La mujer cautiva (Wyckerley 2)

Patricia Gaffney

Fragmento

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1

 

 

—¡Bastian, eres un desconsiderado! ¿Cómo puedes despacharme de este modo? ¿Es que ya no quieres a Lili?

—Te adoro —aseguró Sebastian Verlaine a la vez que apartaba la mano de su amante, aferrada a su muslo como un cascanueces. Por la ventanilla del carruaje vio desaparecer progresivamente las chimeneas de Lynton Great Hall, su dudosa herencia, tras la hilera de viejos robles. No podía evitar que su nueva casa no le gustara. Pero resultaba difícil admirar su granítica magnificencia cuando pensaba en las goteras, los desconchados, las paredes desmoronadas y en lo que le costarían los mínimos arreglos.

—¿Acaso no lo pasamos bien? ¿No nos divertimos jugando en tu nueva baignoire? ¿Eh? Bastian, ¡escúchame!

—Ha sido maravilloso, querida —respondió maquinalmente, besándole los dedos. Olían a perfume y sexo, una esencia que en ese momento él no era capaz de apreciar, o al menos no en la medida en que requiriese un nuevo esfuerzo a su virilidad. Llegado un punto había que decir basta, y cuatro días con sus noches en la íntima compañía de Lili Duchamps ya era, como diría ella misma, plus qu’il n’en faut, más que suficiente.

—Oui, paradis —coincidió ella, acercándole el dedo índice a los labios y golpeándole los dientes con la uña—. Olvídate de tus estúpidos negocios y ven conmigo a Londres. Nunca hemos hecho el amor en un tren, oui?

—Juntos, no —reconoció después de pensarlo. Le mordió el dedo haciéndole daño y ella lo apartó mirándolo fijamente. Le hubiera gustado poder decir: «Estás preciosa cuando te enfadas», pero no habría sido cierto.

—¡Qué cruel eres! Mandarme sola a... a Plymouth —lo pronunció como si fuera la Antártida—, y obligarme a coger el tren a Londres totalmente sola... c’est barbare, c’est vil!

—Pero si viniste sola —apuntó—, y ahora solo tienes que hacer lo mismo, pero a la inversa. —Por encima de su melena clara, perfectamente arreglada, observó el pintoresco desfile de casas con tejados de paja a medida que el carruaje avanzaba ruidosamente hacia Wyckerley sobre los adoquines de High Street. Supuso que las cabañas tendrían encanto, con sus buhardillas, frondosos jardines y fachadas de color pastel; pero interrumpió su apreciación estética al pensar que seguramente en la mayoría de ellas vivían sus arrendatarios. Desde ese punto de vista resultaban tan encantadoras; eran, al igual que la casa principal, un montón de viejas construcciones que reclamaban su dinero y su atención.

—Pero ¿por qué no puedes venir conmigo? ¡Te odio! —Alzó la mano, pero él se la agarró antes de que pudiera propinarle una bofetada. Ahora que ya conocía sus ataques de furia, no volvería a cogerlo por sorpresa.

—Cuidado —dijo con el mismo tono suave y amenazador con que la había seducido; el hecho de que siguiese siendo eficaz era uno de los motivos de que su relación hubiese empezado a enfriarse—. No juegues con mi paciencia, ma chèrie, o tendré que castigarte.

El brillo refulgente de los excitados ojos de ella lo hizo reír...

—¡Oh! —gritó ella, golpeándole el pecho con los puños—. ¡Bestia! ¡Canalla! ¡Zorra desagradecida!

—No, querida, eso lo serás tú —corrigió, manteniendo las manos de ella sobre el regazo. El inglés de Lili no era fluido y en ocasiones lo llamaba del mismo modo que sus desdeñosos amantes la llamaban a ella—. Ahora bésame y dime adiós. La justicia me espera.

—¿Quién? Oh, tus estúpidos juzgados. —De pronto dejó de fruncir el entrecejo—. ¡Bastian, iré contigo y miraré!

—No lo harás. —A las buenas almas de Wyckerley ya empezaba a preocuparles que el nuevo vizconde fuera un licencioso; bastaría una sola mirada a Lili para que sus peores temores se confirmaran. Él quería evitarlo, o al menos demorar un poco la horrible verdad.

—Mais oui! Quiero verte con la toga negra y la perruque enviando a los pobres criminales a la guillotine.

—Ah, querida, qué sangre lujuriosa tan encantadora. —Se inclinó en el asiento del carruaje para recuperar el bastón.

Lili se lo impidió cogiéndole la mano y llevándosela a su pecho empolvado de blanco mientras aspiraba para inflarlo al máximo —algo innecesario para unos atributos que ya de por sí eran prodigiosos—. De hecho, el busto de Lili había sido lo primero que atrajo a Sebastian hacía cuatro meses, en el Théâtre de la Porte donde debutó en Fausto interpretando el papel de la estatua viviente, la Belle Hélène —un papel muy adecuado para ella ya que no tenía que hablar—. A pesar de la reputación de ser una de las grandes horizontales más inaccesibles, le resultó una conquista fácil: una cena íntima en el Tortoni, absenta en el Café des Variétés y luego el coup de grâce, unos pendientes de diamantes en el fondo de una botella de Pontet-Canet, et voilà, ambos ya retozaban sobre las sábanas de satén negro del vistoso apartamento de la calle Frochot. Desde entonces ella fue su amante, aunque no lo sería por mucho tiempo. Ambos lo sabían. Eran profesionales, él en calidad de subvencionador, ella de subvencionada; ambos sabían reconocer los primeros indicios de hastío antes de que llegaran a convertirse en desprecio total.

Con un ligero suspiro, Lili puso la palma de la mano de él sobre su pecho izquierdo; él sintió el cálido pezón erecto. Ella sonrió lascivamente y deslizó una de sus piernas sobre las de él.

El carruaje se detuvo en la entrada de la Casa de la Ciudad excesivamente modesta de Wyckerley, o «casa de juntas», según la llamaban, en cuyo interior dos jueces y a saber cuántos pobres criminales estarían esperándolo para que prestara su ayuda a la administración de justicia durante otra insignificante sesión. Por la calle, los peatones miraban abiertamente el nuevo cupé D’Aubrey, mientras el chófer aguardaba pacientemente a que el lord se decidiera a bajar. Sebastian sabía por experiencia que satisfacer a Lili no requería demasiado tiempo y que, para mayor discreción, convenía dejarla feliz. Pero la situación, por no mencionar un desinterés que podría ser temporal aunque profundo, lo venció. Con un suspiro, le acarició suavemente el delicioso pecho como despedida y retiró la mano.

Como era previsible, a ella le brillaron los ojos de ira, «ojos como los mil brillos de la marcasita, con una suave mirada más estimulante que una caricia», según había afirmado un crítico teatral en una revista de París. Aunque no tan previsiblemente, ella alzó una delicada mano y lo abofeteó en la mejilla; él casi no pudo cogerle la muñeca antes de que lo repitiera.

—Pourceau —espetó ella, curvando los dedos de uñas largas como garras—. Bâtard. Te odio.

Pero recobró la mirada lasciv

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