El primer y último amor (Hotel Boonsboro 2)

Nora Roberts

Fragmento

1

UNA LUNA LLENA DE INVIERNO derramaba luz sobre la piedra y el ladrillo vetustos del hotel de la Plaza. Bajo sus rayos, los porches y puntales nuevos relucían y el luminoso cobre del tejado centelleaba. Lo viejo y lo nuevo —pasado y presente— se ensamblaban allí en un maridaje sólido y feliz.

Sus ventanas permanecían oscuras esa noche de diciembre, ocultando en sombras sus secretos. Pero, en pocas semanas, brillarían como las demás de la Main Street de Boonsboro.

Desde su camioneta, a la luz de la Plaza, Owen Montgomery echó una ojeada calle abajo, a las tiendas y pisos engalanados de Navidad. Las luces titilaban y parpadeaban. A la derecha, un precioso árbol adornaba el gran ventanal del apartamento de la segunda planta. La residencia temporal de su futura gerente reflejaba su estilo: absoluta elegancia.

Las próximas Navidades forrarían el Hotel Boonsboro de luces blancas y follaje. Y Esperanza Beaumont pondría su precioso arbolito delante de la ventana del apartamento de la gerente, en la tercera planta del hotel.

Miró a su izquierda, donde Avery MacTavish, propietaria de Pizzería y Restaurante familiar Vesta, tenía el porche principal engalanado de luces.

Su piso, el de encima de la pizzería —antes propiedad de su hermano Beckett—, también lucía un árbol en la ventana. Por lo demás, sus ventanas estaban tan oscuras como las del hotel. Trabajaría esa noche, pensó, observando el jaleo del restaurante. Owen se revolvió en el asiento; no soportaba verla detrás del mostrador.

Cuando la luz del semáforo cambió, giró a la derecha, hacia Saint Paul Street, y luego a la izquierda, al aparcamiento de detrás del hotel. Después estuvo sentado en la camioneta un instante, pensando. Podía acercarse a Vesta, se dijo, tomarse una porción de pizza y una cerveza, quedarse por allí hasta la hora del cierre. Luego podía darse una vuelta por el hotel.

En realidad, no era necesario que se diera una vuelta por el hotel, se recordó, pero no había estado en la obra en todo el día, pues había andado de reuniones y otros negocios de la empresa de construcción de la familia Montgomery. No quería esperar a la mañana para ver lo que sus hermanos y los trabajadores habían hecho ese día.

Además, Vesta parecía concurrido, y apenas quedaba media hora para el cierre. No es que Avery fuera a echarlo a patadas cuando cerrara, al menos eso creía. Más bien se sentaría a tomarse una cerveza con él.

Tentador, reconoció, pero debía hacer esa ronda rápida por el hotel e irse a casa. Tenía que estar en la obra, con sus herramientas, a las siete de la mañana.

Salió de la camioneta al aire gélido y cogió las llaves. Alto como sus hermanos, más bien delgado, se puso la cazadora mientras rodeaba el muro de piedra del patio en dirección a las puertas del Vestíbulo.

Sus llaves eran de varios colores, algo que sus hermanos creían una cursilada y él juzgaba práctico. En cuestión de segundos, pudo refugiarse del frío en el edificio.

Encendió las luces y se quedó allí, sonriendo como un imbécil.

El mosaico decorativo resaltaba el suelo, añadía más encanto a las paredes claras con su particular zócalo de madera de color crema. Beckett había estado muy acertado al insistir en que se dejara al descubierto el ladrillo de la pared lateral. Y su madre había dado en el clavo con la lámpara de araña.

No era ni clásica ni moderna, sino más bien orgánica, con sus ramas de bronce y sus estrechos globos flotantes centrados sobre ese mosaico. Miró a la derecha, observó que se habían pintado los baños del Vestíbulo, con su moderno alicatado y sus lavabos de mármol verde.

Sacó su libreta y anotó algunos retoques necesarios antes de cruzar el arco de piedra hacia la izquierda.

Más ladrillo visto, sí, a Beckett le chiflaba. Las estanterías de la lavandería revelaban una organización implacable, y eso era cosa de Esperanza. Con voluntad férrea, había conseguido echar a Ryder de su oficina en la obra para organizarla.

Se detuvo en lo que sería el despacho de Esperanza y vio el sello de su hermano Ryder allí: los caballetes y una lámina de contrachapado como su improvisado escritorio; el grueso archivador blanco —la biblia de la obra—, unas herramientas y latas de pintura.

Esperanza no tardaría mucho en echar a Ryder de allí también, supuso Owen.

Prosiguió, y luego se detuvo para admirar la diáfana cocina.

Habían instalado ya las luces, aquella gran pieza de hierro situada sobre la isla, y una versión algo más pequeña junto a cada ventana. También habían colocado los armarios de maderas cálidas con notas de color crema y el suave granito que tan bien sentaba a los electrodomésticos de reluciente acero inoxidable.

Abrió el frigorífico y se dispuso a coger una cerveza. Conduciría en breve, se dijo, y optó por una lata de Pepsi en su lugar, luego anotó que debía solicitar cuanto antes la instalación de las persianas y los acabados de las ventanas.

Ya casi estaban listos para esa fase.

Continuó hasta Recepción, hizo otro repaso visual y volvió a sonreír.

La repisa de la chimenea que Ryder había hecho con una vieja plancha gruesa de madera reciclada combinaba perfectamente con el viejo ladrillo y la chimenea abierta. De momento, plagaban el lugar lonas de polipropileno, latas de pintura y herramientas. Tomó algunas notas y retrocedió, pasó el primer arco y se detuvo al cruzar el Vestíbulo camino de lo que sería el Salón porque oyó pasos en el segundo piso.

Atravesó el siguiente arco, que llevaba, por un breve pasillo, hacia la escalera. Observó que Luther había estado trabajando en la barandilla de hierro, y la acarició mientras empezaba a subir.

—Vale, alucinante. ¿Ry? ¿Estás ahí arriba?

Una puerta se cerró de golpe y le hizo dar un respingo. Al llegar arriba, frunció sus ojos azules y tranquilos. A sus hermanos les gustaba cabrearle, y no sería él quien le diera a ninguno de los dos un motivo de pitorreo.

—Oooh —dijo fingiéndose asustado—. Será el fantasma. ¡Qué miedo!

Giró hacia la fachada principal del edificio y vio que la puerta de la suite Elizabeth y Darcy estaba, desde luego, cerrada, al contrario que la de Titania y Oberón, que se encontraba enfrente.

Muy gracioso, pensó, mosqueado.

Se acercó despacio a la puerta con intención de abrirla de golpe, entrar de pronto y posiblemente darle un susto al que fuera de sus hermanos que le estaba vacilando. Agarró el pomo redondeado, tiró hacia abajo con cuidado y empujó.

La puerta no cedía.

—Para, gilipollas. —Pero, a su pesar, rió un poco. Al menos hasta que la puerta se abrió, al mismo tiempo que las dos del balcón.

La ráfaga de aire gélido le olió a madreselva, agradable como el verano.

—Madre mía.

Casi había aceptado que tenían un fantasma, casi lo creía. A fin de cuentas, había habido algunos incidentes, y Beckett se mostraba inflexible al respecto. Tanto que incluso la había llamado Elizabeth, en honor a su habitación preferida.

Sin embargo, aque

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