Un amor despiadado (Cazadores Oscuros 19)

Sherrilyn Kenyon

Fragmento

1

—¿La gente se ha vuelto idiota de repente o son cosas mías? Dev Peltier se echó a reír al escuchar el comentario de su hermano Rémi por el auricular que llevaba en la oreja. Dev ejercía de portero en el Santuario, el club regentado por su familia. Rémi y él formaban parte de un grupo de cuatrillizos idénticos... y ese comentario era tan poco habitual de boca de su arisco hermano que Dev meneó la cabeza.

—¿Desde cuándo te ha dado por imitar a Simi? —le preguntó a través del micrófono. Estaba tan acostumbrado a llevarlo que se sentía raro cuando no lo hacía.

Rémi resopló.
—Sí... soy una gótica vestida con corsé, falda de vuelo y medias de rayas, y me estoy poniendo hasta arriba con todos los platos de la carta... y con algún miembro del personal.

Pues sí, era una buena descripción de Simi...

Sin embargo, Dev no pudo resistirse y siguió pinchando a su hermano.

—Siempre he pensado que eras un bicho raro, mon frère. Acabas de demostrarlo. Quizá deberíamos cambiarte el nombre y llamarte como a ese personaje de película, Frank-N-Furter, y tirarte salchichas cada vez que pases.

—Dev, cierra la boca si no quieres que salga y acabe convertido en un trillizo.

Sí, claro. A Rémi se le había olvidado quién lo enseñó a luchar.

—Hazlo, colega. Tengo un par de botas nuevas que están deseando patearle la cabeza a...

—¿Queréis dejar de discutir por el canal abierto? Y ya puestos, a ver si maduráis un poco. Os juro que como no paréis, esta noche voy a hacer estofado de oso con vosotros dos —dijo Aimée y después siguió en francés, su lengua materna, para continuar insultándolos y amenazándolos con castrarlos.

Dev respondió a la hostilidad de su hermana con una bordería que fue celebrada con vítores por el resto del personal, cuyos auriculares les permitían escuchar todas las conversaciones.

En realidad, Dev y su familia no necesitaban esa forma de comunicación. Parte de sus poderes como osos katagarios capaces de adoptar forma humana consistía en proyectar sus pensamientos, siempre y cuando la distancia entre ellos no fuera excesiva. A algunos se les daba mejor que a otros. Sin embargo, esa forma de comunicación solía provocar suspicacias entre los humanos que trabajaban para ellos y entre la clientela habitual. Así que llevaban los auriculares en un intento por parecer normales.

Sí, claro... la normalidad se despidió de su familia y de su especie hacía mucho tiempo. Pero ¿por qué no?

El auricular le daba un aire interesante.

Se lo quitó de todas formas mientras la bronca de su hermana en francés le recordaba a su madre, lo que le provocó una inesperada oleada de dolor. Cómo echaba de menos las riñas en francés de su madre...

¿Quién iba a imaginárselo? Con todas las cosas que podía añorar... Seguro que me falta un tornillo, pensó.

Sin embargo, la furiosa voz de su madre lo torturaba desde el pasado: «Necesitas madurar, Devereaux. Ya no eres un cachorro. Llevas doscientos años sin serlo. ¿Por qué pinchas tanto a tus hermanos y me cabreas a mí? Mon Dieu! Eres la cruz de mi existencia, de verdad. ¿Es que no puedes, aunque sea una vez, morderte la lengua y obedecerme? ¿Cómo vamos a confiar en ti si sigues comportándote como un crío? ¿Es que no has aprendido nada?».

Dev hizo una mueca mientras recordaba la cara de su madre cuando le echaba la bronca.

Una cara que jamás volvería a ver y una voz que algún día, muy pronto, desaparecería por completo de su memoria.

Le repateaban los cambios.

