Solsticio de invierno

Rosamunde Pilcher

Fragmento

ELFRIDA

ELFRIDA

Antes de abandonar Londres definitivamente y trasladarse al campo, Elfrida Phipps visitó la perrera de Battersea, y salió de allí con un compañero canino. Tardó media hora larga y angustiosa en encontrarlo, pero en cuanto lo vio, sentado muy cerca de los barrotes de la jaula, mirándola con sus ojos oscuros y enternecedores, supo que era el que buscaba. No quería un animal demasiado grande, ni le gustaba la idea de llevarse un ruidoso perrillo faldero. Aquél era de tamaño idóneo. Tamaño de perro.

Tenía el pelo suave y espeso —parte del cual le caía sobre los ojos—, las orejas tan pronto erguidas como colgantes, y un triunfal penacho por cola. El color era una irregular combinación de pardo y blanco, con las manchas pardas exactamente del mismo tono que la leche con cacao. Al preguntar Elfrida por el árbol genealógico del animal, la empleada de la perrera le dijo que le parecía ver en él ciertas características de border collie, y algún que otro rasgo de bearded collie, así como de otras varias razas no identificadas. A Elfrida no le importó. Le agradaba la expresión amable de su cara.

Dejó un donativo para la perrera y se marchó con su nuevo compañero, éste en el asiento contiguo de su viejo coche, mirando por la ventana con aparente satisfacción, como complacido de empezar a acostumbrarse a esa otra forma de vida.

Al día siguiente Elfrida lo llevó a la peluquería canina del barrio para que le cortaran, lavaran y cepillaran el pelo. Se lo devolvieron limpio y esponjoso, emanando un suave aroma a limón. Su respuesta a tan sibaríticas atenciones fue una muestra de leal, cariñosa y agradecida devoción. Era un perro tímido, casi asustadizo, pero también tenía sus demostraciones de valor. Si sonaba el timbre de la puerta o creía descubrir la presencia de un intruso, ladraba por un momento hasta desgañitarse y luego se batía en retirada, yendo a refugiarse a su canasta o tras las faldas de Elfrida.

Tardó un tiempo en encontrarle un nombre, pero al final le puso Horace.

Elfrida, con una cesta en la mano y Horace firmemente sujeto por la correa, salió de su bungalow, cerró la puerta, recorrió el estrecho camino de entrada, cruzó la verja y se dirigió por la acera hacia la oficina de correos y la tienda de comestibles.

Era una tarde gris y desapacible de mediados de octubre. Las últimas hojas otoñales volaban de los árboles, arrastradas por una brisa anormal para la época, tan fría que disuadía incluso a los más fervorosos jardineros. La calle estaba vacía y los niños no habían salido aún del colegio. Apretadas nubes bajas cubrían el cielo, y pese a que se deslizaban sin cesar nunca dejaban ver un claro. Elfrida andaba con paso brioso, y Horace trotaba remiso tras sus talones, sabiendo que aquél era su rato de ejercicio diario y no tenía más remedio que sacarle el máximo provecho.

El pueblo era Dibton, en Hampshire, y allí se había instalado Elfrida hacía dieciocho meses, dejando Londres para siempre y forjándose una nueva vida. Al principio se había sentido un poco sola, pero en el presente no se imaginaba viviendo en ninguna otra parte. De vez en cuando algún antiguo conocido de sus tiempos en el teatro realizaba el intrépido viaje desde la ciudad y se quedaba a pasar la noche en el bungalow, durmiendo en el sofá combado de la pequeña habitación trasera que Elfrida llamaba su «taller», donde tenía la máquina de coser y se ganaba un poco de dinero para sus gastos confeccionando elaborados y bonitos cojines para un estudio de interiorismo de Sloane Street.

Cuando esos amigos se marchaban y, para su propia tranquilidad, le preguntaban: «¿Estás bien aquí, Elfrida? ¿No te arrepientes de la decisión? ¿No quieres volver a Londres? ¿Te encuentras a gusto?», ella siempre conseguía reconfortarlos diciendo: «Claro que estoy bien. Éste es mi refugio geriátrico. Aquí pasaré el ocaso de mi vida.»

Así pues, a esas alturas había alcanzado un grado de cómoda familiaridad con todo aquello. Sabía quién vivía en tal casa o tal bungalow. La gente la llamaba por su nombre: «Buenos días, Elfrida» o «Una mañana preciosa, señora Phipps». Para una parte de la población aquél era sólo el lugar de residencia, y los cabezas de familia salían por la mañana temprano a tomar el expreso con destino a Londres y regresaban al final de la jornada para coger el coche que habían dejado en el aparcamiento de la estación y conducir el corto trecho hasta sus casas. Otros habían residido allí toda su vida en pequeñas edificaciones de piedra que pertenecieron a sus padres y antes a sus abuelos. También había algunos recién llegados, que habitaban en las viviendas de protección oficial de la periferia del pueblo y trabajaban en la fábrica de componentes electrónicos de la localidad vecina. Era todo en extremo corriente y, por tanto, planteaba pocas exigencias. Precisamente lo que Elfrida necesitaba.

Caminando, dejó atrás el bar, que acababan de reformar y ahora se llamaba Dibton Coachhouse. Tenía letreros de hierro forjado y un amplio aparcamiento. Más adelante, pasó ante la iglesia, con sus tejos y su portalón, y un tablón de anuncios en el que ondeaban los impresos de noticias parroquiales: un concierto de guitarra, una excursión para el grupo de madres con hijos en edad preescolar. En el camposanto, un hombre intentaba encender una hoguera, y el aroma de las hojas quemadas endulzaba el aire. Los grajos graznaban en las ramas de los árboles. Un gato descansaba en lo alto de uno de los postes de la verja del camposanto, pero afortunadamente Horace no se dio cuenta.

Luego la calle torcía, y al final, al lado de la desangelada casita que albergaba la nueva vicaría, Elfrida vio la tienda del pueblo, con flameantes banderolas que anunciaban helados y los periódicos del día expuestos en cartelones apoyados contra la pared. Frente a la entrada, dos o tres muchachos con bicicletas mataban el rato ociosamente y el cartero, junto a su furgoneta roja, vaciaba el buzón de correos.

Unos barrotes protegían el escaparate de la tienda para impedir que los gamberros rompieran el cristal y robaran las cajas de galletas y las latas de alubias con tomate, que la señora Jennings exhibía allí conforme a su peculiar idea del buen gusto en decoración. Elfrida dejó la cesta y ató la correa de Horace a uno de aquellos barrotes. Él se sentó con aire de resignación; no le gustaba quedarse solo en la acera, a merced de los jóvenes bromistas. Pero la señora Jennings no admitía perros en su establecimiento. Sostenía que eran animales sucios y que levantaban la pata a la menor ocasión.

Dentro de la tienda, un local de techos bajos, hacía mucho calor y un resplandor eléctrico lo inundaba todo. Se oía el zumbido de los congeladores y las vitrinas frigoríficas, estaba iluminada con fluorescentes, y disponía de un moderno sistema de estanterías instalado hacía unos meses, una gran mejora —insistía la señora Jennings—, al estilo de un minisupermercado. A causa de todas esas barreras, era difícil saber q

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