¡Las manos quietas! (Enredos con la ley 3)

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Esto te perdiste de Isabel y David…

Valencia, primeros de mayo

Isabel acompañaba a Aitana a la discoteca de salsa más en boga de Valencia en busca de su nuevo ligue. Había tenido que ser ella quien la convenciera, pues la otra tenía reparos en comenzar un lío, aun de fines de semana, con un inspector de Homicidios, siendo su mejor amiga médico forense.

Podía entenderla, ella misma había mantenido una relación con un compañero del hospital —Isa también era médico, pero sus pacientes, a diferencia de los de la otra, no eran cadáveres— y su historia acabó siendo el infierno en la tierra. Sin embargo, hacía tiempo que no veía a su compañera de universidad tan ilusionada con nadie, así que la había animado a dejarse llevar y, por tanto, allí estaban, en Asúcar, una sala de baile al lado del mercado de Jesús, un sábado noche, dispuestas a bailar salsa, bachata y kizomba y a dejarse seducir por la música y, quién sabía, quizá por algún hombre interesante. Hacía meses que Isabel no se acostaba con nadie, desde su mala experiencia con aquel pediatra, y añoraba la intimidad que el sexo solía regalar.

Aitana entró primero, pisando fuerte, con Isa justo detrás, engalanadas ambas para seducir.

Con un top de lentejuelas verde —uno de los colores fetiches de las pelirrojas, su maldición mientras fue niña, y a juego con sus ojos, maquillados en fumé—, unos pantalones negros pitillo tobilleros de The 2nd Skin, taconazos negros de suela roja, bolso de mano también en verde y la media melena recogida con supuesto descuido, dejando caer algunas ondas surferas, se sentía matadora no, lo siguiente. Los pendientes largos de jade cerraban un outfit elegante y sexi.

Llamaron la atención nada más entrar. Como si no fueran conscientes de la cantidad de miradas masculinas que recaían sobre ellas, divisaron la zona de las mesas para no encontrar ninguna libre, así que se acercaron a la barra, bastante despejada —quien no estaba tomando algo en una mesa estaba en la pista bailando—, a pedir una copa.

—Un San Francisco, por favor —solicitó, siempre educada, Aitana al camarero.

—¿Somos abstemias? —protestó Isa; solo habían bebido agua durante la cena, en un japo que hacía sushi con productos de la Albufera de Valencia—. Un Shirley Temple para mí, pues.

El joven la miró como si le hubiera pedido recitar la tabla periódica.

—Lima-limón con zumo de naranja y granadina —le explicó la morena con voz resignada al chico para mirar después con fastidio a su amiga.

—¿Qué? —se defendió ella—. ¡Tú has pedido un San Francisco!

—Todos conocen ese cóctel. El tuyo es bebida de pijas.

—Claro, porque tú eres una choni —se burló.

Ambas tenían mucho dinero de cuna, herencia desde tiempos inmemoriales. Aitana venía de una estirpe de militares por parte de madre y de notarios por parte de padre. La familia de Isa, en cambio, era más variopinta: si los Cifuentes eran una familia trabajadora, propietarios de muchas tierras desde hacía siglos y hacía dos generaciones que exportaban e importaban un tercio de la fruta de la provincia, su parte materna era la que ponía la supuesta clase, pues eran gente de bien que no hacía nada para ganarse la vida más allá de manejar un patrimonio inmobiliario importante. Como en el caso de los Mendoza, había un título de la nobleza que había recaído en un familiar cercano.

El camarero movía la coctelera mientras las escuchaba, divertido y admirado a la par. Estaba preparando la segunda copa cuando alguien se acercó a Aitana por detrás y la llamó. Se volvió también ella, a pesar de que no había sido su nombre el que habían pronunciado, para encontrarse con una desconocida.

—¡Hola! —saludó esta, encantada—. ¡Qué sorpresa!

Vio que se daban dos besos, sonrientes ambas. Después la presentó. De edad similar a la de ellas y una larga melena rubia, era, al parecer, la jueza Laura Mora, compañera de su amiga en la Ciudad de la Justicia. Ya le había hablado de ella, el novio de su señoría era, como el amante de su amiga, policía, inspector en la Brigada de Estupefacientes, y conocía a Alberto, el medio rollito medio amante a quien habían ido a buscar. Bueno, en realidad habían acudido para que su amiga se hiciera la encontradiza con él ¡a sus treinta y cuatro años!

¡Había que joderse!

—¿Acabáis de llegar? —preguntó Laura.

—Justo ahora. Queríamos tomar tranquilas algo antes de arrancarnos, pero está todo lleno. Así que igual dejamos las copas en una mesa alta y…

—¡Acercaos a la nuestra! Está justo delante de la zona de baile, y si nos apretamos, cabremos. —Los asientos eran bancos acolchados—. Estoy con Llagaria, mi chico —especificó para hacer sentir a Isabel incluida en la conversación—, y también han venido Ríos y Moreno. Necesito refuerzos: son tres contra una. ¡No podéis negaros y dejarme tirada!

Isabel asintió con entusiasmo, le gustaba aquella mujer, y Aitana las siguió. A fin de cuentas, a eso había ido, ¿no? Con suerte también ella lo pasaría bien.

En la mesa había tres hombres, pero el que llamó su atención fue el rubio. Porque no era rubio, no, era rubísimo. Debía de ser de padres extranjeros, tan claro tenía el pelo. Más larga de lo esperado para un policía, tenía una cabellera espesa, raya al lado y algunas mechas casi blancas, apreciables incluso a pesar de la oscuridad del local. Ningún hombre tenía derecho a tener semejante color, uno tan excepcional y brillante. Ni ninguna mujer si no se tomaba la molestia de pasar horas en la peluquería cada mes, ya que estaba. Ella, que poseía una melena pelirroja y ondulada de la que estaba muy orgullosa y cuidaba con mimo, deseó ser rubia por primera vez en sus treinta y cuatro años de vida.

Aquel dios nórdico no era Alberto, el rollito de Aitana, porque a él lo conocía, lo vio la semana anterior cuando salieron a bailar. Su amiga acababa de regresar de Salamanca después de vivir allí diez años.

Esperaba de corazón que el rubio tampoco fuera Llagaria, la pareja de la magistrada. Es más, esperaba que aquel tío bueno no fuera el novio de nadie. Un cosquilleo de anticipación le recorrió la espina dorsal.

Lo siguiente que apreció fueron sus hombros, bastante anchos sin parecer exagerados. Llevaba un polo negro y destacaba su recia estructura, su espalda ancha, los pectorales marcados sin resultar exagerados.

A continuación, captó su mirada, básicamente porque estaba fija en ella. No podía distinguir el color de sus ojos, supuso que claros, pero sí la intensidad con la que la observaba. El deseo llegó sin avisar, uno potente y muy físico al saber que también él estaba interesado, y mucho, en lo que veía.

Hacía tiempo que no tenía una reacción tan física hacia nadie.

Aitana y ella dejaron las copas y los bolsos y se sentaron. Dado que su amiga había ido a buscar a Alberto y los otros dos estaban juntos, le tocó al lado del apuesto desconocido. Cuando se lo presentaron —David de repente le parecía un nombre de lo más sexi— y se acercó a darle dos besos apreció el olor de su cuerpo. A diferencia de muchos de los hombres que bailan, no llevaba un perfume fuerte. Olía a jabón, a limpio, con un deje amaderado pero no de sándalo, sino algo más sutil, ¿cedro, tal vez? En de

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