La magia de tus ojos (Una aventura en el amor 1)

A.S. Lefebre

Fragmento

la_magia_de_tus_ojos-1

Prólogo

Brighton, Inglaterra, invierno de1833

La lluvia azotaba con fuerza los grandes ventanales de residencia, mientras el estruendo de los relámpagos hacía eco y vibraba por las paredes de aquella habitación. El centellear de un nuevo rayo llegó a la espera del rugido del trueno.

Daphne sintió una mano cubrir su boca y, luego, ser arrastrada a una de las habitaciones secretas de la mansión; aquel lugar estaba oscuro y el sonido de la lluvia y de los truenos se escuchaba muy lejos.

Aquello era terrorífico para una niña de apenas diez años; aun así, lady Florence arriesgó todo para ocultar a su hija, cuando su hogar fue invadido por extraños.

—Quédate aquí, pequeña —le ordenó.

La niña abrió mucho sus ojos. Estaba muy asustada por haber sido llevada a un lugar como ese y no tenía ni idea de qué estaba sucediendo; sin embargo, asintió y confió en su madre.

—Pase lo que pase, no hables ni grites —le advirtió.

—¿Por qué estamos aquí, mami? —preguntó Daphne temerosa.

—Unos hombres malos han entrado a la casa, así que debemos escondernos hasta que se vayan, o nos harán daño.

Un trueno retumbó en la habitación oscura. La niña se estremeció y abrazó con fuerza a su madre.

—Mami, tengo mucho miedo —balbuceó.

—Shhh, mi niña, mamá está aquí y te va proteger —aseguró para tranquilizarla.

El sonido de unos pasos que se acercaban despacio las alertó. Ambas dieron un respingo cuando la puerta de la habitación donde habían estado tan solo unos minutos retumbó y fue abierta a la fuerza.

—Aquí tampoco hay nadie —escucharon al otro lado de la pared.

Uno de los intrusos entró y dio un recorrido por la biblioteca, escudriñando algún indicio de donde pudieran estar. Aquel era el último lugar donde buscaban; ya lo había hecho en todas las habitaciones, sin tener éxito en encontrarlas.

—¿Alguno de los de servicio ha dicho algo? —preguntó con hostilidad otro de los hombres.

—No, señor, ninguno de ellos sabe el paradero de la señora o de la niña.

El hombre masculló una maldición.

—¡No se las pudo haber tragado la tierra! Deben estar escondidas en alguna parte de esta maldita casa. ¡Buscarlas bien! —ordenó.

—Señor, puede que se hayan ido a algún lugar antes de que llegáramos.

—Eso es imposible —rugió—. El hombre que las estaba vigilando me informó que hoy no han salido, por lo que tienen que estar en alguna parte.

—Todavía no comprendo para qué las necesita. Su hermano ha desaparecido y va a ser cuestión de tiempo para que lo den como muerto. Y el ducado, junto a todo lo demás, le pertenecerá.

—Aún no entiendes. Las necesito muertas; al menos, a la niña, debido a que la herencia que dejó mi madre le pertenece a esa mocosa. Solo si ella muere será mía. El ducado solo me deja la mansión en Londres, unas cuantas tierras y una mísera herencia, ya que la fortuna de mi hermano también le pertenece a la niña. Y ya te lo dije: mi hermano aparecerá. Siempre lo hace.

Florence sintió un fuerte dolor en el estómago, al igual que en su corazón, y náuseas. Se llevó una mano a su boca para ahogar un grito y se apoyó en la pared para evitar caerse, cuando escuchó las intenciones que tenían con su hija.

Sabía que su cuñado deseaba la fortuna que la difunta duquesa le había dejado a su Daphne; de lo que no estaba enterada era de que la única heredera de todo era la niña. Su esposo no le había dicho nada al respecto y, debido a eso, su vida corría peligro.

