La rosa de Hereford

Brenna Watson

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Villafranca del Bierzo, León, 3 de enero de 1809

Tres días llevaba sin poder quitarse ni siquiera las botas, con el frío tan pegado al cuerpo como su camisa andrajosa y su casaca en otro tiempo encarnada. Ya no era capaz ni de escuchar los ruidos de su estómago vacío, como si este hubiera dejado de implorar un alimento que intuía no habría de llegar.

«Así es que la guerra es esto», pensó Nicholas Hancock, hermano del conde de Sedgwick, al contemplar la plaza del mercado repleta de soldados británicos preparados para presenciar la ejecución. Flanqueado por sus dos amigos, Arthur Chestney, tercer hijo del conde de Marney, y Julien Hodges, segundo vástago del marqués de Crawley, permanecía tan tieso como sus compañeros, viendo cómo el general Moore asistía al fusilamiento de uno de sus hombres.

Nicholas había perdido la cuenta de cuántos días llevaban caminando sin descanso, en jornadas de hasta diez y once horas de marcha, huyendo de las tropas francesas del general Soult y del mismísimo Napoleón al mando de sus Invencibles, como era conocido el cuerpo de élite de su Guardia Imperial. ¿Cómo había podido siquiera pensar en la guerra como en algo heroico y romántico? ¿Honorable incluso? Solo unos meses atrás, al abandonar Lisboa como parte del 50º Regimiento de Infantería de lord William Bentinck, aún soñaba con aquellas gestas que los tres amigos habían leído juntos en Eton, suspirando por convertirse en los siguientes héroes que llenarían las páginas de la Historia.

España no había sido, ni de lejos, ese campo de batalla en el que los tres jóvenes oficiales aspiraban a destacar. De hecho, batalla no se había producido ninguna, solo algunas escaramuzas aisladas que los húsares del general Paget habían solventado con cierto éxito. Madrid había caído, o eso decían, y no existía mando alguno que impusiera un poco de orden en aquella tierra en la que cada uno parecía bregar en una dirección distinta. El general Moore, aislado, solo, y sin órdenes concretas, había estado a punto de ser rodeado por los franceses en una maniobra de pinza de la que llevaban varios días intentando salir. De ahí las marchas forzadas. De ahí el hambre, la fatiga, la desesperanza... Y la vergüenza. Muchos no lograban entender cómo el general no plantaba cara a aquellos sucios gabachos, aunque les superasen en número, en artillería y en preparación. Nicholas había sido uno de ellos, igual que Arthur y Julien. Eran jóvenes, eran arrogantes. Pero solo había tardado un par de días en comprender que sir John Moore no tenía otra opción si no quería sacrificar a todo el ejército británico. ¿De qué habría servido eso? Era mejor sobrevivir para poder luchar otro día, y con aquella máxima se había iniciado una carrera que los había llevado hasta allí, hasta aquel pueblo que solo era un punto sobre el mapa.

El sonido de veinte mosquetes disparando a la vez lo sacudió. El pobre soldado había sido sorprendido robando un jamón en una casa pese a las órdenes expresas del general de no molestar a los lugareños, y condenado a muerte en el mismo instante. Días llevaba la soldadesca arrancando matojos de las lindes de los caminos, hurtando en las huertas lo poco que aquel frío glacial había dejado bajo la tierra y colándose en casas y cobertizos en busca de algo que echarse a la boca. El hambre no entiende de órdenes ni de rangos. Mucho menos de honor.

El cuerpo desmadejado del soldado quedó tumbado frente al árbol que le había visto caer, y el resto de la tropa fue obligado a pasar junto a él como advertencia. Nicholas ni siquiera le echó una mirada, ya había visto suficiente.

Tras unas breves horas de descanso, llegó la noticia de que los franceses estaban cerca, muy cerca. Alguno incluso bromeó con que había podido escuchar las ventosidades del general Soult, lo que hizo reír solo a unos pocos. Todo el mundo sabía lo que eso significaba. Cuando llegó la orden de ponerse en marcha de nuevo, el descontento se generalizó. Moore pretendía cruzar las montañas en dirección a Lugo. Más de cien kilómetros bajo un tiempo infernal, con lluvia, nieve y un frío que hacía temblar hasta los dientes.

Pero Nicholas tuvo que guardarse sus opiniones. Era un oficial y debía dar ejemplo, lo mismo que Arthur y Julien. Intercambiaron una mirada con la que se dijeron todo lo que necesitaban saber y arengaron a sus subordinados, o a lo que quedaba de ellos.

Durante las primeras horas aún fue viable guardar cierto orden de avance, luego ya fue imposible. Los soldados caían sobre la nieve, sin fuerzas ya para dar ni un solo paso, y no había nadie con la energía suficiente como para alzarlos o transportarlos. Nicholas apretaba las mandíbulas, intentando en vano hacer oídos sordos a aquellos hombres que suplicaban por un mendrugo o por unas horas de descanso. Seguía las huellas ensangrentadas que algunos pies descalzos iban dejando sobre la nieve. Sus propias botas se sostenían a duras penas a base de una complicada maraña de cuerdas y nudos que mantenían la suela sujeta al empeine, y no sabía cuánto tardarían en deshacerse por completo. Observó el calzado de Arthur y Julien, que no mostraba mucho mejor aspecto. Sus rostros pálidos y macilentos, tan demacrados como debía de estar el suyo, le aguijoneaban las entrañas. De él había sido la gloriosa idea de alistarse en la campaña para luchar contra Napoleón.

A pesar de avanzar con la cabeza gacha, protegiéndose de la ventisca, Nicholas creyó percibir un revuelo un poco más adelante. Cuando llegaron a su altura comprendió a qué se debía. Muchas mujeres, sobre todo esposas de oficiales, habían salido de Lisboa con ellos, viajando en la retaguardia y ahora huyendo junto a sus maridos a través de aquel infierno en vida. Ya habían sufrido la desdicha de ver algunos de sus cadáveres jalonando los caminos de aquella tierra, y Nicholas decidió que lo mejor era no alzar la vista, continuar su avance y evitar añadir un horror más a su ya larga cuenta. Pero Arthur se detuvo, y Julien lo imitó. A pocos metros de la senda, una mujer acababa de dar a luz y tanto ella como el recién nacido yacían sobre la nieve, inertes. El bebé, un varón según pudo apreciar, emitió un débil llanto que acabó confundido con el ulular del viento antes de apagarse para siempre. Si Nicholas hubiera tenido la suerte de echarse algo al estómago unas horas atrás, sin duda lo habría vomitado en ese instante. Ni siquiera la abultada y rígida mochila que transportaban, ya casi vacía de cuanto no fuera esencial, había pesado nunca tanto como entonces, llena de tristeza y vergüenza.

En algún momento, en mitad de la noche, Arthur cayó al suelo, incapaz ya de continuar. ¿Cuántas horas llevaban caminando? ¿Catorce, dieciséis? ¿Veinte? Nicholas tenía la sensación de que jamás había hecho otra cosa que poner un pie delante de otro sobre aquel manto de nieve, azotado por el viento y el frío. ¿Cuántos hombres se habían quedado junto al camino? Docenas, centenas de soldados sin nombre ni rostro que engrosarían un

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