La rendición de un caballero (Familia Blackshear 2)

Cecilia Grant

Fragmento

1

Marzo de 1816

Tres de las cortesanas eran realmente hermosas. Pero sus ojos se detuvieron, naturalmente, en la cuarta. Las viejas costumbres persisten a pesar de todo aquello a lo que la vida tenga a bien someter a las personas.

Will se apoyó en un codo y dejó descansar la mejilla sobre la palma de la mano, una postura despreocupada que sugería una suprema confianza en su juego a la vez que le permitía mirar más allá del hombre que tenía enfrente para ver mejor a las damas. Aunque no albergaba ninguna intención aviesa, por supuesto. Había entrado en ese club con un propósito muy claro, y las cortesanas no encajaban en su plan.

Pero podía mirar... Un alargamiento del cuello por aquí, una de las mujeres que se vuelve justo a tiempo por allá y así se iría formando, pieza a pieza, una buena imagen de las cuatro. Eso era lo que llevaba intentando toda la noche mientras ellas se iban sentando en diferentes combinaciones a su mesa de juego, a unos cinco metros de las mesas grandes donde jugaban los caballeros. Y aunque todas ellas le alegraban la vista, tanto la atractiva morena como la sílfide de cabellos de fuego y la rubia de belleza delicada y cristalina, solo una de ellas había conseguido hasta el momento afectar a su concentración.

Observó cómo entornaba los párpados y la forma en que sus dedos precisos abrían en abanico las cartas que acababan de repartirle. No era hermosa, no. Agradable, tal vez. O quizá bien parecida, como se diría de un caballero: a un hombre joven le favorecerían esa nariz aguileña y esa frente con un aire tan firme y decidido.

La mujer estudió sus cartas sin cambiarlas de posición (aunque se trataba de una partida de whist y sus tres compañeras estaban claramente colocando sus cartas por palos) y miró a su compañera de juego. Los ojos gris azulado no desvelaron nada. Podía tener en la mano todos los triunfos y nadie lo sabría.

—No hay nada que hacer por ese frente, Blackshear. —Las palabras le llegaron entre una nube de humo de tabaco desde su derecha, apenas audibles entre el bullicio de una docena de conversaciones—. Todas ellas tienen ya acomodo. —Lord Cathcart se cambió la pipa de una comisura de la boca a la otra y examinó la mano que le había tocado. Una reina y un diez aparecieron fugazmente en su campo de visión y después volvieron a desaparecer. La suerte a veces se divertía arrojándose en brazos de los ricos para que la malgasten a su antojo.

—No habría posibilidad aunque no tuvieran tales acomodos. Un hijo menor sin fortuna no puede llegar lejos con mujeres como esas —respondió Will también en voz baja a la vez que levantaba una esquina de la carta que acababan de repartirle: un siete de tréboles que se unía a su siete de picas.

—Oh, no sé. —El perfil de huesos delicados del vizconde se giró dos o tres grados en su dirección—. Un hijo menor que acaba de vender su cargo de teniente puede poner sus miras en algo ciertamente mejor que en una ocasional viuda aventurera.

—Las viudas me gustan. Con ellas te ahorras las negociaciones comerciales y además no hay que preocuparse de estar seduciendo a una dama y empujándola a hacer algo de lo que luego se arrepentirá. —Las palabras sonaban forzadas y poco convincentes en su boca, ahora solo un eco viciado de la vida que había llevado en el pasado. Señaló con la cabeza la mesa de las cortesanas—. En cualquier caso esos bellos pájaros del paraíso son demasiado exquisitos para mi modesto cuerpo.

—Ja. Seguro que tu cuerpo te está diciendo otra cosa ahora mismo. Sobre todo en lo que respecta a la mujer de la cara angulosa con el recogido griego. Me planto —añadió dirigiéndose a los demás jugadores puesto que era su turno.

—Divido —anunció seguidamente Will y dio la vuelta a sus sietes.

