Entre un sol y una luna

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Prólogo

Los hechos...

El 12 de octubre de 1524, en un acceso de cólera contra la infidencia de Cristóbal de Olid, sin escuchar avisos de prudencia ni esperar noticias de su primo Francisco de las Casas, a quien envió con orden de aprehender y castigar al traidor, y considerando pueriles para su arrojo las advertencias acerca de los obstáculos de la ruta elegida, Hernán Cortés arrastró a una enorme comitiva a un despeñadero de desgracias, crímenes y acciones finalmente inútiles: el viaje a las Hibueras.

Así pues, con aires de gran señor que emprende una excursión de placer, dispuesto a que nada ni nadie falte en esta, Cortés organizó el fasto y el lujo de la desmesurada comitiva de hasta tres mil indios, que incluía, claro, oficiales, tenientes, frailes, muchos caciques indígenas —entre ellos Cuauhtémoc, el último Huēyi tlahtoāni—, grandes vajillas de oro y plata, cinco chirimías y sacabuches, y una gran manada de puercos.

Pese a las opiniones de quienes le hacían ver los riesgos de abandonar el gobierno de la Nueva España y los peligros de un viaje por una ruta mal conocida, Cortés echó a un lado sus propias aprensiones y las advertencias de sus oficiales, y fue a la aventura.

En la primera parte del itinerario —por tierras conocidas hasta Coatzacoalcos—, el viaje fue placentero y los bienestares dispuestos debieron operar.

Los recibieron más de trescientas canoas con arcos triunfales y otros grandes regocijos que duraron seis días. Sin embargo, al llegar al istmo de Tehuantepec —la parte más estrecha del territorio mexicano, estribación de la Sierra Madre del Sur y de la Sierra Madre de Chiapas, arco de la costa atlántica por donde descienden los más caudalosos ríos: el Papaloapan, el Coatzacoalcos, el Tonalá, el Grijalva y el Usumacinta—, y acaso por el contrasentido de que la ruta ya era conocida desde años atrás, Cortés decidió tomar el inexistente itinerario del mar del Norte, guiado por un plano pintado en henequén, probablemente insuficiente, y orientándose con una brújula que interpretaba el almirante Pedro López.

Así las cosas, la entereza de Cortés se desdibujaba a medida que la expedición transcurría y se presentaban elementos casi ausentes durante la primera parte de la travesía: dudas, padecimientos físicos y enfermedades, un ánimo melancólico y taciturno combinado con cierta inquietud acentuada por la sensación de estarse moviendo siempre hacia ninguna parte, o hacia un lugar donde la desgracia no tenía límite. La identidad colectiva se reforzaba con la mirada piadosa sobre los indígenas muertos en la expedición o sobre los padecimientos de hombres menos preparados, como los frailes que lo acompañaban. Cortés, tan poco sensible a cuanto no incumbiera a su objetivo militar de dominio o a las hazañas para vencer obstáculos humanos o de la naturaleza, apenas se ocupaba del desmoronamiento de su comitiva.

Aquí y allá, tras algún paso peligroso, se perfilaba un movimiento en el que el territorio presentaba engañosos índices que insinuaban la presencia de su objeto para, por fin, mostrar su ausencia: no había tal camino; se habían desplazado en círculos; detrás de la selva solo había más selva o sabana o mar. Siempre, muerte.

Llovía de día y de noche, les faltaban provisiones, y los pocos indígenas que encontraban a su paso nada parecían saber. Padecimientos de un grupo que había partido en busca de un fantasma que ya era humo, cenizas, hueso.

Tantas desgracias y problemas le sucedieron a Cortés que su ánimo era cambiante, en cada rostro veía amenazado su poder y temía una posible sedición. Quizá por eso, al encontrar reposo en el laberinto fluvial de la región tabasqueña, sin hacer más probanzas, mandó ahorcar a Cuauhtémoc y a su primo, el señor de Tacuba, eliminando así el último bastión de la resistencia mexica.

Crónica de una acción insensata, de un hombre ambicioso, egoísta, cruel y traicionero que, a su regreso a la Nueva España en 1527, incumpliendo las promesas hechas a Moctezuma Xocoyotzin, abusó de su poder para amancebarse con la viuda de Cuauhtémoc y tener de ella una niña, Leonor...

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Capítulo 1

¿Qué debo hacer?

Nueva España, 1545

Amaneció nostálgica, tal vez porque, la noche anterior, los sueños insistieron en llevarla a recordar su origen.

Un año hacía que no tenía noticias de su padre. A su madre casi no la recordaba y tampoco lo deseaba, aunque sabía que llevaba algo de ella en su sangre. Leonor Cortés Moctezuma nació paria, dolorosamente rechazada por su madre, víctima del estigma inevitable del mestizaje producto de una violación. Su madre —la última princesa mexica— Isabel Moctezuma, a los veintidós años, cuatro más que ella, fue preñada por Hernán Cortés, y su embarazo la llenó de culpas que atormentaron su corazón. De manera rotunda, ni siquiera quiso conocerla, y decidió ser una gran ausencia en su vida. Su padre Hernán Cortés, aunque de manera indirecta, trató de protegerla. Sabía bien que los maltratos y la esclavitud que sufrían los indígenas no eran bien vistos por la Corona, que los conflictos generados en torno a su gobierno, y a consecuencia de sus prolongadas ausencias, habían plantado un semillero de dudas para implementar un órgano capaz de impartir justicia. Por eso, y para evitar más escándalos y una posible represalia por parte del rey, Cortés encargó el cuidado de Leonor a los Altamirano.

Como gobernador general y justicia mayor en la Nueva España, Hernán Cortés convirtió el valle de Toluca en un enclave particular para él y sus más allegados. Eran tierras fértiles y aptas para la ganadería, que producían grano y generaban rápidas riquezas. Le resultó providencial que su consejero personal y albacea, Juan Gutiérrez Altamirano contrajera matrimonio con doña Juana Pizarro, quien por línea materna era su prima. No es difícil imaginar, pues, que el propio Cortés le diera una significativa dote a doña Juana y que, aunada a la no menos cuantiosa fortuna de Gutiérrez Altamirano, formaran un considerable capital para comenzar una encomienda agrícola-ganadera en los pueblos de Metepec y Calimaya, con cabecera rectoral en México.

Así pues, Leonor había permanecido refugiada en el seno de la familia Gutiérrez Altamirano. La querían y trataban como a una propia hija y le guardaban toda clase de consideraciones. Nada le hacía falta allí, y hasta por el contrario, también encontraba en la tranquilidad de aquel hogar amigo el calor de sinceros afectos que tan necesarios le eran en la soledad de su vida. Las atenciones y finezas de que era objeto por parte de todos, especialmente de Zyanya, la esclava indígena que, desde que entró a servirle, era fiel compañera, compinche y por qué no decirlo, como una hermana, contribuyeron a mitigar en el corazón de Leonor el dolor que en un principio le produjo el rechazo de su madre.

Leonor miró a Zyanya cerca de ella, atenta al menor capricho de su voluntad. Observándola fijamente, contestó su

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