El Highlander seducido (Los MacLeods 3)

Monica McCarty

Fragmento

1

Cerca de Falkirk, Escocia, primavera de 1607

—¿Te estás arrepintiendo?

Flora MacLeod dejó de mirar por la ventana y dirigió su mirada al hombre que se encontraba sentado frente a ella en la oscuridad. Nunca se arrepentía de sus decisiones y, puesto que en aquella ocasión era demasiado tarde para cambiar de opinión, pensó que aquello era algo bueno. No, cuando tomaba una decisión la mantenía, y ni un pequeño ejército sería capaz de hacer que cambiara de idea. En lo que se refería a su matrimonio sucedía lo mismo.

—No digas tonterías —replicó—. No podría ser más feliz. Sin embargo, estaba claro que el que estaba a punto de convertirse en su marido, William, lord Murray, hijo del recién nombrado conde de Tullibardine, no la creía.

—¿Feliz? No te había visto tan callada en meses. —Se interrumpió—. Sabes que no es demasiado tarde para que te eches atrás.

Pero lo era. Había tomado aquella decisión en el mismo momento en el que había salido a hurtadillas de Holyrood House y se había subido al carruaje que la estaba esperando.

—No quiero echarme atrás. —Pero la vehemencia que pretendía dar a aquellas palabras desapareció cuando su voz comenzó a vibrar a causa del traqueteo del carruaje. Un carruaje que luchaba por mantenerse estable por aquel accidentado camino. Se sujetó lo mejor que pudo al asiento cuando pasaron sobre otro bache para evitar estrellarse contra las paredes de lustrosa madera del carruaje. Pero sabía que era una batalla que perdería antes de que acabase el día porque el camino desde Edimburgo no hacía más que empeorar a medida que se acercaba a la iglesia de Falkirk.

—Quizá sí que, después de todo, hubiese sido mejor venir cabalgando —aventuró. A causa de la insistencia de lord Murray habían tomado el carruaje, lujoso pero poco práctico para el camino que se dirigía hacía el límite con las Highlands.

—No tienes por qué preocuparte. Estamos perfectamente a salvo. Mi cochero es excelente. —William intentó devolverle el bolsito que se le había caído, pero a Flora se le escapó de las manos y aterrizó de nuevo en el suelo—. Nunca imaginé que llegaría a ver el día en que Flora MacLeod se pusiera nerviosa.

Se dibujó una mueca en sus labios.
—Quizá sí que estoy un poco preocupada, pero es que nunca había hecho algo así.

Le dio una palmadita en la mano en señal amistosa. —Espero que no, pero no tienes que preocuparte, todo está arreglado. No tardaremos mucho.

Apoyó la espalda contra el asiento e intentó relajarse. Si todo transcurría según lo planeado, en unas cuantas horas se convertiría en lady Murray. Lord Murray, o William, se recordó, había encontrado un pastor para que oficiase la ceremonia de matrimonio clandestinamente, sin publicar los edictos. Cada hombre tiene un precio, y para el pastor de la iglesia de Saint Mary resultó ser un barril de buen clarete valorado en quinientos marcos. Más que suficiente para aliviar el duro golpe que supondría una sanción por haber llevado a cabo aquella ceremonia de un modo irregular.

Pero aquella ceremonia clandestina era la única alternativa que tenía Flora. No podía arriesgarse a que alguno de sus hermanos, o su poderoso primo, se enterasen de su plan e intentasen detenerla.

Si tenía que casarse, pensó amargamente, sería con el hombre que ella eligiese.

Maldijo su suerte por haberla puesto en aquella situación. No tenía ninguna intención de casarse, pero tenía la gran desgracia de ser la hermanastra no de uno, sino de dos poderosos jefes de las Highlands. Y por si aquello no fuera suficiente, su primo era el highlander más influyente de Escocia. Pero ella, el «trofeo nupcial», como solían denominarla haciéndola enfurecer, habría preferido no casarse. Para ella el matrimonio no era sino una fuente de desdichas.

