El seductor

Alice Clayton

Fragmento

cap-1

1

—¡Oh, Dios!

Pum.

—¡Oh, Dios!

Pum, pum.

«¿Qué puñetas…?»

—¡Oh, Dios, qué bueno!

Me desperté con dificultad, mirando confusa la habitación extraña. Cajas en el suelo. Fotografías apoyadas en la pared.

«Mi habitación nueva, en mi nuevo apartamento», me recordé a mí misma, colocando ambas manos encima del edredón y buscando seguridad en el lujoso algodón egipcio. Ni siquiera estando medio dormida me olvidaba de él.

—Mmm… Eso es, guapo. Justo ahí. Así… ¡No pares, no pares!

«Vaya…»

Me senté, me froté los ojos y me volví a mirar la pared situada detrás de mí, empezando a comprender qué era lo que me había despertado. Mis manos seguían acariciando el edredón con gesto ausente, atrayendo la atención de Clive, mi gato prodigio, que metió la cabeza bajo mi mano en busca de caricias. Le achuché un poco mientras miraba a mi alrededor e intentaba orientarme.

Me había trasladado allí ese mismo día. Se trataba de un apartamento fantástico: habitaciones espaciosas, suelos de madera, puertas en forma de arco… ¡incluso tenía chimenea! No tenía la menor idea de cómo encenderla, pero eso era lo de menos. Me moría de ganas de poner cosas sobre la repisa. Dada mi profesión de diseñadora de interiores, tenía la costumbre de colocar cosas con la imaginación en casi todos los espacios, tanto si me pertenecían como si no. A veces mis amigas se enfadaban un poco porque siempre les estaba cambiando de sitio los adornos.

Me había pasado el día de mudanza y, después de bañarme en la profunda bañera con patas hasta quedar arrugada como una pasa, me había instalado en la cama para disfrutar de los crujidos y chirridos de un nuevo hogar: el escaso tráfico de la calle, un poco de música suave y los chasquidos reconfortantes que hacía Clive al explorar con un padrastro que tenía en una pata…

A las 2.37 me encontré de pronto contemplando estúpidamente el techo, intentando averiguar qué me había despertado. Tuve un sobresalto cuando el cabecero de la cama se movió y golpeó la pared.

«¿Me tomas el pelo?» Entonces oí con toda claridad:

—¡Oh, Simon, qué bueno! Mmm…

«¡Caray!»

Parpadeando, me sentí de pronto más despierta y un poco fascinada por lo que sin lugar a dudas ocurría en el apartamento contiguo. Miré a Clive, y él me miró a mí, y de no haber estado tan cansada habría pensado que me guiñaba el ojo. «Creo que a alguien le vendría bien un poco de diversión».

Llevaba en el dique seco algún tiempo. Mucho tiempo. El sexo de mala calidad, practicado a toda velocidad con un inoportuno ligue de una noche, me había robado el orgasmo, que ya llevaba de vacaciones seis meses. Seis largos meses.

El síndrome del túnel carpiano amenazaba con instalarse en mi muñeca mientras me afanaba por saciarme yo sola. Pero O se hallaba en un dique seco que empezaba a parecer permanente. Y no estoy hablando de Oprah Winfrey.

Aparté de mi mente los pensamientos sobre mi O desaparecido y me acurruqué de lado. Ahora todo parecía en silencio, y comencé a adormecerme de nuevo, con Clive ronroneando satisfecho a mi lado. Entonces se armó la marimorena.

—¡Sí! ¡Sí! Oh, Dios… ¡Oh, Dios!

El cuadro que tenía apoyado en el estante de encima de mi cama se cayó y me dio un buen golpe en la cabeza. Eso me enseñará a vivir en San Francisco sin asegurarme de que todo está montado de forma sólida. «Hablando de montar…»

Frotándome la cabeza y soltando los tacos suficientes para hacer que Clive se ruborizase (suponiendo que los gatos puedan hacerlo), miré de nuevo la pared situada detrás de mí. El cabecero de mi cama la aporreaba literalmente mientras el jaleo continuaba en el apartamento contiguo.

—¡Mmm… sí, guapo, sí, sí, sí! —salmodió aquella bocazas… y concluyó con un suspiro satisfecho.

Juro por lo más sagrado que entonces oí unos azotes. No es posible malinterpretar el sonido de una buena azotaina y alguien la estaba recibiendo en el apartamento contiguo.

—¡Oh, Dios, Simon! ¡Sí! ¡Me he portado muy mal! ¡Sí, sí!

«Irreal…» Más azotes y luego el sonido inconfundible de una voz masculina, gimiendo y suspirando.

Me levanté, aparté la cama unos cuantos centímetros y volví a meterme enfurruñada debajo del edredón, fulminando la pared con la mirada durante todo el proceso.

Esa noche me dormí después de jurar que yo también aporrearía la pared si oía un solo ruidito más. O un gemido. O un azote.

Bienvenida al vecindario, Caroline.

cap-2

2

La mañana siguiente, mi primera mañana oficial en mi nuevo piso, me encontró bebiendo a sorbos una taza de café y masticando una rosquilla sobrante de la fiesta de inauguración del día anterior.

Al sacar mis cosas de las cajas no estaba tan despierta como esperaba, y maldije en silencio la juerga que se había organizado la noche anterior en el apartamento contiguo. A la chica la montaron, la azotaron, se corrió y se durmió. Lo mismo podía decirse de Simon. Supuse que se llamaba Simon, pues la chica a la que le gustaban los azotes no dejaba de llamarle así. Y si lo que vociferaba era un nombre inventado, lo cierto es que existían otros más sexis que Simon para gritar entre espasmos.

Espasmos… «Dios, echaba de menos los espasmos».

—Seguimos igual, ¿no es así, O? —dije con un suspiro, bajando la vista.

Cuando se cumplieron cuatro meses de la desaparición de O, empecé a hablarle como si fuese un ente real. Parecía muy real cuando sacudía mi mundo, pero, lamentablemente, ahora que O me había abandonado no estaba segura de poder reconocerle. «Es un día triste aquel en el que una chica deja de conocer a su propio orgasmo», pensé, mirando por la ventana los edificios de San Francisco con aire nostálgico.

Estiré las piernas y caminé hasta el fregadero para aclarar mi taza de café. La puse a secar en el escurreplatos, me recogí el pelo rubio en una coleta floja y observé el caos que me rodeaba. A pesar de lo bien que había planeado la mudanza, a pesar de lo bien que había etiquetado aquellas cajas, a pesar de que le dije a aquel idiota de la mudanza que si en una de ellas decía COCINA no había que llevarla al «cuarto de baño», aquello seguía siendo un desastre. Por fortuna tuve la previsión de apartar mi taza de café favorita la noche anterior.

—¿Qué te parece, Clive? ¿Empezamos por aquí o por la salita?

Mi gato estaba acurrucado en el ancho alféizar de la ventana. Lo cierto era que, cuando estaba buscando un piso nuevo donde vivir, siempre me fijaba en las ventanas. A Clive le gustaba contemplar el mundo, y al volver a casa era agradable ver que me estaba esperando.

Clive me miró y acto seguido pareció indicar la salita con un gesto de la cabeza.

—Vale, empezaremos por la salita —dije, cayendo en la cuenta de que solo era la tercera vez que hablaba desde que me había despertado esa mañana y cada palabra pronunciada se había dirigido a un min

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