Durante cien años había sido uno de los porteros del Santuario, y había observado entrar y salir a todo tipo de criaturas. Era un centinela. En más de un sentido. Dejaba pasar a los humanos sin detenerlos. Pero a los clientes sobrenaturales siempre les explicaba las reglas del Santuario y los interrogaba para decidir hasta qué punto eran peligrosos si atacaban o si podía contar con ellos como aliados.

Por si acaso.

En ese momento ejercía su cometido para asegurarse de que sus enemigos no remataban la faena y destruían el bar que acababan de remodelar tras la pelea que había dejado cicatrices en todos ellos.

Te echo de menos, maman, pensó.

Y también echaba de menos a su padre.

Las cosas materiales podían reemplazarse. Podían arreglar las mesas y también sustituir la barra. Los estragos del incendio y del humo se podían reparar.

Pero sus padres...

Se habían ido para siempre.

Y eso lo enfurecía y le provocaba un dolor angustioso. Le había costado mucho no perseguir al clan de lobos que los habían atacado. Si no fuera porque el Omegrion, el consejo que regía a los clanes arcadios y katagarios, habría decretado la persecución y muerte de todos los Peltier en caso de que Dev se hubiera dejado llevar por el instinto, lo habría hecho. Pero no podía arriesgarse. No sería el responsable de la muerte de un solo miembro de su clan.

Ni siquiera de la de su hermano Rémi.

Ya había visto morir a demasiados miembros de su familia. Quiero largarme de aquí, se dijo.

Una idea que se le antojaba cada vez más apetecible. Desde que volvieron a abrir el Santuario después de la batalla y del incendio, sus ansias de ver mundo iban en aumento. La única razón de que no se hubiera marchado todavía eran las palabras de su madre, que le había pedido que siguiera con la familia y ayudara a proteger a Aimée.

Pero su madre ya no estaba y Aimée tenía pareja.

Ya no era tan necesario que se quedara. Todos los días lo tentaba el impulso de marcharse y de forjar su camino en la vida. Era un oso, y el instinto animal instaba a los machos a buscar una hembra y a crear su propia manada.

¿Qué hago aquí?, se preguntó.

No lo necesitaban. Cuando estalló la guerra descubrieron quiénes eran sus aliados. Un número impresionante. El Santuario viviría para siempre. Pero él no tenía por qué quedarse para vigilar la puerta.

Sin embargo...

Los cambios me repatean, se dijo.

Solo estás inquieto. Se te pasará. Ya lo verás, arguyó su cabeza.

Además, no quería pareja. Nunca. Bastante complicado era sentirse satisfecho con la vida en solitario. Que los dioses lo ayudaran si algún día tenía que satisfacer a alguien más.

Lo que le pasaba era que los últimos acontecimientos lo habían agitado mucho. Se sentía perdido, como si le hubieran cortado las amarras y lo hubieran dejado a la deriva, sin motor y sin remos. Le costaba adaptarse a los cambios, y durante esos últimos meses se habían producido tantos que solo le apetecía dejarlo todo atrás y empezar de nuevo en otro lugar.

Encontrar un sitio donde volver a sentirse a gusto. Aunque tuviera que viajar al pasado para hacerlo. Encontrar algún lugar donde no estuviera todo el día esperando ver a sus padres a la vuelta de la esquina o sentados a su mesa preferida. Algún lugar donde los recuerdos no lo torturaran.

Y más específicamente: un lugar donde los recuerdos no lo hirieran.

El rugido de una moto que avanzaba por la calle interrumpió el melancólico rumbo de sus pensamientos. Era una Suzuki Hayabusa. Lo sabía por el ruido del motor. Tenían un sonido especial, inconfundible para un amante de las motos. Muchos katagarios las usaban como medio de transporte, tal como hacían Dev y sus hermanos. A diferencia de los coches, una moto era más fácil de teletransportar con sus poderes, y en la calle no había nada tan rápido ni tan manejable para escapar de los enemigos.

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