Notó que se le aceleraba el pulso y no precisamente por la mujer de la cara angulosa. Colocó una segunda apuesta y centró toda su atención en las dos nuevas cartas. Un ocho hizo que una de sus manos sumará quince. Muchas posibilidades de pasarse con una tercera carta y muy pocas de superar al banquero si se plantaba. Con la segunda mano le fue mejor: le salió un as, que le daba la oportunidad de plantarse con dieciocho y también le ofrecía la tentadora opción de intentar una mano de cinco cartas si consideraba esa carta como un uno en vez de un once y si las siguientes tres cartas le favorecían.

¿Las probabilidades le acompañaban? Veintiuno menos ocho igual a trece. ¿Cuántas combinaciones de tres cartas sumaban trece o menos? Con ciento cuatro cartas en juego, ocho ases, ocho doces, etcétera, y otros once jugadores en la mesa que tenían algunas de esas cartas en sus manos... Vaya, tenía que haber prestado más atención en las clases de matemáticas. De qué poco le había servido la educación en Cambridge que le había costeado su padre, que en gloria estuviera.

—Pido otra carta para ambas manos.

Ahí iban otras veinte libras más. Mejor cultivar una imagen de temeridad al empezar la noche, cuando las apuestas aún eran pequeñas. La prudencia podía esperar varias horas, hasta que la mayoría de los hombres estuvieran borrachos (más borrachos aún) y apostaran sumas de las que se arrepentirían a la mañana siguiente.

Le repartieron las nuevas cartas y él levantó las esquinas para verlas. Un cinco y un tres. Veinte y veintiuna. O veinte y once, con dos cartas y diez puntos entre él y la recompensa doble que suponía una mano de cinco cartas.

Jugueteó distraídamente con la esquina de una carta, rozándola con un dedo cubierto por el guante. ¿De verdad se lo estaba planteando? ¿Pedir otra carta cuando podía quedarse con un total de veintiuno? Era su primera noche en ese club, y aunque apenas llevaba dos horas en la mesa, ya estaba tentando a la Fortuna para que le enseñara su peor cara.

Bueno, eso no era ninguna novedad, ¿cierto? Ya había tenido varias oportunidades de comprobar de lo que era capaz la Fortuna. El riesgo en ese momento de perder treinta libras parecía algo bastante insignificante.

—Otra carta. —Empujó otro billete hacia el centro de la mesa delante de su segunda mano.

Una jota de corazones le sonrió cuando levantó la nueva carta y un alivio sereno inundó su cuerpo, relajando lugares que ni siquiera se había percatado de haber tensado. No iba a conseguir una mano de cinco cartas, pero tampoco tendría que pagar su audacia. A menos que el banquero consiguiera otro veintiuno y le ganara por la mano, todavía tenía una mano ganadora. O tal vez dos.

—Me planto —dijo y apoyó la mejilla en la palma otra vez mientras el turno pasaba al jugador de su izquierda.

Las damas jugaron dos bazas de tréboles mientras él las observaba. La de la cara angulosa sacaba sus cartas de los diferentes lugares donde las tenía en su mano con una eficiencia certera.

Cathcart podía divertirse a su costa cuanto quisiera. Una mujer así le daba a la mente masculina alas para fantasear. Que las mujeres bellas aireasen sus atractivos como las prendas de la colada en una cuerda de tender, sacudiéndolos para que todo el mundo los viera; las mujeres que se guardaban algo, las que ocultaban sus encantos como si fueran prendas interiores de seda adheridas a la piel, desafiando a cualquier miembro del sexo opuesto a que los encontrara si se atrevía, siempre serían las que exaltarían la imaginación de un hombre.

Incluso aunque ese hombre no pudiera permitirse que ninguna otra parte de su cuerpo se exaltase. Dejó escapar un breve suspiro.

—¿Qué es un recogido griego? —preguntó bajando la voz de nuevo—. ¿Te refieres a su peinado?

—No tienes salvación, Blackshear —dijo el vizconde apretando la boquilla de su pipa entre los dientes—. No deben de ser muy escrupulosas esas viudas que tanto te gustan. De todas formas, tampoco creo que tu Afrodita de nariz aguileña sea muy melindrosa, teniendo en cuenta las compañías que frecuenta. Señaló con un gesto seco de la barbilla a un hombre al otro lado de la mesa, un tipo de mandíbula fuerte e insulsamente bien parecido que repartiría la siguiente mano al conseguir veintiuno con sus dos primeras cartas.

