El Highlander indomable (Los MacLeods 1)

Monica McCarty

Fragmento

1

Ese poderoso bastión del oeste
en solitaria grandeza, supremo reina; monumento del poder feudal,
y refugio digno de un rey.

M. C. MacLeod

Loch Dunvegan, isla de Skye, julio de 1601

Isabel MacDonald nunca había pensado que le faltara valor, pero los últimos días estaban haciendo que empezara a cambiar de opinión. Las largas horas de viaje, con poco que hacer si no era pensar, habían puesto a prueba su temple. Lo que en Edimburgo parecía un plan bien concebido para ayudar a su clan, ahora, cuando se acercaban a su destino, en las más remotas tierras de Escocia, parecía como si condujeran a una virgen al sacrificio. Una analogía que, se temía, estaba angustiosamente cerca de la verdad.

Rodeada por los hombres del clan MacDonald en el pequeño birlinn, Isabel se sentía extrañamente sola. Igual que ella, los otros ocupantes del bote permanecían alerta y silenciosos, mientras se acercaban al feudo de su enemigo. Solo el monótono sonido de los remos, al hundirse en las oscuras profundidades bajo ellos, rasgaba la estremecedora quietud.



En algún lugar, delante de ella, en el loch que había más allá, estaba el castillo de Dunvegan, el inexpugnable bastión del clan MacLeod.

Un viento helado barría el loch, haciéndola estremecer de frío hasta los huesos. Eilean a Cheo, recordó, el nombre gaélico de Skye: La isla de la Niebla; el nombre se quedaba prodigiosamente corto. Maldiciendo su inapropiada ropa de viaje, Isabel se envolvió más apretadamente con su capa con rebordes de piel —la única prenda de abrigo que llevaba— en un inútil esfuerzo por calentarse. Su atuendo ofrecía una protección tan escasa ante los elementos que igual podría haber estado sentada allí en camisa.

Dada la peligrosa tarea que la esperaba, aquel tiempo de perros parecía muy adecuado.

Isabel había sido prometida en un matrimonio a prueba* al poderoso jefe de los MacLeod. En apariencia, era una unión patrocinada por el rey para poner fin a dos largos y amargos años de luchas entre los MacLeod y los MacDonald. En realidad, era una añagaza para ganar acceso al castillo de su enemigo y, si todo salía según los planes, a su corazón.

Ninguna boda seguiría a aquellos esponsales. Cuando Isabel descubriera lo que quería, disolvería el compromiso y volvería a su vida en la corte, como dama de la reina Ana, como si nada hubiera sucedido, con la certeza de haber ayudado a su clan.

Suponiendo, claro, que no la descubrieran.

Pensándolo bien, haberse pasado los días pensando en las diferentes maneras en que podían castigar a una espía no había sido, seguramente, la manera más eficaz de utilizar el tiempo.

Al percibir la inquietud de Isabel, su querida nodriza

Bessie se inclinó y le apretó cariñosamente los tensos dedos.

* El término inglés Handfast define unos esponsales celebrados uniendo las manos de los contrayentes, que iniciaban un «matrimonio» de un año y un día, con derechos maritales. Al cabo de ese tiempo, se podía disolver el acuerdo o celebrar una boda para convertirlo en un matrimonio de pleno derecho.

 —No te preocupes, princesa, no será tan horrible. Parece que vayas de camino al verdugo, en lugar de a tus esponsales. Ni que tu prometido fuera el viejo rey Enrique de Inglaterra...

Como si lo fuera. Si se descubría la traición de Isabel, el resultado quizá fuese el mismo. No esperaba ninguna piedad de un fiero jefe de las Highlands.* Su única confianza era que el rey Jacobo, un hombre que la había acogido en su hogar como si fuera su hija, no la dejaría atada a una bestia sanguinaria.

