leo. Realidad. Deberías apartar las narices del ordenador un ratito para verla por ti mismo.

Lo escuchó resoplar mientras pasaba la hoja de su bloc de notas, que dejó junto al café.

—A la mierda con la realidad. La realidad no le da de comer a mi perro. No paga las letras de mi Porsche. No me ayuda a echar un polvo. Las gilipolleces sí... y quiero que siga siendo así.

La expresión radiante de su jefe hizo que pusiera los ojos en blanco.

—Eres un cerdo asqueroso.

De repente, Leo se quedó muy quieto, como si se le hubiera ocurrido algo. Cogió el bloc de notas y se puso a escribir a toda prisa.

—«Empleada besa al cerdo de su jefe, que se transforma en un antiguo príncipe inmortal»... No, mejor en un dios. Sí, un dios muy antiguo... —La señaló con el bolígrafo—. Un dios griego al que una maldición lo obligó a ser esclavo sexual de las mujeres... Me gusta. ¿Te lo imaginas? Habrá mujeres besando a sus jefes por todo el país para comprobar si la teoría se cumple. —Volvió a mirarla con una sonrisa maliciosa—. ¿Te apetece que probemos a ver si funciona?

Lo miró con cara de asco.

—Joder, no. Y no te estaba tirando los tejos, Leo. Créeme, seguirías siendo un cerdo aunque te besaran mil veces.

Sus palabras no lo afectaron en absoluto, sobre todo porque llevaban pinchándose de esa manera desde sus días de universidad.

—Pues yo sigo creyendo que deberíamos intentarlo. —Meneó las cejas mientras la miraba.

—Debería demandarte por acoso sexual —replicó después de soltar un largo suspiro—, pero eso implicaría que te has acostado con alguien en la vida, y tengo la intención de proclamar a los cuatro vientos que eres el vivo ejemplo de lo que le pasa a los que no se comen un rosco.

La mirada de Leo volvió a perderse en el infinito en cuanto escuchó sus palabras y después se puso a escribir de nuevo.

—«Jefe que no se come un rosco se vuelve loco y destripa a la mujer que lo excita.»

Gruñó al escuchar esas palabras. Si no lo conociera bien, creería que la estaba amenazando, pero eso significaría hacer algo por sí mismo y Leo era un ferviente practicante de la delegación de tareas. Su lema siempre había sido «¿Para qué hacerlo tú mismo si puedes contratar o intimidar a otro para que lo haga por ti?».

—¡Leo! ¡Deja de convertirlo todo en un titular sensacionalista! —Y antes de que pudiera replicarle, añadió a toda prisa—: Lo sé, lo sé, los titulares sensacionalistas te pagan el Porsche.

—¡Ahí le has dado!

Disgustada, se frotó la sien para aliviar el repentino dolor que sentía detrás del ojo derecho.

—Mira, Sue —dijo Leo como si estuviera sintiendo una inusual oleada de compasión por ella—, sé lo duros que han sido estos dos últimos años para ti, ¿vale? Pero ya no eres una periodista de investigación.

Se le encogió el corazón al escuchar esas palabras. Unas palabras que no quería oír, ya que la atormentaban cada minuto de cada día. Dos años y medio antes era una de las periodistas de investigación más importantes del país. Su antiguo jefe la había apodado «Sabueso» porque era capaz de oler una noticia a más de un kilómetro de distancia y perseguirla hasta confirmarla.

Y en un momento de absoluta ridiculez todo su mundo se derrumbó a su alrededor. Estaba tan obsesionada con conseguir una noticia que acabó cayendo de bruces en una trampa que destruyó su reputación por completo.

Y que casi le costó la vida.

Se frotó la cicatriz que tenía en la muñeca al tiempo que se obligaba a no pensar en aquella espantosa noche de noviembre, el único momento de su vida en el que había sido débil. Sin embargo, no tardó en recuperar el sentido común y se juró que jamás volvería a permitir que alguien la

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