La curiosidad empezó a zumbar junto a las sienes de Will como una avispa, pero la espantó. No había ido allí en busca de chismorreos. Que aquella mujer hubiese elegido como protector a ese individuo era un asunto exclusivamente de ella.

—¿De nariz aguileña? —Se arrellanó en su asiento y estiró los brazos delante de él—. Intenta comportarte, Cathcart.

Aunque claramente aquel no era un sitio en el que hiciera falta comportarse. Había botellas en las mesas. Además de Cathcart, otros hombres estaban fumando a pesar de la presencia de damas (mujeres, al menos) en la sala. Pero, claro, un club clandestino sería, con toda probabilidad, bastante peor. Gillray, el artillero, contaba que en esos sitios siempre se podía oler la desesperación cuando llegaban las cuatro o las cinco de la madrugada; los incautos emanaban ese olor, decía, un sudor fuerte, más acre que el del sano agotamiento. ¿Y por qué no? El miedo tiene su propio olor, según dicen (las batallas deberían ser un buen lugar para descubrir si eso era cierto, pero, en esas circunstancias, entre la perpetua amalgama de olores nadie se levantaba y proclamaba que el suyo era el del miedo), ¿por qué no iba a tenerlo también la desesperación?

Ya había divagado suficiente. Giró ambas muñecas y flexionó los tendones mientras un hombre corpulento se pasaba y el siguiente empezaba su turno. En la mesa de las damas, la mujer de los rasgos marcados conseguía su tercera baza y se apuntaba con mucha tranquilidad el punto en un papel que tenía junto a su mano derecha.

Aguileña. ¿Era eso? Cruzó los brazos detrás de la cabeza. Sí que había algo en su nariz, en sus ojos penetrantes y en su pelo castaño que recordaba innegablemente a un pájaro. Unas criaturas frías los pájaros, a pesar de todas esas plumas suaves y sus agradables cantos; se comen el cerebro de uno para desayunar en cuanto tienen la oportunidad. Se aprenden cosas muy curiosas en la guerra.

El banquero se quedó en diecinueve y Will acabó la mano cincuenta libras más rico. Otro pequeño paso hacia la cumbre de la montaña. Cogió sus ganancias y tiró las cartas en dirección al protector de mandíbula cuadrada de la mujer de nariz aguileña.

Aquel hombre parecía más o menos de su edad unos veinticinco años. Ahora que le tocaba repartir, actuaba con una especie de importancia recién adquirida; un leve ajuste a su pañuelo antes de repartir las cartas y un ladeo de cabeza con aire de condescendencia práctica para escuchar a su vecino de la derecha que casualmente estaba hablando de la dama en cuestión.

—Tengo que confesar, Roanoke —estaba diciendo el hombre en voz baja pero audible—, que me resulta increíble que haya conservado a esta mujer tanto tiempo. Esta no es tan bonita como la que llevaba del brazo a todas partes el verano pasado. Una muchachita encantadora aquella.

El caballero de la mandíbula cuadrada apretó un poco los labios, el único signo de ofensa ante esa forma de cuestionar su gusto en cuanto a compañía femenina.

—Aquella me agració con un hijo bastardo. —La luz de la vela arrancó un destello a las piedras verdes de sus gemelos cuando estiró los brazos para coger las cartas—. Esta no puede.

—O eso es lo que le dice a usted, claro —fue la réplica del primer caballero, que había dejado totalmente de lado ya su tono comedido y aireaba a los cuatro vientos su agudeza.

—No puede. —Con la paciencia de un príncipe aburrido, acostumbrado a subalternos que se creen falsamente ocurrentes, el hombre le corrigió—: Tiene algo mal por dentro y ya no le viene el período.

¡Encantador! Más información de la que ninguno de los caballeros de la mesa querría saber, sin duda. Will lanzó una mirada al vizconde, quien encogió un hombro en respuesta. Evidentemente ese tipo de conversación era habitual.

Y pronto empezó a ponerse peor.
—No me importaría tener una mujer así —comentó un hombre de facciones ordinarias y con una chaqueta verde botella, uniéndose a la conversación—. Disponible todos los días del mes, ¿verdad? No puede excusarse diciendo que está indispuesta y dejarte con las ganas. ¿Y dónde la encontró?

—La saqué del establecimiento de la señora Parrish. —Roa noke se tomó su tiempo para cuadrar todos los filos de las cartas que se habían usado, antes de colocarlas boca arriba al final del mazo—. Y les aseguro que la enseñaron muy bien; si hay algo que no hace en la cama, todavía no lo he descubierto.

La señora Parrish. Incluso un hombre que nunca hubiera puesto el pie en ese local sabía de qué tipo de sitio se trataba. Se oían ciertas informaciones. Historias, por ejemplo, de un artilugio que colocaba a un hombre en posición de recibir las atenciones de una mujer mientras otra le administraba una buena zurra con una rama de acebo. Rumores de mujeres que permitían que las azotaran o que se plegaban a cualquier perversión que pudiera concebir un hombre. ¿Y qué acto perverso habría permitido que se conocieran el hombre de la mandíbula cuadrada y su amante?

Y qué demonios le importaba. No era cosa suya, y especular sobre los asuntos privados de una dama resultaba impropio de él. Pero obviamente sí era propio de los otros hombres de la mesa, que estaban haciendo a Roanoke insistentes y explícitas preguntas (¿Y hace esto? ¿Y permite que le haga aquello?). Este se limitaba a contestar con monosílabos, demasiado vagos a la vista del acuciante interés que había despertado en los demás, mientras repartía tranquilamente las cartas.

A Will le recorrió la espalda un escalofrío que anunciaba un inminente ataque de furia. Seguro que ella estaba oyendo lo que decían. Se habría dado cuenta de que en esa mesa todos los hombres se habían vuelto, una cabeza tras otra, para examinarla. Él no había notado ni el más mínimo cambio en el rostro de ella, en su postura o en la velocidad a la que jugaba, pero ¿qué terrible esfuerzo debería estar haciendo para mantener la compostura mientras oía cómo la describían como un simple objeto para la diversión conjunta de aquel grupo de chacales?

—¿Y tiene nombre? —Era su propia voz, elevándose por encima de las demás.

Pero ¿qué demonios estaba haciendo? ¿Acaso quería levantar las sospechas de todos los que había en la mesa? Vio que Cathcart se erguía un poco, lo que delataba que acababa de despertar su interés, aunque el vizconde no se volvió para mirarle.

Pero Roanoke sí. Sus cejas patricias se acercaron la una a la otra un poco más y después se relajaron.

—Se llama Lydia —respondió y sacó la siguiente carta. «Déjalo estar, Blackshear.» Sin embargo, su temperamento volvió a surgir y sintió de nuevo ese escalofrío de advertencia, como un glissando ejecutado con mano torpe a lo largo de todas sus vértebras.

—Lo que pretendía decir es si tiene un nombre que se pueda utilizar para dirigirse a ella apropiadamente. —Maldición. Nunca aprendería, ¿verdad? Nunca iba a aprender a distinguir lo que era responsabilidad suya y lo que no.

—¿Es que quiere decirle algo en particular?

El hombre le miró dedicándole toda su atención, igual que la mayoría de los que se sentaban a la mesa. El aire de la habitación se enrareció, como si un relámpago acabara de cargarlo de electricidad. Si decía las palabras exactas, se vería las caras con el príncipe de la mandíbula cuadrada a una distancia exacta de veinte pasos.

Menudo final más adecuadamente ridículo para aquella situación. Retado a duelo por ser excesivamente correcto y decoroso. Muerto por defender a una mujer de la que ni siquiera había podido disfrutar.

La charla ininterrumpida de las otras mesas de la sala se convirtió en algo distante e indistinguible mientras esas perspectivas empezaban a tomar forma en su mente. Unos cuantos insultos no necesariamente muy sutiles eran lo único que hacía falta; no le costaría mucho provocar a aquel hombre y verle pronto apuntándole a la cabeza mientras él intentaba afinar su puntería desde una distancia de diez metros.