En parte, la culpa de la aprensión que la había ido dominando en los últimos días la tenía pensar en el hombre a quien debía engañar. Sus intentos por averiguar más cosas del carácter del jefe de los MacLeod no habían tenido casi ningún éxito. El rey afirmaba que era un hombre bastante amable... para ser un bárbaro. Dado que el rey pensaba que todos los habitantes de las Highlands eran bárbaros, la descripción no la inquietaba demasiado.

Su padre se mostró igualmente circunspecto, diciendo que el jefe MacLeod era un «enemigo formidable», con un «buen brazo para la espada». No resultaba muy tranquilizador. Sus hermanos habían sido un poco más comunicativos. Le describieron al jefe MacLeod como un hombre astuto, muy respetado en su clan, y un guerrero temible, sin igual en el campo de batalla. Pero no había averiguado nada del hombre.

Demasiado tarde se dio cuenta de que Bessie seguía observándola.

—¿Estás segura de que no te pasa nada, Isabel?
—Estoy bien —la tranquilizó Isabel, forzándose a sonreír alegremente—. Es solo que me estoy quedando helada y me muero de ganas de bajar de este bote.

Isabel vio con inquietud que las cejas grisáceas de Bessie se fruncían sobre la nariz de duende que hacía que su cara envejecida pareciera extrañamente joven para sus cuarenta y dos años. Que Dios me ayude, Bessie veía demasiado. La mi

* Tierras Altas. (N. del E.)

 rada penetrante de aquellos omniscientes ojos verdes llegó directamente hasta su alma. Isabel supo que su nodriza sospechaba que se tramaba algo. Desde la apresurada decisión de Isabel de comprometerse con un hombre al que nunca había visto, hasta el inadecuado atuendo de viaje que su tío había insistido en que llevara, Bessie no se había dejado engañar por las vagas explicaciones de Isabel.

Isabel respondió a la interrogadora mirada de su niñera, implorándole en silencio que no le preguntara qué era lo que la preocupaba realmente. La tentación de confiarse a la mujer que la había cuidado como una madre era casi irresistible, pero no se atrevía a arriesgarse. Solo su padre, sus hermanos y su tío conocían el auténtico propósito de aceptar aquel compromiso. Era más seguro de esta manera.

Por una vez, Bessie cedió, y fingió no saber que allí había algo más que el nerviosismo de una novia. Apretó de nuevo la mano de Isabel.

—Pediré que te preparen un baño en cuanto lleguemos, y te sentirás mucho mejor.

Isabel consiguió sonreír. La querida Bessie pensaba que todos los problemas se podían solucionar sumergiéndose durante un largo rato en un agua perfumada con lavanda.

—Suena divino —murmuró. Pero por bueno que un baño caliente fuera para sus doloridos huesos, cansados del viaje, Isabel sabía que sus problemas no se solucionarían tan fácilmente.

Todo le había parecido muy sencillo unas semanas atrás, cuando su padre, el jefe MacDonald de Glengarry, se había presentado de repente en la corte. No obstante, su sorpresa inicial y su alegría por aquella inesperada visita se habían convertido rápidamente en desconfianza. Su padre nunca había mostrado mucho interés por ella, así que tenía que haber gato encerrado. Si estaba en Edimburgo, tenía que ser por algo importante. Y ella nunca había sido importante.

Hasta entonces.

Se había quedado estupefacta pero enormemente halagada por su petición. ¡Su padre solicitaba su ayuda! Se había  sentido tan entusiasmada por la perspectiva de que él acudiera a ella para una misión tan importante, que había aceptado la oportunidad de ayudar, sin sopesar a fondo los detalles de su tarea.

No era la primera vez que el enorme deseo de Isabel por impresionar a su familia la había puesto en situaciones difíciles; Bessie podría atestiguarlo. Pero, incluso en aquel momento, no podía lamentar su decisión. Sus hermanos estaban más relajados con ella, llegando incluso a tomarle el pelo por un tonto sobrenombre que le habían puesto en la corte. También su padre parecía diferente.

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