El olvidado amante de mademoiselle Marlene (Minstrel Valley 21)

Sandra Bree

Fragmento

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Francia 1817

Marlene levantó los ojos del libro de latín en el momento en que su hermana pequeña asomó su cabeza de rizos oscuros por el hueco de la puerta.

Lorraine, con diez años, todavía podía liberarse de la tediosa asignatura de Latín. En cambio ella, con cuatro más, tenía la obligación de estudiarlo. Eso no significaba que lo hiciesen todas las muchachas de su edad. Marlene, según decía su padre, era una privilegiada. La suerte estaba de su lado porque el rey de Francia, Luis XVIII, y muy amigo de él, aún no tenía hijos y esperaba que muy pronto llegase el ansiado varón. Claude Poulenc ambicionaba convertir de algún modo a Marlene en la futura reina de Francia. De ahí la importancia de que estudiara Latín y lo asimilase. Y si no lograba desposarla porque no hubiese heredero, ya que el rey tenía sesenta y dos años, la línea sucesora iba a pasar a su hermano Carlos y a su mujer. Ellos ya tenían dos hijos, pero el que de verdad le interesaba era Louis Antoine Candau, duque de Allamand y conde de Fayolle. El hombre en cuestión estaba casado, pero tampoco tenía heredero. Por lo que seguiría quedándole una oportunidad para pertenecer a los Borbones y darle descendientes.

Marlene, con catorce años, ni siquiera se preocupaba de las tramas de su padre Claude, barón de Albret, y el rey. Ella aún continuaba en edad de jugar y compartir travesuras con Lorraine, a quien adoraba. Ambas eran uña y carne. Y esa unión era mucho más fuerte en el momento en que se dieron cuenta de que ninguna podía contar con su progenitor. Ni siquiera con su madre Cornelia. Ambos siempre estaban demasiados ocupados para atenderlas, partiendo de un lado a otro en viajes, reuniones, veladas y un sinfín de actos. Era más fácil localizarlos en el palacio de Tullerías, que en su propia morada.

—¿Le ocurre algo, mademoiselle[1] Marlene?

Ella volvió sus ojos de color ambarino hacia su institutriz. Amelia se había detenido frente a la ventana y la miraba con el ceño fruncido. Era una mujer esbelta e incluso bonita a pesar de su aspecto sobrio.

Marlene negó con la cabeza:

—Lo siento mucho, mademoiselle, me he despistado. ¿Podemos terminar ya?

—Por supuesto que no —respondió recelosa—. No aparte los ojos del libro. —Alzó la voz—. Y si mademoiselle Lorraine, por un casual, estuviese escondida en el pasillo, le pediría por favor, que se fuese a jugar a otro lado.

—Ella no está aquí —mintió.

—¿Ah, no?

Amelia, con las manos entrelazadas en la espalda, avanzó despacio hacia la imponente puerta que aislaba el estudio del corredor, con la intención de pescar con las manos en la masa a Lorraine. Sin embargo, se había ocultado y no había rastro de ella.

Marlene sonrió satisfecha y clavó con firmeza los ojos en el libro, aunque ya no pudo concentrarse en nada más. Las letras parecían bailar en una danza imaginaria.

—¿Y ahora qué es lo que ocurre, mademoiselle? —insistió Amelia.

Marlene sacudió la cabeza. Si mentía y decía que se encontraba enferma, su querida nana, Babette, de seguro la metía en la cama y no le permitiría levantarse en todo el día. Y lo peor es que prohibiría a Lorraine que la visitase.

—Nada, mademoiselle Amelia. Es simplemente que hallo el latín un tanto aburrido. —Se encontraba harta de estudiar, sostenía una pose poco femenina, con los codos apoyados sobre la mesa rectangular, el cabello oscuro revuelto sobre sus hombros y unos rizos rebeldes cayendo sobre la frente lisa.

—Su padre ha insistido mucho en que aprenda esta materia. Debe saber que el conocimiento nunca ocupa lugar en nuestra cabeza, y es muy importante que todo el mundo pueda intuir lo inteligente que es usted.

Frunció los labios con disgusto.

—Madre dice que de una reina solo se espera que sea bella y graciosa.

—Pero usted no aspira a ser así, ¿verdad? —Marlene negó con la cabeza—. No es ninguna bobalicona, y nadie quiere que su reina lo sea y se mofen de ella.

La joven cerró el libro con fuerza y soltó una pequeña exhalación:

—¿Y si no quiero ser reina?

Amelia se llevó la mano al recatado escote de su vestido en un acto nervioso.

—Son cosas de sus padres. Ellos siempre pretenden lo mejor para sus hijos.

Marlene se mordió el labio inferior. No deseaba pertenecer a la realeza y ser el centro de atención. Además, no todos querían a los Borbones en Francia, y Luis XVIII había regresado años antes del exilio causando un gran revuelo. Justo cuando cayó Napoleón Bonaparte.

—Supongo que tiene razón, pero yo no entiendo mucho de temas políticos ni monárquicos. No me veo dirigiendo un pueblo.

—Un pueblo no, mademoiselle, un país —la corrigió.

Marlene era muy niña y seguía teniendo sueños de niña. A su hermana le había confesado que cuando fuese mayor quería enamorarse de un buen hombre, tener hijos y cuidar de un jardín tan bonito que todo el mundo se detuviese para admirarlo. Imaginaba tener los más hermosos rosales del mundo.

—¿Puedo retirarme ya? Quisiera descansar.

—A mí también me gustaría descansar, mademoiselle, pero el caso es que su padre me paga por enseñar y aún —miró el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea— falta media hora para concluir las clases.

Amelia se acomodó en la butaca de madera oscura que solía ocupar y sus ojos grises se hundieron en el libro que sostenía entre sus delgadas y huesudas manos.

—¿Y no podemos hacer otra cosa que no sea Latín? —insistió, hastiada.

—Mademoiselle Marlene —le advirtió con voz fría incrustándole una mirada bastante altiva—, ¿prefiere que hable con el barón al respecto?

Sacudió la cabeza. No podía permitir que sus progenitores se enojaran con ella.

—No, mademoiselle.

—Entonces prosigamos.

A Marlene no le gustaba esa sala. Era fría y poco acogedora. Olía a rancio y, cuando estaban en completo silencio, podía escuchar como las paredes respiraban.

La siguiente media hora fue una de las más largas de su vida. Pero por fin la institutriz dio por finalizada su clase. Después de comer aún tenía danza y más tarde música; estaba aprendiendo a tocar el piano, cosa que no la entusiasmaba mucho.

La mansión de los Albret, construida cien años atrás, poseía varios pisos con multitud de habitaciones frías y desnudas que no usaban para nada. En el exterior había una arboleda, estanque para peces, retorcidos senderos de tierra que invitaban a pasear en los calurosos días de verano cuando el sol los bañaba con sus últimos rayos.

Con una sonrisa en los labios salió en busca de su hermana pequeña. Atravesó el corredor con prisa y al doblar la esquina para alcanzar las escaleras no pudo evitar chocar con una persona que había en mitad de su camino. Del impulso fue lanzada hacia atrás y aterrizó con las posaderas en el suelo y un revuelo de faldas. Parpadeó confundida.

—Jean Philippe, ¿qué ha pasado?

Un hombre robusto de pelo oscuro anduvo hacia ella y la ayudó a levantarse. Marlene alzó los ojos hasta el joven con el que se había chocado. Descubrió que era un muchacho un poco más mayor que ella, y que sus ojos, de

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