¿El nombre de su familia se vería gravemente afectado por un incidente como ese? A Andrew no le gustaría, por supuesto, aunque su respetabilidad aguantaría cualquier escándalo familiar. Kitty y Martha ya estaban casadas, y bastante bien. Algo así no podría arruinar sus futuros.

Pero estaba Nick, el segundo de sus hermanos. Este albergaba ambiciones políticas y dependía de su buen nombre, incluso en esos momentos, para mantener su situación profesional. No le haría ningún favor con una temeridad tan absurda como aquella.

Además, todavía le quedaba mucho dinero por ganar. —No, no tengo nada que decirle. —Puso especial énfasis en todas las consonantes y sostuvo la mirada de Roanoke. Tampoco hacía falta echarse atrás del todo—. Es que no estoy acostumbrado a oír hablar de una dama de esa forma, ni que alguien la llame directamente por su nombre de pila. Pero llevo fuera de la sociedad un tiempo. Tal vez han cambiado las costumbres.

—¿Ha estado en la Península? —preguntó un chico con los ojos brillantes que parecía tener apenas edad suficiente para estar despierto tan tarde—. ¿O tal vez en la batalla definitiva, en Waterloo?

Se podía encontrar a este tipo de hombres con una frecuencia desconcertante: los que se tenían que tragar la amarga píldora de quedarse en sus hogares en tiempos de guerra (herederos que no se podían poner en riesgo o infelices que no eran capaces de reunir el valor para comprar un cargo de oficial) y que después querían oír todos los detalles de lo que se habían perdido.

—Teniente del Trigésimo de Infantería. —Will asintió una vez—. Entramos en acción en Quatre Bras y en Waterloo. —Si aquel crío quería saber más, tendría que sacárselo a la fuerza y con un garfio.

Afortunadamente un caballero que había tres asientos más allá tenía una opinión que aportar sobre Wellington, que alguien respondió con una réplica sobre las acciones de Blucher. A partir de ahí se encadenaron las usuales burlas sobre el príncipe de Orange, y después todos estuvieron de acuerdo en que aquel dieciocho de junio del año anterior había sido un gran día para la historia de Inglaterra. El humor de la mesa cambió: la tensión entre él y Roanoke se atenuó como una vela a punto de consumirse y después se desvaneció.

Will se acomodó en el asiento y respiró tranquila y regularmente. Al menos era capaz de escuchar conversaciones como esa. Algunos soldados no podían. Había oído hablar de hombres que se mareaban y que tenían que abandonar la habitación en cuanto se abordaba el tema. O que estallaban de furia al oír la historia de la destrucción que había traído aquella batalla relatada como si hubiera sido un glorioso acontecimiento deportivo: mil combates de boxeo simultáneos mejorados gracias a los brillantes añadidos que suponían la estrategia, los deslumbrantes uniformes y las armas, que parecía que solo habían estado allí para crear un bonito estruendo.

—Slaughter —murmuró Cathcart a la vez que se sacaba la pipa de la boca y soltaba una bocanada de humo.

Eso era exactamente lo que había sido. Los hombres que no valoraban el romanticismo de aquella gesta se veían en la obligación de reconocer lo «igualado» que había estado el combate, con los mejores soldados muy lejos, en España o en Portugal, y allí únicamente los desventurados más jóvenes y los oficiales de segunda con la misión de abrirse paso casi a tientas por los campos de Hougoumont.

Ya había sido testigo antes de descripciones similares, pero al oír la palabra salir de la boca de un amigo se dio cuenta de que aquello todavía le dolía.

—Una tremenda pérdida de vidas, sin duda. —Will controló su voz para que sonara baja e indiferente—. Una carnicería en ambos bandos, te lo puedo asegurar.

El vizconde negó con la cabeza.
—Me refiero al nombre de la mujer.* Tu ninfa estéril se llama señorita Slaughter. —Le pusieron una carta delante y él levantó la esquina para mirarla—. No es una jugada muy original la de lanzarte a defender el honor de una Cipris como ella, pero al final suele ser efectiva.