El sufrimiento de su madre estaba aún demasiado fresco en la mente de Flora.

Pero la única cosa peor que casarse era que la obligaran a casarse. Así que, para evitar que eso ocurriera, había decidido tomar cartas en el asunto atravesando a toda velocidad la región en busca de un pastor de dudosa reputación en una iglesia apartada, donde no pudieran reconocerla.

Miró de reojo al hombre sentado frente a ella. Incluso en la oscuridad del carruaje podía ver el brillo plateado de su cabello rubio cayendo sobre su cara, que solo podía describirse como sublime. Pero aunque él era sin duda agradable a la vista, no era su aspecto lo que la había llevado a aceptar su propuesta de matrimonio, como tampoco su buen juicio o su inteligencia, que poseía en abundancia, sino precisamente el hecho de que William gozase de riquezas, poder y posición, y no necesitase los de ella. Así que ella no tenía ninguna necesidad de cuestionarse otros motivos que no fueran los que él había expuesto: que se trataba de una unión entre amigos de la que ambos se beneficiarían.

A eso había que añadir la ventaja de que él no parecía estar particularmente interesado en la política de las Highlands, porque Flora ya se había cansado de oír hablar de ese asunto. En ese sentido, la hija había aprendido muy bien la lección de su madre. Antes se casaría con un sapo que con un highlander.

Y la verdad es que lord Murray era infinitamente más atractivo que un sapo.

—Y tú, William, ¿te arrepientes?

—En absoluto.
—¿No te preocupa lo que ocurrirá cuando descubran que...?

—¿Por eso estás así? —Le tomó una mano y se la apretó en un gesto tranquilizador—. Has escrito las cartas, ¿verdad?

Ella asintió. Una de las cosas buenas que tenía tener tantos parientes era que podía decir que estaba con cualquiera de ellos, aunque no fuera verdad, sin que los demás se enterasen. Por fortuna, la única persona que podía hacer preguntas sobre su paradero era su prima, Elizabeth Campbell, que en aquellos momentos se encontraba en Skye ayudando en el nacimiento del último sobrino de Flora. Se trataba del segundo hijo que habían tenido después de muchos años su hermanastro Alex y su mujer Meg, a la que todavía no conocía, porque el año que Meg estuvo en la corte, la madre de Flora se encontraba demasiado enferma para viajar.

—Entonces no hay ningún motivo para suponer que lo descubrirán —dijo William con seguridad—. Y gracias a tu disfraz nadie se habrá dado cuenta de que te has marchado del palacio.

Al notar la dirección de su mirada, ella se tocó el gorrito de hilo blanco que llevaba en la cabeza y sonrió divertida al imaginarse el aspecto que debía de tener. Flora era conocida en Holyrood House por su tendencia a las travesuras, pero fugarse del palacio a medianoche para casarse con uno de los jóvenes más poderosos de la corte, disfrazada de sirvienta, sin duda excedía cualquier cosa que hubiera hecho antes. Se había superado a sí misma. Y si eso venía de la misma niña que, vestida con pantalones, había estado casi a punto de bajar por el parapeto que había bajo su ventana en el castillo de los Campbell antes de que su primo Jamie la atrapase, eso ya era decir mucho.

Incómoda porque el áspero vestido de lana que llevaba le raspaba a través de la delicada camisa de hilo, preguntó:

—¿Pudiste recoger mi vestido?
—Por muy encantadoramente rústica que estés así vestida, querida, no creo que la futura condesa de Tullibardine deba casarse vestida como una sirvienta. Tu vestido está en el baúl, aunque tuve que inventarme una historia para que tu modista me lo diera.

Flora soltó una risita al pensar en la adusta francesa. El gusto por la moda francesa era uno de los legados que aún perduraban en la corte del reinado de María Estuardo, además del de su hijo, el rey Jacob

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos