Palabra de escocés

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Capítulo 1

Escocia. 1826

Lady Clementina Mason dejó los documentos sobre la mesa, se recostó en la silla y se pellizcó el puente de la nariz. Seguía sin poder creerse lo sucedido. Nunca imaginó que aquella mujer, a la que solo había visto una vez en toda su vida, la hubiera nombrado su heredera, dejándole una casa, un local comercial, joyas y una generosa cantidad de dinero en metálico.

Elizabeth, su tía paterna, se había saltado todas las normas sociales al escapar de Inglaterra hacía más de veinte años. Enamorada de Ewan Malcolm, hizo oídos sordos a las amenazas de su padre y a los lloros de su madre, convirtiéndose, de la noche a la mañana, en una paria a la que su familia y la sociedad de Londres repudió. Aquella decisión inapelable, por contra, la llevó a conocer la dicha junto a su esposo, aunque el matrimonio no hubiese sido bendecido con descendencia.

Elizabeth solo volvió a pisar suelo inglés para acudir al entierro de su padre. Clementina era aún una niña y, después de tantos años, la imagen de su tía acabó diluyéndose en las brumas del tiempo. No habían vuelto a saber de ella hasta hacía poco más de un mes.

El padre de Tina se hallaba convaleciente de una caída por las escaleras, consecuencia de haber regresado más bebido de la cuenta a la mansión, de modo que no fue posible contar con su compañía. No obstante, la animó a realizar el viaje porque, según él, se lo debían a Elizabeth.

De cara al mundo se llevaban bien, pero la realidad era que a su padre no le importunaba en absoluto perderla de vista durante una temporada, más bien todo lo contrario. Nunca la quiso y ella se había acostumbrado a vivir con ello.

Tina se había criado en el seno de una familia con posibles. Muchos la envidiarían por eso y, sin embargo, el único afecto que conoció fue el de los criados. Sus innumerables niñeras, a las que su padre siempre encontraba algún defecto, despidiéndolas a cada poco tiempo, solo le dieron estrictas normas de conducta y ningún cariño.

Tampoco su madre fue una persona cercana, se pasaba meses alejada de Londres aduciendo estar enferma; de no ser por el óleo que colgaba de una de las paredes de la biblioteca, apenas recordaría sus facciones. Nunca quiso ser condesa ni casarse con Andrew Mason y, tras darle un varón, al que llamaron Richard, abandonó la mansión familiar de modo permanente, trasladándose a la que fuera de sus padres, en Southampton. Allí permaneció hasta su muerte, ocurrida en 1824.

La encubierta separación de sus padres agudizó el alejamiento de su progenitor que, si ya le había prestado poca o nula atención desde que nació, tras la llegada de un varón que heredaría título y fortuna, la obvió por completo. Lejos de sentir celos de su hermano, Tina había adorado al crío desde que viera su carita. Su dedicación al pequeño llegó incluso a acercar posturas entre su padre y ella durante un tiempo y, la inocente niña que era entonces, llegó a pensar que podría ganarse su cariño.

Tal vez hubiera podido ser así… si Richard no hubiera muerto.

Se negó a seguir pensando al llegar a ese punto; recordar a su hermano lastimaba demasiado.

Volvió a centrarse en los documentos que, para ella, suponían un auténtico quebradero de cabeza. No porque no los entendiese, sino por lo que conllevaban consigo.

En primer lugar, no le hacía ninguna gracia encontrarse allí, en Escocia, a cientos de millas de Londres, cumpliendo con una obligación que preferiría haber eludido, y que acabó aceptando para evitar una discusión con su progenitor. Él no quiso que ella diese poderes al abogado de la familia para que tramitara lo necesario porque, con su marcha de Inglaterra, le dejaba vía libre.

En otro orden de cosas, no paraba de hacer cábalas de hasta qué punto podría afectarla recibir un legado que ni había pedido ni necesitaba, puesto que al cabo de unos meses se haría cargo del fideicomiso dejado por su madre. Eso y la herencia de su tía Elizabeth iba a significar el aumento del asedio inevitable de petimetres a la caza de dinero, sin elementos de juicio para discernir quién la querría por ella misma o por el montante de su patrimonio.

No le hacían falta más moscardones, ya tenía una larga fila de pretendientes llamando a su puerta, caballeros de distinta edad y condición que afirmaban estar locamente enamorados de ella.

Tina no se dejaba engañar, sabía que solo buscaban su fortuna. Estaba lejos de ser ese tipo de belleza ante la que los hombres solían caer de rodillas; de cabello castaño y ojos algo más claros, podía estar en un salón repleto sin que nadie se fijara demasiado en ella. A todos aquellos que merodeaban a su alrededor solo los llamaba su riqueza. ¿Cuántos más se sumarían tras darse a conocer que su fortuna había engrosado?

Ella no iba a plegarse a ser el objeto de una transacción comercial, aunque su padre insistía hasta el aburrimiento en que aceptara a algún caballero, sin molestarse siquiera en disimular las ganas que tenía de deshacerse de ella. A fin de cuentas, una hija no le servía para nada, el título y las propiedades irían a parar al hijo de un primo lejano, al que ella ni siquiera conocía.

Por desgracia, el matrimonio, en el entorno de su clase social, venía a ser eso: un acuerdo que llevaba implícito un negocio previo para materializar el acceso a un título, o bien a la fortuna de uno de los contrayentes; con frecuencia, de ambos hechos a la vez.

Uno a uno había rechazado a sus «apasionados» postulantes en cuanto veía sus verdaderos intereses, provocando el enfado de su padre, las riñas e incluso los gritos. Pero en eso, no pensaba ceder ni un palmo, aunque el conde de Bermont se desgañitase.

No es que fuera una romántica empedernida, pero buscaba algo más que un esposo que se olvidara de ella al segundo siguiente de ponerle el anillo en el dedo y salir de la iglesia. Desde luego, no quería un matrimonio como el de sus padres, frío y distante.

Tan solo había estado a punto de dejarse llevar por el embrujo de las almibaradas palabras de quien resultó ser un mamarracho, el vizconde de Trent. Se había servido de su amistad de antaño con Eleanor Ellis, la joven duquesa de Ormond, para acudir como su pareja a la fiesta que se celebró en Hallcombe House. Una vez conseguido su propósito, se había desentendido por completo de ella, dedicándose a tratar de convencer, a cuantos quisieran escucharle, de las bondades económicas de un negocio de caballos.

¡Ni siquiera había tenido coraje, el muy cobarde, para enfrentarse al hermano mayor de Eleanor, un escocés con más agallas que vergüenza, cuando este lo retó a duelo!

Se le puso una sonrisa en los labios al evocar a Lea, una muchacha con tanta vitalidad que abrumaba. Eran muy distintas, tal vez por eso perduraba la amistad que iniciaran en el internado. Junto a Eleanor había aprendido a reír, a relegar la pena por sí misma, a saltarse las reglas del colegio cuando las veían injustas… Lea, porque estaba lejos de su familia, ella, porque halló en su amiga el apoyo y cariño que nunca tuvo en su casa, se unieron como una sola. La escocesa era pura actividad, constantemente ideaba travesuras que, la mayoría de las veces acababan en quedarse sin permiso para ir de excursión los días festivos.

Se le amplió más la sonrisa reviviendo aque

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