Ah, se refería a la amante. Sí, eso tenía más sentido. Hacía siete años que conocía a Cathcart y siempre le había visto tomarse la vida como una interminable sucesión de diversiones. ¿Por qué iba a empezar a pronunciar opiniones sobre estrategia militar a esas alturas?

—Te aseguro que no es ninguna jugada. —Las palabras salieron precipitadamente de su boca, con una vehemencia nacida del puro alivio; ya se sentía bastante extraño con sus antiguos amigos sin tener que hablar de esos temas. En ese momento prefería mil veces discutir sobre una mujer que sobre una batalla—. ¿Es que soy el único hombre de esta sala que tiene hermanas? ¿O al que le queda una pizca de decencia? Ninguna mujer se merece oír esas cosas de ella.

No pudo evitar lanzar otra mirada en su dirección, pero si la señorita Slaughter había oído algo de su disparatada caba

* Juego de palabras intraducible; en inglés slaughter N. del T.)

llerosidad, no mostró ningún signo de ello. Hábilmente anotó otro punto en su papel y se acomodó en el asiento con los hombros rectos, la cabeza erguida y una mirada dura y despiadada como la de un halcón que en ningún momento se volvió en su dirección.

Tampoco la Fortuna quiso mirarlo a partir de entonces. Hizo veinte libras más rico al señor Roanoke en una mano y treinta en la siguiente, quedándose así sin más de un tercio de las ganancias de la noche. A ver si eso le enseñaba a no inmiscuirse en intrigas que no eran de su incumbencia. Se levantó de la mesa malhumorado.

Aquella había sido la casa de alguien antes de convertirse en un club de clientela de lo más laxa. Habían tirado paredes aquí y allá para crear los grandes salones necesarios y el comedor, pero todavía quedaban vestigios de su época como residencia particular. Un saloncito al fondo del segundo piso, por ejemplo, que ahora ocupaban las damas que no querían jugar a las cartas. Will se alejó de las luces y las conversaciones, y en la misma planta, en el lado que daba a la calle, encontró una biblioteca modesta y tan vacía que no había ni siquiera libros. No tenía velas encendidas, ni fuego en el hogar, pero eso solo aumentaba la conveniencia de esa habitación para sus propósitos.

Los ángulos rectos de una librería destacaban en la penumbra; se veía que el mueble llegaba hasta un mirador, y en el lado en sombra distinguió una silueta que, al acercarse, se desveló como una butaca. Perfecto. Se dejó caer en ella y cerró los ojos. A través de la puerta abierta podía oír los sonidos de la casa, todos remotos e indistinguibles. Conversación. Risas. Unas lejanas notas de música (¿un violín?) desde el salón de baile del piso de abajo. Sin duda habría un baile más tarde. Uno de esos entretenimientos sutiles que proclamaban que esa casa no era un establecimiento de mala muerte, sino un lugar apto para la diversión de los caballeros; un lugar donde un hombre podía bailar con cortesanas, beber hasta emborracharse y arruinarse para el beneficio de sus iguales en vez de para el de algún impersonal propietario.

«¿Y quién eres tú para condenarles por ello?» Se hundió más en la butaca y cruzó los brazos. A veces parecía que había perdido toda su capacidad para... divertirse sin preocuparse por nada. Como debería hacer un hombre, como él mismo hacía antes. Llevaba ya casi ocho meses en Inglaterra rechazando invitaciones y rehuyendo a los conocidos y a los compañeros del colegio porque parecía incapaz de recordar cómo conversar con ellos. Solo el jovial Cathcart, que por lo visto tenía las espaldas muy anchas, había persistido y finalmente había prevalecido, no por el poder de su amistad, sino porque el vizconde había agitado ante las narices la tentación de los clubes de juego justo cuando Will descubrió que necesitaba varios miles de libras.

Algo puntiagudo se le estaba clavando en el antebrazo. Algo cuadrado que llevaba en el bolsillo del pecho pero que no tenía ni idea de lo que...

Oh, Dios. La cajita de rapé. Era la chaqueta que había llevado la primera vez que había ido a ver a la señora Talbot.