Aguardó unos minutos en la habitación secreta. Por suerte, la casa contaba con algunos pasillos secretos; los cuales solo los conocían su esposo —el duque—, Anabel —su nana— y ella. Nadie más en la mansión sabía de la existencia de ellos. La finca de Brighton había sido construida meses antes de que se hubieran casado y, debido a que al duque le gustaban aquellos laberintos —como ella los llamaba—, había mandado a hacerlos.

Lady Florence observó el pasillo. Había una forma de salir de la casa sin que las encontraran o se dieran cuenta; solo debía idear un plan para hacerlo sin ser vistas, por lo que empezó a pensar de qué manera podría hacerlo.

Escuchó pasos acercarse y observó a Anabel, quien llegaba junto a ella.

—Mi niña, debemos sacarte de aquí.

—¿Los has escuchado? —indagó desconcertada.

—Sí, Flor, por eso tienen que irse; en cualquier momento las pueden encontrar. Hay un carruaje esperándolas, pero necesitamos distraerlos para que puedan huir, así que yo me encargo...

—Nana, debes cuidar a Daphne. Yo me encargaré de distraerlo y, luego..., nos reunimos.

—No, mi niña. Ambas cuidaremos de Daphne. Peter va salir en el carruaje para que lo sigan y crean que has huido ahí. Cuando ellos salgan tras él, vamos a salir.

—No sé si será buena idea. Se pueden dar cuenta y...

—Lo será, mi niña —la interrumpió—. Necesitamos que ambas se vayan de aquí, así que esa es la mejor forma de hacerlo.

—Todo el dinero está en la caja fuerte que está ahí, nana. —Señaló la biblioteca—. No podremos ir muy lejos sin eso.

—Florence, no te preocupes por eso. Recuerda que también hay un poco en la caja que hay en la habitación, al igual que las joyas. Iré a buscarlo —le aseguró—. Todos están dispuestos a cuidar de vosotras y ayudarlas, así que vamos a salir de aquí. Ve caminando a la salida que da con la puerta de la cocina y espérame ahí. Apenas tenga el dinero, me reúno con ambas.

Lady Florence asintió y apoyó a Daphne más cerca de ella. La sintió temblar y se acuclilló frente a su hija para mirarla a los ojos.

—Daphne, mi niña hermosa. Prométeme que, si pasa algo, si debemos separarnos, vas a mantenerte viva, vas a luchar por vivir. —Besó su frente—. Y también prométeme que no le dirás a nadie quiénes eran tus padres ni a qué familia perteneces. —Daphne asintió—. Prométemelo, Daphne.

—Te lo prometo, mami.

Lady Florence la abrazó con fuerza, tenía el agrio presentimiento de que sería la última vez que iba a ver a su pequeña hija. Le dolía el alma y el corazón.

La soltó y llevó las manos a su cuello, de donde sacó una cadena con un pequeño relicario, y se lo colocó a Daphne. La niña lo observó con los ojos muy abiertos cuando lo tomó entre sus manitas.

—Esto es tuyo, mi niña. Le perteneció a tu abuela y ella me pidió que lo guardara hasta que tuvieras edad para usarlo, y este es el momento para que lo uses. Dentro hay una miniatura donde estás junto a nosotros. Esta es la única prueba de que eres la hija del duque de Ilford. Cuídalo bien y nunca se lo des ni se lo enseñes a nadie.

—Mami, ¿vas a abandonarme?

Lady Florence abrazó nuevamente a su hija, con fuerza, y sintió ardor en los ojos debido a las lágrimas que insistían en salir.

—No, mi amor, no te abandonaré. Estaré junto a ti por siempre. —La besó en las mejillas y la frente.

La duquesa tomó a su hija de la mano y caminaron hacia la cocina por uno de los pasillos. Ahí esperó a Anabel cerca de la salida. La vio llegar con una bolsa y, junto con la ayuda de alguno de los de servicio, se dirigieron haci

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