Metió la mano en el bolsillo y sacó la cajita, después se puso en pie y rodeó la librería para que la luz de la luna que entraba por la ventana bañara su palma abierta.

Un objeto demasiado bonito para que lo poseyera un hombre de posibilidades tan modestas, con el cierre de oro, al igual que las bisagras, y la tapa esmaltada adornada con una escena de caballos y perros de caza. Seguramente valía una buena cantidad. Por eso había permanecido en su bolsillo cuando vio a los parientes Talbot lanzarse como aves de rapiña sobre los otros objetos que había llevado para devolvérselos. Cuando la señora Talbot consiguiera independizarse de esa gente se la daría a ella: puede que quisiera conservarla para dársela en el futuro a su hijo. Ella no buscaba dinero, así que no tendría la tentación de venderla.

Cerró la mano sobre la cajita y al momento volvió a abrirla. Movió la palma y el esmalte brilló cuando la luz de la luna se reflejó en él.

Esa noche estaba pensando demasiado. No le serviría de nada volver a sentarse a las mesas si no conseguía calmar su mente. Volvió a cerrar la mano sobre la caja y la guardó.

Estaba metiéndosela de nuevo en el bolsillo cuando oyó pasos en el pasillo. Sin razón aparente, volvió a la butaca envuelta en sombras y recogió las piernas bajo su cuerpo para alejar sus botas hessianas de la traicionera luz de la luna. Un hombre se traía de la guerra un sinnúmero de reflejos. Y no era que los franceses tuvieran la costumbre de ir sigilosamente tras los soldados enemigos uno por uno. Ni tampoco, por supuesto, era probable que esos pasos, si en efecto se encaminaban a la estancia donde él se encontraba, representaran ninguna amenaza.

Había dos ecos de pasos, uno más leve que el otro, y ambos se dirigían sin la menor duda hacia allí. Un hombre y una mujer. Sí, debería haber anticipado algo así. En su época más disoluta, él mismo había hecho uso de habitaciones oscuras como aquella durante alguna reunión social.

Estaba a punto de levantarse, pero algo le detuvo. La incomodidad, tal vez, de tener que explicar por qué estaba allí, solo, en la oscuridad. La reafirmación obstinada de que él estaba allí primero; ¿por qué iba a abandonar su refugio en favor de un propósito tan sórdido? Fuera por lo que fuese, seguía sentado y totalmente oculto entre las sombras cuando dos siluetas aparecieron en el umbral y entraron. La sombra más alta empujó la puerta tras ellos, y en el haz de luz que llegaba desde el pasillo y que se estrechaba por momentos brilló brevemente un gemelo con una piedra verde.

Roanoke y su amante. O tal vez Roanoke y alguna otra mujer; seguramente ese sería el caso ya que el príncipe de la mandíbula cuadrada podía divertirse con su amante en casa a su antojo sin tener que andar escabulléndose en busca de un sitio oscuro. Oyó el sonido de la puerta al cerrarse y abandonó la idea de poder salir de allí inmediatamente. Dejaría que siguieran con el asunto que se traían entre manos y él se escaparía cuando su atención estuviera dedicada a otros menesteres. Tal vez podía intentar descubrir la identidad de la dama... pero ¿con qué propósito? Si el hombre estaba traicionando a la señorita Slaughter, eso no era asunto suyo. ¿Acaso se proponía arreglárselas para conseguir sentarse junto a ella en la cena e ir dejándole caer insinuaciones sobre lo que acababa de ver?

Pero sus elucubraciones fueron en vano. La pareja fue directa a la ventana, y él la reconoció de inmediato por la postura: erguida y de alguna forma remota, como si no llegara a entrar verdaderamente en contacto con el mismo aire que cruzaba al moverse. Pasaron por su lado en dirección a la ventana (Will podría haber estirado la mano para tocarle la falda al pasar; gracias a Dios los ojos de la pareja no estaban tan acostumbrados a la oscuridad como los suyos) y un momento después oyó cómo la cortina corría por la barra, y la cantidad de luz de la luna que entraba en la habitación se redujo drásticamente. Después, silencio absoluto solo roto por uno

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